Al contrario, podemos concebir morales en las que el elemento fuerte y dinámico debe buscarse del lado de las formas de subjetivación y de las prácticas de sí. En este caso, el sistema de códigos y de reglas de comportamiento puede ser bastante rudimentario. Su exacta observancia puede ser relativamente inesencial, por lo menos si se la compara con la que se le exige al individuo para que, en la relación que tiene consigo mismo, en sus diferentes acciones, pensamientos o sentimientos, se constituya como sujeto moral; el acento cae entonces sobre las formas de relacionarse consigo mismo, sobre los procedimientos y las técnicas mediante las cuales se las elabora, sobre los ejercicios mediante los cuales uno se da a sí mismo como objeto de conocimiento y sobre las prácticas que permiten transformar su propio modo de ser. Estas morales “orientadas hacia la ética” (y que no coinciden forzosamente con las morales de lo que se ha dado en llamar la renuncia ascética) han sido muy importantes en el cristianismo al lado de las morales “orientadas hacia el código”: entre ellas a veces hubo yuxtaposiciones, a veces rivalidades y conflictos, a veces acuerdo.
De ahí la elección de método que he hecho a lo largo de este estudio sobre las morales sexuales de la Antigüedad pagana y cristiana: conservar en su espíritu la distinción entre los elementos de código de una moral y los elementos de ascesis; no olvidar ni su coexistencia ni sus relaciones ni su relativa autonomía ni sus posibles diferencias de acento; tener en cuenta todo lo que parezca indicar el privilegio, en estas morales, de las prácticas de sí, el interés que podía prestárselas, el esfuerzo hecho para desarrollarlas, perfeccionarlas y enseñarlas, el debate que se planteará acerca de ellas. Aunque llegaríamos a transformar así la cuestión con tanta frecuencia planteada acerca de la continuidad (o de la ruptura) entre las morales filosóficas de la Antigüedad y la moral cristiana; en lugar de preguntarnos cuáles son los elementos de código que el cristianismo pudo tomar del pensamiento antiguo y cuáles son los que ha sumado por propia iniciativa, para definir lo que está permitido y lo que está prohibido en el orden de una sexualidad considerada constante, convendría preguntarse cómo, bajo la continuidad, la transferencia o la modificación de los códigos, las formas de la relación consigo mismo (y las prácticas de sí que se le vinculan) han sido definidas, modificadas, reelaboradas y diversificadas.
No suponemos que los códigos carezcan de importancia ni que permanezcan constantes. Pero podemos observar que finalmente dan vueltas alrededor de algunos principios bastante sencillos y bastante poco numerosos: quizá los hombres no inventan mucho más en el orden de las prohibiciones que en el de los placeres. Su permanencia es igualmente bastante amplia: la proliferación sensible de las codificaciones (que conciernen a los lugares, los compañeros, los gestos permitidos o prohibidos) se producirá bastante tarde en el cristianismo. En cambio, parece -en todo caso es la hipótesis que quisiera explorar aquí- que hay todo un campo de historicidad compleja y rica en la manera como se conmina al individuo a reconocerse como sujeto moral de la conducta sexual. Se trataría de ver cómo, del pensamiento griego clásico a la constitución de la doctrina y de la pastoral cristiana de la carne, esta subjetivación se definió y se transformó.
Lectura de Foucault en Historia de la sexualidad: La inquietud de sí
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