Al más discreto acontecimiento en la conducta sexual -accidente o desviación, déficit o exceso- se lo supone capaz de acarrear las consecuencias más variadas a lo largo de toda la existencia; no hay enfermedad o trastorno físico al cual el siglo XIX no le haya imaginado por lo menos una parte de etiología sexual. De los malos hábitos de los niños a las tisis de los adultos, a las apoplejías de los viejos, a las enfermedades nerviosas y a las degeneraciones de la raza, la medicina de entonces tejió toda una red de causalidad sexual.
Puede parecernos fantástica. El principio del sexo como "causa de todo y de cualquier cosa" es el reverso teórico de una exigencia técnica: hacer funcionar en una práctica de tipo científico los procedimientos de una confesión que debía ser total, meticulosa y constante. Los peligros limitados que el sexo conlleva justifican el carácter exhaustivo de la inquisición a la cual es sometido. Por el principio de una latencia intrínseca de la sexualidad: si hay que arrancar la verdad del sexo con la técnica de la confesión, no sucede así simplemente porque sea difícil de decir o este bloqueada por las prohibiciones de la decencia, sino porque el funcionamiento del sexo es oscuro; porque esta en su naturaleza escapar siempre, porque su energía y sus mecanismos se escabullen; porque su poder causal es en parte clandestino.
Al integrarla a un proyecto de discurso científico, el siglo XIX desplazó a la confesión; ésta tiende a no versar ya sobre lo que el sujeto desearía esconder, sino sobre lo que esta escondido para el mismo y que no puede salir a la luz sino poco a poco y merced al trabajo de una confesión en la cual, cada uno por su lado, participan el interrogador y el interrogado.
El principio de una latencia esencial de la sexualidad permite articular en una práctica científica la obligación de una confesión difícil. Es preciso arrancarla, y por la fuerza, puesto que se esconde. Por el método de la interpretación: si hay que confesar, no es sólo porque el confesor tenga el poder de perdonar, consolar y dirigir, sino porque el trabajo de producir la verdad, si se quiere validarlo científicamente, debe pasar por esa relación. La verdad no reside en el sujeto solo que, confesando, la sacaría por entero a la luz. Se constituye por partida doble: éste le toca decir la verdad de esa verdad oscura: hay que acompañar la revelación de la confesión con el desciframiento de lo que dice. El que escucha no es sólo el dueño del perdón, el juez que condena o absuelve; es el dueño de la verdad.
Su función es hermenéutica. Respecto a la confesión, su poder no consiste sólo en exigirla, antes de que haya sido hecha, o en decidir, después de que ha sido proferida; consiste en constituir, a través de la confesión y descifrándola, un discurso verdadero. Al convertir la confesión no ya en una prueba sino en un signo, y la sexualidad en algo que debe interpretarse, el siglo XIX se dio la posibilidad de hacer funcionar los procedimientos de la confesión en la formación regular de un discurso científico.
Por la medicalización de los efectos de la confesión: la obtención de la confesión y sus efectos son otra vez cifrados en la forma de operaciones terapéuticas. Lo que significa en primer lugar que el dominio del sexo ya no es colocado sólo en el registro de la falta y el pecado, del exceso o de la transgresión, sino -lo que no es más que una transposición- bajo el régimen de lo normal y de lo patológico; por primera vez se define una morbilidad propia de lo sexual; aparece como un campo de alta fragilidad patológica: superficie de repercusión de las otras enfermedades, pero también foco de una nosografía propia, la del instinto, las inclinaciones, las imágenes, el placer, la conducta. Ello quiere decir que la confesión adquiere su sentido y su necesidad entre las intervenciones médicas: exigida por el médico, necesaria para el diagnostico y por sí misma eficaz para la curación. Lo verdadero sana, es curativo si lo dice a tiempo y a quien conviene aquel que, a un tiempo, es el poseedor y el responsable.
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