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¿Qué pasa después de la caja Brillo?



Después de un tiempo de letargo y sensación de nostalgia por no publicar, vuelvo al papel. Os presento una propuesta/tesis, cuando menos personal, divertida y original, que ya me lleva tiempo comiendo la cabeza. Hablaremos de la “Brillo box” de Andy Warhol como representación del fin del arte en Hegel. Por si fuera poco, repito, por si fuera poco, también estoy interesada en relacionar los 3 momentos de la historia del arte en Hegel con los 3 momentos de evolución de la persona escrito por Nietzsche en “Así habló Zaratustra”.
Pero tranquilo todo el mundo, ¡Que no os salten las alarmas de la densidad filosófica! Como siempre mi prisma y mi reto es divulgar de forma que no os acabe dando un parraque cerebral. Aquí estamos para pasarlo bien y si se puede analizar críticamente algo, ¡Eso que nos llevamos a la tumba!


¡Pasajeras empezamos el viaje! Comenzamos por el germen de este inusual artículo: La Brillo Box (producto de súper: cajas con esponjas para lavar la vajilla). En 1964 Warhol presenta por primera vez las Brillo Box como obras de arte. Las cajas representan objetos cotidianos que plantean estas cuestiones la mar de interesantes, entre otras:

- ¿Cuándo un ente cotidiano pasa a ser elevado a la categoría de obra artística?
- ¿El concepto de autoría y artista van de la mano?
- ¿Cuál es la realidad del arte y el arte en sí mismo?

Para retozar cómodamente todo el rato que queramos en torno a estas preguntas e intentar dar nuestras propias respuestas bajo nuestro espíritu valorativo, hemos de saber que Warhol no presenta las cajas Brillo en bruto, sino que presenta una caja diferente a la del súper con un logo hecho por James Harvey. Ahora el arte se libera ya que todo es susceptible a serlo. La narrativa subyacente es susceptible a ser un caleidoscopio postmoderno.
¡Vamos que te peta la puta cabeza!

En mi humilde opinión las cajas Brillo fueron creadas en un momento clave y colaboraron con el cambio de paradigma artístico, fueron de la mano con el fin del modernismo dejando espacio para el postmodernismo o a una era post histórica en lo que a historia del arte hegeliana se refiere.


Para entender bien el fin del arte en Hegel daré 4 brochazos del sistema hegeliano, a modo de contextualización, pero que nadie se altere que todo sigue la misma línea divulgativa con destellos petardos.

Vamos a empezar como se suele hacer por el principio, en un inicio nos topamos, dice Hegel,  con un arte simbólico, donde el elemento sensible se superpone al material. Corresponde a las primeras propuestas artísticas, cuando las personas y la naturaleza son misterios por resolver a modo Agatha Christie. Ejemplo de ello es el arte del Antiguo Egipto. Por suerte fui a Egipto hace poco y si tienes la fortuna de ver una pirámide e incluso entrar dentro, te saltan los plomos y das la razón a Hegel. Es como la famosa frase de Un tranvía llamado deseo “No quiero la realidad, quiero la magia”.

 En un segundo momento pasamos al arte clásico, siendo Grecia su máximo exponente. Aquí vemos representaciones artísticas de dioses antropomorfos, es decir la idea y la materia se equiparán.

Como podéis observar a medida que llegamos a la última parada: el fin del arte. La materia se va diluyendo para dar paso a la idea en si misma. Primero en Egipto, la forma supera el contenido, luego en Grecia el contenido y la idea se igualan y finalmente con Warhol la idea rebasa la forma y muere el arte. Hegel marcó este último hito con el arte romántico, pero no hemos de olvidar que el autor lleva cadáver desde el 1831 y no pudo disfrutar en vida las Brillo Box.

Seguimos al lío y os recomiendo que os abrochéis los cinturones porque de aquí hasta el final del artículo me he permitido ir cuesta bajo y sin frenos. Como ya he comentado en el inicio estoy interesadísima en compartir con vosotres la siguiente movida:  Relacionar los 3 momentos de la historia del arte en Hegel con los 3 momentos de evolución de la persona escrito por Nietzsche en “Así habló Zaratustra”. Nada, una que se vuelve creativa y para eso tenemos la dicha de contar con este espacio.

Estos tres periodos descritos por Hegel (resituando el tercero a nivel personal no en romanticismos sino en el arte conceptual), me empujan de forma muy violenta a relacionarlos con los tres períodos de la persona descritas por Nietzsche, a saber: el camello, el león y el niño.

El camello representa a la persona cargada con una mochila de creencias y supercherías caducas para, cual oveja en el rebaño, sin fuerza para huir a cambio de un paraíso tras esta vida mundana. Evidentemente la persona que es camello está fuertemente metida en el cristianismo y posee una moral de esclavo heterónoma, que le dice qué y cómo ha de hacer las cosas. Llevando a la historia del arte en Hegel responde al arte egipcio que ya os digo yo que de supersticiones y rituales complejísimos está lleno. Lo que me parece una maravillosa fantasía.

La segunda parada representa la fuerza del león para romper contra el deber. Con el león se rompe con lo preestablecido y llega el nihilismo (soy fan que tendría, cual adolescente, un póster de este momento en mi habitación). Este nihilismo representa la archiconocida muerte de Dios. Aquí entrelazaríamos al león con el arte griego que ha superado ya lo simbólico. 

Ante esto ¿Qué coño hace una persona? Pues crear sus propios valores y ahora es cuando entra en el juego la tercera transformación del león al niño, el famosísimo superhombre, que yo denomino superpersona para estar más al día. PUTA LIBERACIÓN TOTAL. En lo artístico llega la postmodernidad y a partir de las Brillo vemos el arte como juego donde el concepto rebosa a la materia.


Este sencillo es esquema nos servirá de referencia y conclusión para resituarnos un poco en todo lo que hemos estado viendo:


Este artículo no ha dejado de ser un capricho que me marcado con el fin de interpelar a la lectora, podéis verle cierto sentido o simplemente pensar que se me ha ido la olla (lo más probable), pero deseo de corazoncito que no os deje indiferentes. Y me parece de justicia que hayáis pasado un rato por lo menos entretenido, ya que yo me lo he pasado genial escribiéndolo.

La paz perpetua

Paz perpetua



“La afirmación de que cien táleros posibles son algo distinto a

cien táleros reales envuelve un pensamiento muy extendido, como 

el de que no es posible pasar del concepto al ser. Contra este algo 

falso, que pretende ser aquí lo absoluto y último, va dirigido el 

sano sentido común. Toda actividad es una representación que no es

aún, pero que es subjetivamente superada. Los cien táleros 

imaginarios se convierten en reales y los reales, a su vez, en imaginarios”.

                                                                                               G.W.F. Hegel


A la paz perpetua. Esta inscripción satírica que un hostelero holandés exhibía en un letrero de su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio, ¿estaba dedicada a todos los «hombres» en general, o especialmente a los gobernantes, o quizá a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz?”. Con estas elocuentes palabras, no exentas de una cierta ironía, comienza Zum ewigen Frieden, de 1795, uno de los ensayos de filosofía y política más celebrados de Immanuel Kant, el gran pensador alemán. 

En sus tratos esenciales, el ensayo kantiano se propone establecer un programa para la concertación de la paz, especialmente entre los países europeos, para lo cual propone una serie de acuerdos que deberían ser puestos en práctica a los efectos de su realización. Dicho ensayo está compuesto de seis artículos preliminares, tres artículos definitivos, dos suplementos y dos apéndices. Está inspirado en el Emilio de Rousseau, quien en dicha obra sintetiza y comenta el proyecto de confederación europea propuesto por el Abad de Saint Pierre, cuyo título es, precisamente, “La paz perpetua”. En sus artículos preliminares, el texto de Kant expone cuáles deben ser las condiciones necesarias para evitar una guerra entre naciones, como la formulación de cláusulas que pudieran provocar guerras a futuro, la desaparición de los ejércitos permanentes o la interferencia de un Estado en los asuntos internos de otro, especialmente de modo violento, a menos que dicho Estado se encuentre internamente dividido, envuelto en una profunda crisis, en la que cada parte se asume como el verdadero Estado, negándose a reconocer a la otra. En estos casos, dice Kant, si “un tercer Estado” pudiera prestar “ayuda a una de las partes no podría ser considerado como injerencia en la constitución de otro Estado, pues esta solo está en anarquía”. 

En sus “Tres artículos definitivos”, el texto examina las condiciones de posibilidad de la paz entre los pueblos. La paz, sostiene Kant, se basa en la formulación correcta de una constitución republicana, sustentada en la libertad, la dependencia en la legislación y en la igualdad ciudadana. La construcción de una sociedad mundial de repúblicas posibilitaría a la vez la creación de una ley de las naciones fundada en una federación de estados libres, así como de una ley de ciudadanía mundial y hospitalidad universal. Bajo tales principios, para poder entrar en una guerra, los Estados republicanos organizados tendrían necesariamente que consultar a sus respectivas ciudadanías, lo que dificultaría en grado sumo -según Kant- la definitiva llegada a una eventual confrontación.

El ensayo concluye con “Dos suplementos” y un “Anexo”. En el primer suplemento, su autor explica como las guerras han forzado a los hombres a dispersarse por todo el planeta, obligándolos a poblarlo y, en consecuencia, paradójicamente han contribuido a organizar los Estados. De modo que la guerra es un fenómeno que, sin proponérselo, ha terminado contribuyendo en la construcción de la paz. El segundo suplemento evoca la figura del rey-filósofo, desarrollada por Platón en República, según la cual los filósofos serían los más aptos para ejercer las funciones de gobierno. Pero dado el hecho de que, hasta el presente, el argumento platónico ha permanecido a medio camino entre las nubes del error y el cielo de la verdad, Kant exhorta a los gobernantes a consultar las opiniones de los filósofos sobre los temas y problemas relativos al Estado a objeto de que las mismas puedan ser tomadas en cuenta, llegado el momento de tomar las decisiones de rigor.

Finalmente, el “Anexo” se compone de dos apéndices, el primero de los cuales versa sobre los desacuerdos entre la moral y la política, mientras que el segundo versa sobre los acuerdos existentes entre ambos términos. Por su propia condición natural, la humanidad no puede prescindir de la moralidad, por lo que un eventual conflicto entre moral y política debe resolverse siempre en beneficio de la moral. En última instancia, la política es la aplicación de la doctrina del derecho y la moral es la teoría de esta doctrina. La paz perpetua solo será posible si la humanidad se aproxima al ideal de la moralidad y de la justicia. Esto, en sus tratos generales, conforma la estructura y el argumento principal del ensayo kantiano sobre la paz perpetua.

Decía Heráclito que “la guerra es padre de todas las cosas”. Por desgracia, el tiempo parece haberle dado la razón. Hoy la guerra se expande por doquier, cubierta por las más diversas figuras, desde las guerras abiertas y directas, pasando por las llamadas guerras asimétricas, hasta la conformación de regímenes que, cubiertos por el manto de la apariencia democrática, mantienen a sus pobladores sometidos a la violación de sus derechos elementales. El negocio del narcotráfico, que ha sido capaz de transmutar el crimen organizado en política de Estado, es una guerra silenciosa que va minando a la sociedad occidental. En fin, las recomendaciones hechas por Kant se exhiben como un monumental deber ser con el que se pretende ocultar la verdadera realidad del presente. El sano sentido común, que Hegel reclama, está cabalmente representado por el ingenioso hostelero holandés descrito por Kant al comienzo de su ensayo. Conviene trabajar en función de transformar los cien táleros imaginarios en táleros constantes y sonantes. No puede haber paz perpetua si no hay justicia y no puede haber justicia si se conculca la libertad. Pero la libertad es, ante todo, responsabilidad, madurez, como la llama el propio Kant, y esta no es posible si no se abandona el modelo educativo técnico, metódico-instrumental, por una formación cultural orgánica, una educación estética, la cual, por cierto, incluye la eticidad. No bastan las organizaciones mundiales, las buenas leyes, los tratados internacionales, las conferencias mundiales, los discursos de orden, los abrazos y los apretones de mano. En estos tiempos sombríos, de ocaso, si en algo sigue teniendo vigencia el ensayo de Kant es en la necesidad de que la filosofía tome la palabra.        

           

      



José Rafael Herrera

@jrherreraucv


         




Saló (una nueva versión)

Perversión de la educación




Se sabe que Sodoma es sinónimo de perversión, pero conviene agregar que toda perversión tiene su origen en la ignorancia. La ignorancia, en efecto, genera perversión y la perversión genera corrupción, desenfreno y violencia. No se trata de la abstracta distinción entre los instruidos y los que no lo son. Una diferenciación, por lo demás, maniquea que abre una igualmente maniquea o abstracta división -un profundo desgarramiento, una crisis orgánica- en el interior del ser social. Se trata de que una determinada sociedad puede llegar a tener una importante representación de técnicos y profesionales que, no obstante, pueden ser tanto o incluso más ignorantes que los no preparados dentro de los diferentes ciclos del sistema de instrucción formal establecido. La progresiva unidimensionalidad de los individuos, su achatamiento; la cada vez más estrecha capacidad del intelligere y del religare; la impotente reducción del saber a tecné; la enajenación, mecanización, masificación y aplastamiento del sujeto, transmutado en virtual receptor de las redes sociales de la poderosa industria cultural; el canto de sirenas de la paridad populista, revestida de frases hechas como la “narrativa” y el “empoderamiento”; el desmérito al mérito, la celebración del grosero “igualismo” -perspicazmente advertido por José Ignacio Cabrujas. Estos son los componentes esenciales para la irrupción de la creciente perversión social que, tarde o temprano, termina en el Inferno, y particularmente en el círculo de la sangre. Es el tránsito que va desde la pérdida del Ethos y la desinstitucionalización del Estado, mediante el espejismo de su duplicación, a la consecuente institucionalización de la corrupción, el “pranato”, la cartelización de las estructuras políticas y el alacranato. En una expresión, estas son las premisas para la instauración de un régimen gansteril.    

Cuando eso sucede, cuando el analfabetismo funcional, la ausencia de formación cultural, el mínimo sentido de la educación estética y el aplastamiento de la diferencia se han hecho realidad efectiva, norma y modo de vida del ser social, entonces estalla necesariamente la agresión sado-masoquista, la crueldad, el atropello, el ensañamiento, el furor prepotente. Todo ello propiciado desde las “cúpulas podridas”. Durante estos períodos, el mal se difumina por todas partes, de arriba a abajo, de derecha a izquierda, para devenir banalidad. Al igual que Eichmann, en su defensa Alcalá Cordones alegó dar cumplimiento a las órdenes de su Führer. La pérdida progresiva de la civilidad se va apoderando, como único principio supremo, de todo y de todos y se asiste a la gestación de la barbarie como modelo de vida o norma de ser. Ese es el más auténtico “legado” de las -llamadas por Vico- edades “heroicas” para los pueblos. Eso es Saló: la condición de perversión que, en unos casos, puede llegar a durar ciento veinte días y, en otros, venticuatro años o incluso más. Todo depende de las capacidades de maniobra en El lado oscuro de la luna o de la decidida voluntad de romper, finalmente, La pared. Y si es “hasta el final”, nadie debe volver la espalda.

Cuando se institucionaliza, la ignorancia no es más inocente. Adorno afirmó que después de Auschwitz el mundo nunca volvería a ser el mismo y que nunca más se podría escribir poesía. Pero conviene agregar que, después de Saló, se produjo una viciosa -y repugnantemente viscosa- circularidad que insiste, como la mala prosa de los pasquines, en la construcción de satrapías en manos de bufones, en las que la línea divisoria entre el poder político y la gansterilidad se difumina y desvanece por completo. La llamada “República Socialista Italiana” de Saló se gestó después de la destitución y arresto de Benito Mussolini, en 1943. Desde que Hitler supo de ello, planificó la restitución del régimen de “Il Duce”, con el propósito de resguardar el poder político nazi en Italia. Hitler impuso a Mussolini como jefe del nuevo Estado fascista italiano, protegido por la Wehrmacht. Pero esta vez no pudo regresar a Roma y tuvo que conformarse con establecer el centro del poder en Saló, una pequeña provincia de Brescia, que muy pronto se transformaría en cruel ejemplo de humillación servil para el resto de la humanidad. Las glorias del antiguo Imperio romano se hicieron cenizas. La Alemania nazi mantuvo un gobierno títere, con rostro de Mussolini. La satrapía cubana de hoy en Venezuela no es, por cierto, ninguna novedad.  

Pier Paolo Passolini fue testigo de excepción de esa suerte de mixtura, compuesta de sumisión y crueldad, de los servicios de inteligencia -la policía política- y la fuerza armada nacional contra la población italiana. La película que produjo y dirigió muestra los horrores de aquella 'trilogía de la muerte': los giros incesantes de una barbarie que no para en la pesadilla del 'eterno retorno'. El que se haya tomado tan escasa consciencia de esa experiencia pone de manifiesto el hecho de que la monstruosidad de la perversión lo ha penetrado todo. Un síntoma de que la posibilidad de su repetición persista. Y la barbarie persistirá mientras perduren, en lo esencial, las condiciones que hicieron posible su retorno. He ahí lo abominable de Saló: el haber arrastrado al ser social a lo inenarrable. 

El compromiso de una nueva expresión de la educación tiene que trascender el mero análisis y arribar, desde él, hasta la síntesis. El nuevo sistema educativo debe poner fin al mero instruccionalismo. La nueva educación no puede no ser integral y profundamente ética, porque ella tiene la tarea de poner fin al hecho de que, hasta el presente, la propia civilidad ha sido responsable de engendrar 'el huevo de la serpiente'. Si la civilidad promueve de nuevo la instauración de la violencia en su seno, la lucha contra  la ignorancia inmanente a la ratio instrumental tiene que hacerse primordial. El Espíritu tiene la obligación de reconfigurarse, de retarse a sí mismo. Y quizá convenga recordarlo: el Espíritu es, nada menos, que 'un nosotros que es un yo y un yo que es un nosotros'.






José Rafael Herrera

@jrherreraucv


De la estructura de la tragedia

 

Tragedia Antigona




Dice Hegel en su Estética que “los hombres pueden llegar a sentir terror ante el poder de lo infinito y lo absoluto”. Y sin embargo, a lo que realmente “deberían temer no es al poder material y su opresión, sino al poder moral, que es un destino de su razón libre y, al mismo tiempo, el eterno e inviolable poder que levanta en contra suya cuando se vuelve contra ella”. Tragedia es palabra griega que traduce “canto del macho cabrío” -de trágos o carnero y odé o canto. Hace alusión al canto que los atenienses entonaban en las festividades en honor a Dioniso, el hijo de Zeus, Dios de la vendimia, el éxtasis y el teatro, en virtud de su capacidad para liberar a los hombres de su ser normal y conducirlos a la condición de catarsis o purificación, dado que resulta ser el intermediador por excelencia entre lo vivo y lo muerto. El canto en su honor conduce, pues, al drama terrible, decisivo y siempre funesto. Aristóteles, en su Poética, lo define como una “acción elevada y completa” que, “moviendo a compasión y a temor, produce en el espectador la purificación de los estados emotivos”. La tragedia conduce a la muerte, cuando no al exilio o a la ruina económica, moral o física de los personajes que la representan. Y es que hay, en efecto, muchos modos de morir. “Es preferible la muerte”, afirmó Carlos Andrés Pérez, al enterarse de la artera sentencia del entonces Tribunal Supremo que lo apartara definitivamente de la Presidencia de la República. Y, como ya se sabe, de aquellas aguas provienen estos lodos.

Inserta en el círculo del poder, la tragedia determina e impone su sino por encima de la voluntad, de las inclinaciones y de los afectos, haciendo de lo divino algo profano. Su detonante es la hybris, el orgullo insolente, el celo ardiente de las pasiones, de los intereses o de las ambiciones desbordadas: “sustancia eterna, cuyos lados, a la vez particulares y generales, constituyen los grandes móviles de la actividad verdaderamente humana”. No hay sive, inclusión, que se reconozca. Se impone la perentoriedad del aut, de lo que excluye: o esto o aquello, o lo uno o lo otro. No hay salida. Ante la proximidad de la inminente colisión, dos tendencias, dos inclinaciones, dos posiciones irreconciliables, en fin, la escogencia de una de dos decisiones recíprocamente contrarias que se autoconciben como la única realidad y verdad, arrastran al héroe de la terrible trama por el no menos terrible fatum hacia el conflicto final y la inminente derrota: “Alea iacta est”. 

Cada quien se labra su propio destino. De ahí que Hegel distinga entre el Schiksal y la Bestimmung. No importa cuál sea la estrategia o la decisión final: ya es tarde, y ya el fin, bajo las últimas luces del ocaso, ronda sombrío hasta penetrar lo que aún queda de humanidad en esa -aquí- estatua de yeso, atravesándola hasta tocar el fondo de sus -ahora- pírricas entrañas vitales de poder. Llega el momento de hamartia, la hora del tiro errado, el momento de asumir las consecuencias del error fatal, de las pecaminosas fallas cometidas por el llamado “héroe trágico”. Ya no hay forma de corregirlo. Nada más queda por hacer. Tampoco importa si la ofensa infligida se ha cometido por crasa ignorancia o por mera premeditación, siguiendo el plan trazado e impuesto por el cartel gansteril. Ni si se trata de Edipo, de Antígona o de lo que todavía resta de humanidad en un desproporcionado banano. A fin de cuentas, y como dice Vico, la era de los héroes es la era de la barbarie. El momento de convocar la elección marcó el destino del régimen.  

Los triunfos pírricos suelen obtenerse con más daño para el vencedor que para el vencido. ¡Oh, mala hora en la que ganar significa perder! La tragedia se caracteriza por no presentar salida alguna. No hay resolución ante la inminente desgracia. ¿Acaso pasarse el resto de los días en una prisión de máxima seguridad no es también una forma de morir? Y esa es, justamente, la actual condición de todo régimen que ha hecho del crimen, bajo todas sus expresiones, su medio y su fin. Gane o pierda. No hay más juego para las 'mediciones' ni las “tendencias” ni la “intención de voto”. A modo de paréntesis, conviene decir que ya no hay lugar para los oráculos ni para los “expertos” nano-teólogos ni para los “instrumentos metodológicos” de una ratio técnica que carece de todo concepto y de toda formación histórica y cultural. Formas huecas, vaciadas del más escueto contenido. Láminas de cartón graficadas ante las cuales las parcas sonríen, no sin cierta pena ajena. El desprecio por la Wirklichkeit, por la realidad efectiva, y su sustitución por las fórmulas, las “tendencias” y los debería de los divinari, muestra la precariedad de un entendimiento abstracto que ha terminado por transmutar las “tortas” de sus gráficas en una gran torta empírica, bajo sospecha de lucro. Los deseos, como dice el adagio popular, no “empreñan”. Tampoco la subestimación de la fantasía concreta tejida en red y devenida voluntad general.

La más grande tragedia del mundo antiguo, la Antígona de Sófocles, narra la historia de Eteocles, quien decide quedarse en el poder a pesar de haber culminado su período, lo que desencadena la guerra. Su hermano, Polinices, arma un ejército en Argos y regresa para reclamar el trono de Tebas. La guerra concluye con la muerte en combate de los dos hermanos, tal como lo habían anunciado no las encuestas sino las profecías. Muertos los hermanos, Creonte asume el poder y decreta que Polinices, por haber atacado a la ciudad, no debe recibir digna sepultura y su cuerpo deberá permanecer en la arena para ser devorado por los cuervos y los perros. Por esa razón, Antígona, hermana de ambos contendores, decide enterrar a su hermano y darle los correspondientes honores fúnebres. Pero su desobediencia la lleva a “la tumba”, para ser sepultada en vida. Antígona decide quitarse la vida. Su prometido, Hemón, hijo del rey Creonte, intenta matar a su padre sin conseguirlo, por lo cual, y en medio de su dolor varonil, se quita la vida. Aún sin saber que su hijo ha muerto en los brazos de Antígona, la madre de Hemón, Eurídice, se suicida ante el dolor causado por la desventura. Finalmente, Creonte, víctima de su propia desdicha, se da cuenta de su harmatia, al haber querido mantener el poder por encima de todo y de todos, enfrentando las leyes del Estado y el Ethos de la ciudad. De nuevo, las formas y los contenidos se han escindido y el desgarramiento abre las oscuras fauces de Cronos. La historia se traga a sus hijos. Las llamadas revoluciones son su viva imagen. No pudiendo renunciar ni a su vanidad ni a sus compromisos, se ve condenado a la ruina, obligado a resignarse, como puede, al cumplimiento de su destino. La tragedia, como dice Hegel, “no arraiga en las personas sino como consecuencia de sus propias acciones, a la vez legítimas y hechas culpables por su colisión, acciones de las que ellos mismos tienen un perfecto conocimiento y arrastran la responsabilidad”. Una vez más, Alea iacta est.  

   




José Rafael Herrera

@jrherreraucv



Sobre el dialogo y la persuasión.

 





Sobre el dialogo y la persuasión.

Miguel Ángel Latouche         

 

Me parece, Sócrates, que vosotros dos tenéis prisa por regresar a Atenas”, dijo Polemarco.

"Esa no es una mala suposición", dije.


“Bueno”, dijo, “¿ves cuántos de nosotros somos?”

"Por supuesto."

"Bueno, entonces", dijo, "o demuestras ser más fuerte que estos hombres o te quedas aquí".

"¿No hay otra posibilidad?" Yo dije. “¿Que te persuadiremos para que nos dejes ir?”

 “¿Realmente podrían persuadir”, dijo, “si no escuchamos?”

"No hay manera", dijo Glaucón.

"Bueno, entonces piénsalo bien, teniendo en cuenta que no escucharemos".

Platón, La República

 

En el juicio que se le sigue a Sócrates, se le acusa, entre otras cosas, de no hacer sacrificios a los Dioses. Sin embargo, se conoce que, en el 429 ac, el sabio griego visitó el Pireo para participar en la primera celebración de las Bendidias, fiestas con las cuales los Atenienses honraban a Diana, la Diosa de la caza, la luna y la fertilidad. Sócrates tenía curiosidad por saber cómo aquellos ritos se llevarían a cabo, después de todo Diana era originalmente una Diosa Tracia y aun cuando es mencionada su presencia en la guerra de Troya y su posición a favor de la ciudad, su rito fue institucionalizado de manera relativamente tardía por los habitantes de Atenas.   Nos dice Platón, que, en efecto, Sócrates participó en los ritos, hizo los sacrificios correspondientes y rezó a la Diosa, tal y como le correspondía hacer a cualquier ciudadano respetuoso de la religión de Estado y dispuesto a cumplir con sus deberes cívicos según los códigos de la época. Esto nos lleva a pensar que efectivamente al menos aquella parte de aquella acusación que contribuyó a su condena era, en principio, falsa.

Luego de los ritos, ya entrada la tarde, Sócrates decidió junto a Glaucón, un joven filosofo que lo acompañaba y con quien mantenía cierta amistad, regresar a Atenas. Debian caminar unos diez kilómetros y debían hacerlo con cierto apuro, si querían llegar a la ciudad antes de que cayese la noche. En algún punto del camino, al parecer apenas lo iniciaban, se encontraron con que algunos hombres los seguían. Estos los llamaron a voces conminándoles a detenerse. Se trataba de los sirvientes de Polemarco, quienes le indicaron que debían esperar por la llegada de su patrón.  Acá se produce un momento muy interesante dentro del diálogo y que hemos citado más arriba. Esa conversación inicial entre Sócrates y Polemarco define el tono inicial de aquella aventura intelectual que Platón se ha planteado, nada menos que determina como se constituye el Estado Ideal en un marco de justicia. Así, en esa conversación inicial vemos como se establece una dicotomía entre la posibilidad de construir consensos y la utilización de la fuerza para doblegar la voluntad del otro. Enfrentados a un número superior de hombres que podían fácilmente utilizar la fuerza en su contra, Sócrates y Glaucón fueron conducidos hasta la casa de Polemarco. La promesa era la de que esto les permitiría observar las majestuosas celebraciones nocturnas que se habia preparado y participar en ellas. Tucídides en su Guerra del Peloponeso lo plantea de una manera muy clara y descarnada: “el débil resiste lo que puede y el fuerte domina lo que puede”. Ciertamente no se puede persuadir a quien no quiere escucharnos, los diálogos implican el ejercicio respetuoso de escuchar a los demás y la voluntad de hacerlo. Platón pareciera decirnos que allí donde el dialogo no logra materializarse la violencia potencial o real, se presenta como la única alternativa posible. Esto se narra en apenas las dos primeras páginas de cualquier traducción estándar de la República, -quizás la más conocida de las muchas obras que nos legó Platón.

En el libro primero de la República está referido en general al problema de la justicia. Pero para ser más específicos quiero señalar, solamente y sin necesidad de ir más allá, algunas de las implicaciones del pasaje señalado anteriormente. No se refiere Platón, en este caso, al problema de las mayorías como factor de legitimación de las actuaciones públicas, aquella que se logra a través del voto, bien sabido es que el filósofo no era afecto a la democracia, sino, más bien, a la dicotomía entre el uso de la fuerza y el de la razón como mecanismos de justificación. Ciertamente, cuando se usa una fuerza superior a la cual no podemos resistir, es natural que nos veamos forzados a actuar de cierta manera contraria a nuestra propia voluntad. A Sócrates se le exige cambiar de ruta y regresar al Pireo ante lo cual el sabio no tiene más remedio que acatar el mandato que sobre él se ha sido impuesto, a través de la amenaza del uso de la fuerza, para así evitar que, en efecto, la violencia sea usada en su contra. Esto no significa, sin embargo, que el filósofo haya sido convencido por este medio sobre la virtud de acatar el mandato. La violencia nunca presenta razones, no intenta convencernos de su validez, su uso se fundamenta en la pura capacidad de materializarse. La violencia se juega en el ámbito de las pasiones. No hay en la escena un proceso deliberativo o persuasivo que los lleve a cambiar sus planes, se trata de manera pura y simple del uso real o potencial de la fuerza bruta.

Cualquiera podría argumentar que este es mucho más eficiente que la construcción de consensos. Tendríamos que considerar que las soluciones basadas en la fuerza suelen generar resistencia y tienden a ser frágiles en el largo plazo, quizás eso explica que las democracias tiendan a tener una mayor que las dictaduras. Si lo vemos en esta óptica, Sócrates y Glaucón no se oponen al requerimiento de aquellos que son más y parecen dispuestos a obligarlos, es así como continúan por el camino que se les indica. Pero la victoria de Polemarco es pírrica. Como se ve más adelante en el dialogo se producen una serie de conversaciones en las que los participantes presentan sus argumentos y puntos de vista con la intención de convencer a los demás de su validez, lo que implica un giro con relación al inicio del texto.  

 La palabra tiene, a fin de cuentas, un poder transformador, que nos permite instalar en los demás nuestros puntos de vista, esto es persuadirlos: cuando nuestros argumentos se fundamentan en un razonamiento adecuado acerca de las cosas. No quiero decir con esto que baste con decir lo que creemos, sino que se dé un proceso creativo, casi alquímico, por medio del cual la palabra fundamentada en una aproximación ajustada a las dimensiones de un problema nos permite construir, junto a los demás, una comprensión acerca del contenido de la realidad que vivimos. Esto es apartarnos de las sombras que habitan la caverna para ver a través de la luz la forma verdadera de los objetos que observamos.

Desde la antigüedad el arte de la Retórica formó parte de los procesos de educación de las nuevas generaciones. Es interesante que en los procesos formativos modernos haya sido dejada a un lado para privilegiar ciertos saberes técnicos. El foro diplomático, el parlamento o la plaza pública, que constituyen el espacio natural para la discusión pública de las ideas, siempre tendrán un valor constitutivo mayor que el del campo de batalla. La validez de los argumentos se establece en función de su coherencia, en la capacidad que tienen unos para persuadir a los demás y hacerlos cambiar sus puntos de vista, en su pertinencia. A mí siempre me asombro aquella escena en la cual Cicerón, actuando como Cónsul de Roma, logró desmontar las conspiraciones de Catilina a través de los discursos que dirigió públicamente a los senadores y al Pueblo de la República Romana. Cesar que era mucho más fuerte y habilidoso no tuvo la suerte de acabar con sus enemigos antes de que los Idus de Marzo lo alcanzasen.

Con la palabra construimos en el otro una visión acerca del mundo, pero además con la palabra establecemos el tipo de relación que construimos con los demás y con lo que nos rodea. Así, el ejercicio de la convivencia colectiva tiene que ver con la voluntad de escuchar al otro, de validarlo como un sujeto con el que vale la pena dialogar. No hay peor forma de discriminación que la de despreciar las ideas de los demás. Nuestra humanidad se basa, a fin de cuentas, en nuestra capacidad para hacer discursos, para generar empatía y respeto, para entender a los demás y tratar de comprender sus motivos y sus razones y actuar en consecuencia. Esto es ser justo en nuestras reacciones con los demás y comprender que la fuerza es solo el último recurso.

Ser socialista hoy

Socialismo y Maquiavelo



 A mis distinguidos compañeros del Instituto de Filosofía y

Teoría Política “Heinz Sonntag” del CEDES


Las cosas, como dice Aristóteles. se conocen por sus orígenes. Y los orígenes, es decir, los fundamentos históricos y conceptuales del ideario socialista son de hechura occidental. De hecho, forman parte inmanente de su ser y de su conciencia, de su hacer, de su pensar, de su decir. Es el hijo rebelde de la Ilustración francesa, de la economía política inglesa y del Idealismo alemán. De ahí que el socialismo represente la continuación y el resultado de las ideas y valores de las grandes conquistas sociales y políticas alcanzadas por Occidente, después de los ensayos republicanos hechos por la antigüedad clásica (Grecia y Roma), el Renacimiento italiano, el proceso revolucionario francés y las luchas por la Independencia en América, esa Artemisa de Occidente. Pero ese Frühsozialismus, heredero de la inteligencia liberal europea, el de Saint-Simon, Owen, Fourier, Cabet o Marx, nada tiene que ver con su versión y consecuente deformación despótica.


A diferencia de la civilización oriental, cuya característica esencial presupone una representación milenariamente autocrática del poder, la cultura occidental fue capaz de construir una sólida base civil de sustentación de sus instituciones, con base en la cual el consenso -y no la coerción- terminó por imponerse como la conditio sine qua non de la organización del Estado, su base real, el fundamento de las sobrestructuras jurídicas y políticas.


Maquiavelo, en Il Principe, da cuenta de esta diferencia sustancial entre Oriente y Occidente: “Los ejemplos de estas dos diversidades de gobierno son, en nuestro tiempo, el Turco y el Rey de Francia. Toda la monarquía del Turco está gobernada por un señor. El rey de Francia está puesto en medio de una antigua multitud de señores reconocidos por sus súbditos y amados por ellos”. Esta diferencia fue advertida por Gramsci, al dar cuenta de las razones por las cuales el socialismo en Occidente no podía ser, en ningún caso, autoritario ni estar gobernado por un “Turco”, es decir, por un déspota. “En Oriente el Estado lo es todo, la sociedad civil es primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre el Estado y la sociedad civil existe una justa relación y en el trepidar del Estado pronto se percibe la robusta estructura de la sociedad civil”.

El “socialismo” oriental es un morbo, una suerte de Frankenstein que, en los últimos tiempos, ha mostrado su más genuino rostro: el de ser una organización criminal, un gansterato. Es, en el mejor de los casos, la praxis de una contradicción en sus propios términos. Es verdad que Lenin, Mao Tse Tung o Kim Il Sung, durante sus respectivas instancias en Occidente, llevaron a Oriente las ideas socialistas. Pero, al implementarlas, era inevitable que se impusiera el peso de sus milenarias tradiciones históricas y culturales. Marx fue revestido con la casaca de un Zar, o con la toga de seda de los emperadores chinos. El socialismo se hizo “Turco”, diría Maquiavelo, autocrático, ajeno a las libertades civiles. En una expresión, dejó de ser socialismo, por lo menos tal como lo habían concebido sus fundadores europeos.


Hay algo patológico en quienes persisten en la ignorancia. En Alemania e Italia se intentó consolidar un modelo político autocrático, totalitario, de clara ascendencia orientalista. Se le denominó “nacional-socialismo”. Occidente tembló, y vino la guerra. Hubo sangre, sudor y lágrimas. Al final, el desquicio llegó a su fin, pero la amenaza de una renovada batalla de las Termópilas se hizo inminente.


En nuestros días, América Latina ha sido infestada por ese totalitarismo orientalista. Detrás de las baratijas chinas se ocultan estrategias y propósitos bien definidos. Por fortuna, en los últimos años, la sensatez se ha venido imponiendo. Y a pesar de la siembra populista, que solapa al despotismo, poco a poco se percibe el rechazo a las pretensiones de transmutar el quehacer político en un negocio de sindicatos criminales. En la historia, camino de la libertad es un pesado calvario.


Definir “lo que es” es la tarea principal de la filosofía. Parmenides, el penetrante filósofo de la antigua Grecia y primer exégeta del Ser, lo definió mediante lo que él no es. El Ser no nace ni muere; dice el eleata. No fue ni será; no tiene ni antes ni después; nada se puede pensar ni decir de él que ya no sea; no es divisible, ni heterogéneo, ni indefinido. Así, el ser se define en su identidad con el pensar por medio de su negación, dado que el Ser es en cuanto que el no-Ser no es. Siguiendo el ejemplo parmenídico, tal vez convenga intentar, por una vez, una redefinición del significado del Ser del socialismo por medio de lo que él no es.


Un ejemplo, quizá, permita comprender este entramado ontológico. Es natural pensar que no-Ser de izquierda es Ser, lógicamente, de derecha. Cuestiones de mera tautología, se dirá, o de exquisiteces lingüísticas. Pero, en realidad, no-Ser de izquierda es Ser intolerante, no concebir respeto ni por la diversidad ni por el disentimiento. No-Ser de izquierda es ser inflexible, rígido como las piedras, disecador profesional de ideas o, más bien, la negación misma de toda idea. De ahí su constante deseo de querer que nada cambie, su reaccionaria añoranza de la permanencia, su irrefrenable inclinación por el conservatismo y por los cuadernos cuadriculados, como reflejo fidedigno de sus disecadas bóvedas craneanas.


No-Ser de izquierda es creer que la justicia y el derecho los dicta -lo impone- el sagrado interés del jefe-único, indiscutible y absoluto, ya que Él y sólo Él es la expresión del poder en cuanto tal, la sustancia-atributo devenida persona, el sujeto-objeto resurrecto, el ungido en carne y sangre. Ni el consenso, ni la democracia, ni la pluralidad, ni la participación cuentan, a menos que semejantes derechos sean decretados -¡oh!- como un acto caritativo, una gracia de su suprema majestad, lo que  para toda tiranía resulta insostenible.


Decía Octavio Paz que “las cosas estarían mejor si Marx hubiera leído a Hölderlin”. Sin duda, el gran poeta alemán fue un hombre de progreso. En su Hyperión, Hölderlin hace afirmar a uno de sus personajes: “¡que cambie todo a fondo!”. El cambio, no la forzada quietud –y aquí cabe pensar más en


Heráclito que en Parménides- es sinónimo del “Ser de izquierda”. Muchos creen serlo, a pie juntillas. Pero, como dicen las Escrituras, “por sus hechos los conoceréis”.

José Rafael Herrera

@jrherreraucv