PROPOSICIÓN XXXVI
Nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto.
Demostración: Todo cuanto existe expresa (por el Corolario de la proposición 25) la naturaleza, o sea, la esencia de Dios de una cierta y determinada manera, esto es ( por la proposición 34), todo cuanto existe expresa de cierta y determinada manera la potencia de Dios, que es causa de todas las cosas, y así ( por la proposición 16) debe seguirse de ello algún efecto. Q.E.D.
Con lo dicho, he explicado la naturaleza de Dios y sus propiedades, a saber: que existe necesariamente; que es único; que es y obra en virtud de la sola necesidad de su naturaleza; que es causa libre de todas las cosas, y de qué modo lo es; que todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de suerte qué sin Él no pueden ser ni concebirse; y, por último, que todas han sido predeterminadas por Dios, no, ciertamente, en virtud de la libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea, su infinita potencia, tomada absolutamente. Además, siempre que he tenido ocasión, he procurado remover los prejuicios que hubieran podido impedir que mis demostraciones se percibiesen bien, pero, como aún quedan no pocos prejuicios que podrían y pueden, en el más alto grado, impedir que los hombres comprendan la concatenación de las cosas en el orden en que la he explicado, he pensado que valía la pena someterlos aquí al examen de la razón. Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues, este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan propensos, naturalmente, a darle acogida. Después mostraré su falsedad y, finalmente, cómo han surgido de él los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este género. Ahora bien: deducir todo ello a partir de la naturaleza del alma humana no es de este lugar. Aquí me bastará con tomar como fundamento lo que todos deben reconocer, a saber: que todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los hombres poseen apetito de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí se sigue, primero, que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. Si no pueden enterarse de ellas por otra persona, no les queda otra salida que volver sobre sí mismos y reflexionar sobre los fines en vista de los cuales suelen ellos determinarse en casos semejantes, y así juzgan necesariamente de la índole ajena a partir de la propia. Además, como encuentran, dentro y fuera de sí mismos, no pocos medios que cooperan en gran medida a la consecución de lo que les es útil, como, por ejemplo, los ojos para ver, los dientes para masticar, las hierbas y los animales para alimentarse, el sol para iluminar, el mar para criar peces, ello hace que consideren todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil. Y puesto que saben que esos medios han sido encontrados, pero no organizados por ellos, han tenido así un motivo para creer que hay algún otro que ha organizado dichos medios con vistas a que ellos los usen. Pues una vez que han considerado las cosas como medios, no han podido creer que se hayan hecho a sí mismas, sino que han tenido que concluir, basándose en el hecho de que ellos mismos suelen servirse de medios, que hay algún o algunos rectores de la naturaleza, provistos de libertad humana, que les han proporcionado todo y han hecho todas las cosas para que ellos las usen. Ahora bien: dado que no han tenido nunca noticia de la índole de tales rectores, se han visto obligados a juzgar de ella a partir de la suya, y así han afirmado que los dioses enderezan todas las cosas a la humana utilidad, con el fin de atraer a los hombres y ser tenidos por ellos en el más alto honor; de donde resulta que todos, según su propia índole, hayan excogitado diversos modos de dar culto a Dios, con el fin de que Dios los amara más que a los otros, y dirigiese la naturaleza entera en provecho de su ciego deseo e insaciable avaricia. Y así, este prejuicio se ha trocado en superstición, echando profundas raíces en las almas, lo que ha sido causa de que todos se hayan esforzado al máximo por entender y explicar las causas finales de todas las cosas. Pero al pretender mostrar que la naturaleza no hace nada en vano (esto es: no hace nada que no sea útil a los hombres), no han mostrado —parece— otra cosa sino que la naturaleza y los dioses deliran lo mismo que los hombres. Os ruego consideréis en qué ha parado el asunto. En medio de tantas ventajas naturales no han podido dejar de hallar muchas desventajas, como tempestades, terremotos, enfermedades, etc.; entonces han afirmado que ello ocurría porque los dioses estaban airados a causa de las ofensas que los hombres les inferían o a causa de los errores cometidos en el culto. Y aunque la experiencia proclamase cada día, y patentizase con infinitos ejemplos, que los beneficios y las desgracias acaecían indistintamente a piadosos y a impíos, no por ello han desistido de su inveterado prejuicio: situar este hecho entre otras cosas desconocidas, cuya utilidad ignoraban (conservando así su presente e innato estado de ignorancia) les ha sido más fácil que destruir todo aquel edificio y planear otro nuevo. Y de ahí que afirmasen como cosa cierta que los juicios de los dioses superaban con mucho la capacidad humana, afirmación que habría sido, sin duda, la única causa de que la verdad permaneciese eternamente oculta para el género humano, si la Matemática, que versa no sobre los fines, sino sólo sobre las esencias y propiedades de las figuras, no hubiese mostrado a los hombres otra norma de verdad; y, además de la Matemática, pueden también señalarse otras causas (cuya enumeración es aquí superflua) responsables de que los hombres se diesen cuenta de estos vulgares prejuicios y se orientasen hacia el verdadero conocimiento de las cosas.
Con esto he explicado suficientemente lo que prometí en primer lugar. Mas para mostrar ahora que la naturaleza no tiene fin alguno prefijado, y que todas las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas, no harán falta muchas palabras. Creo, en efecto, que ello ya consta suficientemente, tanto en virtud de los fundamentos y causas de donde he mostrado que este prejuicio tomó su origen, cuanto en virtud de la Proposición 16 y los Corolarios de la Proposición 32, y, además, en virtud de todo aquello por lo que he mostrado que las cosas de la naturaleza acontecen todas con una necesidad eterna y una suprema perfección. Sin embargo, añadiré aún que esta doctrina acerca del fin transtorna por completo la naturaleza, pues considera como efecto lo que es en realidad causa, y viceversa. Además, convierte en posterior lo que es, por naturaleza, anterior. Y, por último, trueca en imperfectísimo lo que es supremo y perfectísimo. Pues (omitiendo los dos primeros puntos, ya que son manifiestos por sí), según consta en virtud de las Proposiciones 21, 22 y 23, el efecto producido inmediatamente por Dios es el más perfecto, y una cosa es tanto más imperfecta cuantas más causas intermedias necesita para ser producida. Pero, si las cosas inmediatamente producidas por Dios hubieran sido hechas para que Dios alcanzase su fin propio, entonces las últimas, por cuya causa se han hecho las anteriores, serían necesariamente las más excelentes de todas. Además, esta doctrina priva de perfección a Dios: pues, si Dios actúa con vistas a un fin, es que —necesariamente— apetece algo de lo que carece. Y, aunque los teólogos y los metafísicos distingan entre fin de carencia y fin de asimilación, confiesan, sin embargo, que Dios ha hecho todas las cosas por causa de sí mismo, y no por causa de las cosas que iban a ser creadas, pues, aparte de Dios, no pueden señalar antes de la creación nada en cuya virtud Dios obrase; y así se ven forzados a confesar que Dios carecía de aquellas cosas para cuya consecución quiso disponer los medios, y que las deseaba, como es claro por sí mismo. Y no debe olvidarse aquí que los secuaces de esta doctrina, que han querido exhibir su ingenio señalando fines a las cosas, han introducido, para probar esta doctrina suya, una nueva manera de argumentar, a saber: la reducción, no a lo imposible, sino a la ignorancia, lo que muestra que no había ningún otro medio de probarla. Pues si, por ejemplo, cayese una piedra desde lo alto sobre la cabeza de alguien, y lo matase, demostrarán que la piedra ha caído para matar a ese hombre, de la manera siguiente. Si no ha caído con dicho fin, queriéndolo Dios, ¿cómo han podido juntarse al azar tantas circunstancias? (y, efectivamente, a menudo concurren muchas a la vez). Acaso responderéis que ello ha sucedido porque el viento soplaba y el hombre pasaba por allí. Pero —insistirán— ¿por qué soplaba entonces el viento? ¿Por qué el hombre pasaba por allí entonces? Si respondéis, de nuevo, que el viento se levantó porque el mar, estando el tiempo aún tranquilo, había empezado a agitarse el día anterior, y que el nombre había sido invitado por un amigo, insistirán de nuevo, a su vez —ya que el preguntar no tiene fin—: ¿y por qué se agitaba el mar? ¿por qué el hombre fue invitado en aquel momento? Y, de tal suerte, no cesarán de preguntar las causas de las causas, hasta que os refugiéis en la voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia . Así también, cuando contemplan la fábrica del cuerpo humano, quedan estupefactos, y concluyen, puesto que ignoran las causas de algo tan bien hecho, que es obra no mecánica, sino divina o sobrenatural, y constituida de modo tal que ninguna parte perjudica a otra. Y de aquí proviene que quien investiga las verdaderas causas de los milagros, y procura, tocante a las cosas naturales, entenderlas como sabio, y no admirarlas como necio, sea considerado hereje e impío, y proclamado tal por aquellos a quien el vulgo adora como intérpretes de la naturaleza y de los dioses. Porque ellos saben que, suprimida la ignorancia, se suprime la estúpida admiración, esto es, se les quita el único medio que tienen de argumentar y de preservar su autoridad. Pero voy a dejar este asunto, y pasar al que he decidido tratar aquí en tercer lugar.
Una vez que los hombres se han persuadido de que todo lo que ocurre ocurre por causa de ellos, han debido juzgar como lo principal en toda cosa aquello que les resultaba más útil, y estimar como las más excelentes de todas aquellas cosas que les afectaban del mejor modo. De donde han debido formar nociones, con las que intentan explicar la naturaleza de las cosas, tales como Bien, Mal, Orden, Confusión, Calor, Frío, Belleza y Fealdad; y, dado que se consideran a sí mismos como libres, de ahí han salido nociones tales como Alabanza, Vituperio, Pecado y Mérito: estas últimas las explicaré más adelante, después que trate de la naturaleza humana; a las primeras me referiré ahora brevemente. Han llamado Bien a todo lo que se encamina a la salud y al culto de Dios, y Mal, a lo contrario de esas cosas. Y como aquellos que no entienden la naturaleza de las cosas nada afirman realmente acerca de ellas, sino que sólo se las imaginan, y confunden la imaginación con el entendimiento, creen por ello firmemente que en las cosas hay un Orden, ignorantes como son de la naturaleza de las cosas y de la suya propia. Pues decimos que están bien ordenadas cuando están dispuestas de tal manera que, al representárnoslas por medio de los sentidos, podemos imaginarlas fácilmente y, por consiguiente, recordarlas con facilidad; y, si no es así, decimos que están mal ordenadas o que son confusas. Y puesto que las cosas que más nos agradan son las que podemos imaginar fácilmente, los hombres prefieren, por ello, el orden a la confusión, como si, en la naturaleza, el orden fuese algo independiente de nuestra imaginación; y dicen que Dios ha creado todo según un orden, atribuyendo de ese modo, sin darse cuenta, imaginación a Dios, a no ser quizá que prefieran creer que Dios, providente con la humana imaginación, ha dispuesto todas las cosas de manera tal que ellos puedan imaginarlas muy fácilmente. Y acaso no sería óbice para ellos el hecho de que se encuentran infinitas cosas que sobrepasan con mucho nuestra imaginación, y muchísimas que la confunden a causa de su debilidad. Pero de esto ya he dicho bastante. Por lo que toca a las otras nociones, tampoco son otra cosa que modos de imaginar, por los que la imaginación es afectada de diversas maneras, y, sin embargo, son consideradas por los ignorantes como si fuesen los principales atributos de las cosas; porque, como ya hemos dicho, creen que todas las cosas han sido hechas con vistas a ellos, y a la naturaleza de una cosa la llaman buena o mala, sana o pútrida y corrompida, según son afectados por ella. Por ejemplo, si el movimiento que los nervios reciben de los objetos captados por los ojos conviene a la salud, los objetos por los que es causado son llamados bellos; y feos, los que provocan un movimiento contrario. Los que actúan sobre el sentido por medio de la nariz son llamados aromáticos o fétidos; los que actúan por medio de la lengua, dulces o amargos, sabrosos o insípidos, etc.; los que actúan por medio del tacto, duros o blandos, ásperos o lisos, etc. Y, por último, los que excitan el oído se dice que producen ruido, sonido o armonía, y esta última ha enloquecido a los hombres hasta el punto de creer que también Dios se complace con la armonía; y no faltan filósofos persuadidos de que los movimientos celestes componen una armonía. Todo ello muestra suficientemente que cada cual juzga de las cosas según la disposición de su cerebro, o, más bien, toma por realidades las afecciones de su imaginación. Por ello, no es de admirar (notémoslo de pasada) que hayan surgido entre los hombres tantas controversias como conocemos, y de ellas, por último, el escepticismo. Pues, aunque los cuerpos humanos concuerdan en muchas cosas, difieren, con todo, en muchas más, y por eso lo que a uno le parece bueno, parece malo a otro; lo que ordenado a uno, a otro confuso; lo agradable para uno es desagradable para otro; y así ocurre con las demás cosas, que omito aquí no sólo por no ser éste lugar para tratar expresamente de ellas, sino porque todos tienen suficiente experiencia del caso. En efecto, en boca de todos están estas sentencias: hay tantas opiniones como cabezas; cada cual abunda en su opinión; no hay menos desacuerdo entre cerebros que entre paladares. Ellas muestran suficientemente que los hombres juzgan de las cosas según la disposición de su cerebro, y que más bien las imaginan que las entienden. Pues si las entendiesen —y de ello es testigo la Matemática—, al menos las cosas serían igualmente convincentes para todos, ya que no igualmente atractivas.
Vemos, pues, que todas las nociones por las cuales suele el vulgo explicar la naturaleza son sólo modos de imaginar, y no indican la naturaleza de cosa alguna, sino sólo la contextura de la imaginación; y, pues tienen nombres como los que tendrían entidades existentes fuera de la imaginación, no las llamo entes de razón, sino de imaginación, y así, todos los argumentos que contra nosotros se han obtenido de tales nociones, pueden rechazarse fácilmente. En efecto, muchos suelen argumentar así: si todas las cosas se han seguido en virtud de la necesidad de la perfectísima naturaleza de Dios, ¿de dónde han surgido entonces tantas imperfecciones en la naturaleza, a saber: la corrupción de las cosas hasta el hedor, la fealdad que provoca náuseas, la confusión, el mal, el pecado, etc.? Pero, como acabo de decir, esto se refuta fácilmente. Pues la perfección de las cosas debe estimarse por su sola naturaleza y potencia, y no son mas o menos perfectas porque deleiten u ofendan los sentidos de los hombres, ni porque convengan o repugnen a la naturaleza humana. Y a quienes preguntan: ¿por qué Dios no ha creado a todos los hombres de manera que se gobiernen por la sola guía de la razón? respondo sencillamente: porque no le ha faltado materia para crearlo todo, desde el más alto al más bajo grado de perfección; o, hablando con más propiedad, porque las leyes de su naturaleza han sido lo bastante amplias como para producir todo lo que puede ser concebido por un entendimiento infinito, según he demostrado en la Proposición 16.
Éstos son los prejuicios que aquí he pretendido señalar. Si todavía quedan algunos de la misma estofa, cada cual podrá corregirlos a poco que medite.
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