La vida humana es una realidad extraña, de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido en que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntos, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella.
La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia. La vida nos es dada, puesto que no nos la damos a nosotros mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo, Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya. La vida es quehacer, Y lo más grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario; quiero decir, que nos encontramos Siempre forzados a hacer algo pero no nos encontramos nunca estrictamente forzados a hacer algo determinado, que no nos es impuesto este o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo, tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros hombres, él mismo. Sólo en vista de ellas puede, preferir una acción a otra, puede, en suma, vivir.
De aquí que el hombre tenga que estar siempre en alguna creencia y que la estructura de su vida dependa primordialmente de las creencias en qué esté y que los cambios más decisivos en la humanidad sean los cambios de creencias, la intensificación o debilitación de las creencias. El diagnóstico de una existencia humana —de un hombre, de un pueblo, de una época– tiene que comenzar filiando el repertorio de sus convicciones. Son éstas el suelo de nuestra vida. Por eso se dice que en ellas el hombre está. Las creencias son lo que verdaderamente constituye el estado del hombre. Las he llamado «repertorio» para indicar que la pluralidad de creencias en que un hombre, un pueblo o una época ésta no posee nunca una articulación plenamente lógica, es decir, que no forma un sistema de ideas, como lo es o aspira a serlo, por ejemplo, una filosofía. Las creencias que coexisten en una vida humana, que la sostienen, impulsan y dirigen son, a veces, incongruentes, contradictorias o, por lo menos, inconexas. Nótese que todas estas calificaciones afectan a las creencias por lo que tienen de ideas. Pero es un error definir la creencia como idea. La idea agota su papel y consistencia con ser pensada, y un hombre puede pensar cuanto se le antoje y aun muchas cosas contra su antojo. En la mente surgen espontáneamente pensamientos sin nuestra voluntad ni deliberación y sin que produzcan efecto alguno en nuestro comportamiento. La creencia no es, sin más, la idea que se piensa, sino aquella en que además se cree. Y el creer no es ya una operación del mecanismo «intelectual», sino que es una función del viviente como tal, la función de orientar su conducta, su quehacer.
Hecha esta advertencia, puedo retirar la expresión antes usada y decir que las creencias, mero repertorio incongruente en cuanta son sólo ideas, forman siempre un sistema en cuanto efectivas creencias o, lo que es igual, que, inarticuladas desde el punto de vista lógico o propiamente intelectual, tienen siempre una articulación vital, funcionan como creencias apoyándose unas en otras, integrándose y combinándose. En suma, que se dan siempre como miembros de un organismo, de una estructura. Esto hace, entre otras cosas, que posean siempre una arquitectura y actúen en jerarquía. Hay en toda vida humana creencias básicas, fundamentales, radicales, y hay otras derivadas de aquéllas, sustentadas sobre aquéllas y secundarias. Esta indicación no puede ser más trivial, pero yo no tengo la culpa de que, aun siendo trivial, sea de la mayor importancia.
Pues si las creencias de que se vive careciesen de estructura, siendo como son en cada vida innumerables, constituirían una pululación indócil a todo orden y, por lo mismo, ininteligible. Es
decir, que sería imposible el conocimiento de la vida humana. El hecho de que, por el contrario, aparezcan en estructura y con jerarquía permite descubrir su orden secreto y, por tanto, entender la vida propia y la ajena, la de hoy y la de otro tiempo. Así podemos decir ahora: el diagnóstico de una existencia humana –de un hombre, de un pueblo, de una época– tiene que comenzar filiando el sistema de sus convicciones y para ello, antes que nada, fijando su creencia fundamental, la decisiva, la que porta y vivifica todas las demás. Ahora bien: para fijar el estado de las creencias en un cierto momento, no hay más método que el de comparar éste con otro u otros. Cuanto mayor sea el número de los términos de comparación, más preciso será el resultado –otra advertencia banal cuyas consecuencias de alto bordo emergerán súbitamente al cabo de esta meditación.
Lectura de Ortega y Gasset en Historia como sistema.
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