Explorando la Identidad: Un Ensayo Esencial para Filósofos y Escritores

La identidad como construcción dinámica, autobiográfica, proyectiva y social en la vida moderna.
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Escrito de Omar Linares Huertas.

 El próximo es un escrito necesario si te dedicas a la filosofía, y ningún escritor tendría éxito, ni carisma o creatividad alguna sin algo de identidad. O, ¿podría el escritor hablar por otro cuando escribe, arrastrando tras de si a todo tipo de sujetos -en busca de identidad- sin tenerla?.  Yo diré que, en cierto modo: la identidad sirve al escritor como el ala al ave.

La identidad como construcción dinámica, autobiográfica, proyectiva y social en la vida moderna

Identidad:

Quisiera ofrecer un acercamiento iniciático a la noción de identidad, señalando algunos ámbitos o elementos con los que toma contacto, a través de los cuales adquiere forma y sentido.

El acto de preguntarse por uno mismo es intrínseco al hombre. El intento de escudriñarse, de mostrar aquello que pretendemos llamar yo, es el fallido acto de propiocepción que todo individuo protagoniza cuando, mirando quizá a un espejo, implora ¿quién soy?

El buscar un quién, en vez de un qué, revela que el interés de la pregunta no es suscitado tanto por qué clase de objeto sea, como por qué es uno en tanto que individuo. Se cuestiona aquello que hace individuo, que individúa y explicita cierta singularidad, respecto de todos los demás. Constantemente nos otorgamos y hacemos uso de una identidad individual de la que difícilmente podemos dar cuenta.

Con identidad podría entenderse imagen, aquella que cada cual tiene de sí mismo. Una silueta o esbozo que contiene lo que, por único, distingue al sujeto. Pero ese esbozo no es algo que surja de manera fortuita, o que esté dado en algún sentido. Buscar la propia esencia o alma, en sentido literal, es una tarea de fracaso anunciado.

El profundo calado que para el hombre tiene cuanto le acontece denota que, en gran medida, la identidad es autobiográfica. Desde el nacimiento, transcurre una sucesión de eventos que conforman al individuo como tal, un constante alterarse, adaptarse y aprender del entorno en el que este se desarrolla. Gran parte de la identidad viene dada por los efectos que las vivencias particulares y la experiencia de estas ejercen sobre ella, sean conscientes o no.

No obstante, el contenido de la identidad no apunta únicamente al pasado. La identidad participa de un carácter constitutivamente humano, a saber, es proyectiva, se esboza a sí misma en el futuro, para adaptar el curso de acción al presente. No está configurada solo por cuanto le aconteció y la compuso como lo que es, sino que, la mera posibilidad del mañana, hace que oriente su presencia hacia eventos venideros. Ese visualizarse en el futuro, afecta al presente, que toma la forma de proyecto, para avocarse a algo diferente de lo que ya es. La identidad no se configura solo en relación al que fue, sino también, y en gran medida, al qué será. No obstante, no quisiera desviarme de la cuestión ahondando en la condición proyectiva del hombre.

En los otros, en el trato con ellos, suceden productos de identidad que no se darían de manera aislada.

En la praxis social, el individuo entra en contacto con otras subjetividades, ante las que se posiciona y con las que se relaciona. El hombre no puede evitar concebirse como perteneciente a una comunidad, por hallarse inevitablemente enculturado. La identidad, por tanto, es también colectiva.

Pero no lo es solo por procesos culturales. En el trato con los otros, entre los múltiples actos mentales que de dicha relación intersubjetiva puedan derivarse, se dan juicios o percepciones de elementos de la propia identidad de los que puedo no estar al corriente. La posibilidad de dejar una huella propia en los otros, que escape a mi conocimiento, extiende la noción de identidad y su condición colectiva quizá más allá de unos márgenes epistémicos deseables. Puedo pensar partes de mí, que solo ven luz en el juicio ajeno, pero que no por ello son menos propias.

Esta peculiar inaccesibilidad de la identidad no se limita a lo referente al hacer social. Tanto el pensar como el actuar individual se ven afectados por elementos inconscientes, que operan entre los conscientes, de manera furtiva. Objetos de origen incierto, quizá fruto de experiencias pasadas, que son de difícil reconocimiento, y cuyo eco resuena en actos y pensamientos, pasando desapercibido la mayor parte del tiempo.

Uno podrá pensarse, captar mediante introspección, quizá lo que ya ha hecho de sí, y por qué no, lo que pretenda hacer consigo. No obstante, la fluidez de la identidad obligará a reformular constantemente dicha imagen, modulándola según las manifestaciones más inmediatas y recientes. La introspección será siempre necesaria, pero nunca suficiente.

Identidad refiere a algo dinámico, que dista mucho de cualquier tipo de estabilidad objetiva. No es algo hallable, sino más bien captable, en su formarse mismo. En cierto sentido, la propia identidad solo puede ser intuida en la expresión resultante de su propio proceso de creación, en la vida que se confiere al ejecutarse.

No es posible un autoconocimiento certero y global. Por avatares de la propia condición humana, disponemos de un pensar que solo puede tomarse a sí mismo en su propio movimiento, vislumbrando partes de sí en su manifestación, retratándose a partir de ella.

No es aconsejable, pues, tomar la identidad como una sustancia que reposa en un sujeto, ni por algo etéreo u obtuso, escudriñable solo por contemplación interna. Lo que uno es, se expresa también en los actos que lleva a cabo, aquellos en los que se plasma.

Uno es lo que hace, y en ese hacer, se hace. La identidad, por tanto, es un hacer-se. Todo obrar humano es recursivo, ya que lleva implícito el propio hacerse del individuo que lo ejecuta, y que por ello, se ejecuta.

No obstante, quizá no debiera desecharse sin más la existencia de ciertos elementos indentitarios, tan profundamente arraigados que parece obligan a hablar de inclinaciones innatas, ajenas al entorno. Eso que podría llamarse carácter, o al menos una parte de éste, que no fuera fruto de las experiencias vividas.

Algo muy común en la cotidianidad de la identidad, es la imperiosa necesidad de sustantivizar la propia actividad, para enmarcarse en ella, gozando así de la identificación que de esta se deriva. Es decir, situarse dentro de una determinada categoría, estatuto, oficio o forma de vida, para participar de los atributos que comúnmente se predican de ella. Yo soy tal o cual cosa.

Quizá en esa impulsiva categorización, en esa obsesiva enmarcación, se entrevea un reto planteable. Probablemente, el establecimiento de una auténtica identidad pase por la superación de los apelativos que, precisamente por buscar en ellos una definición propia, revierten sobre el sujeto un efecto de reducción y limitación.

La conciencia de ser uno mismo estriba en algo más que identificarse en el ejercicio de una actividad bajo una nomenclatura determinada. A saber, que en este caso, descubrimiento y creación son dos momentos de un mismo proceso.

A diario acontece la manifestación de la propia identidad, en cada acto, por ser ese y no otro, por la infinidad de matices presentes en la acción, en los que se percibe la huella del sujeto, y no solo como ejecutante de los mismos. Uno puede conocerse y captarse en su propio actuar, por incluirse en éste la imprescindible manifestación identitaria.

Al margen de los impedimentos que cada individuo pueda encontrar a la hora de ejercitar su vocación, de ejercer aquello que le permite expresarse en mayor grado, se entreverá un volcamiento del sujeto en su acción, un plasmarse en ella, viéndose reflejado en aquello que hace, por hallarse bañada de sí mismo.

Podría parecer que, extrayendo las consecuencias de éste hilo argumental, uno se ve reducido a su actividad, quedando enclaustrado en los actos concretos y cotidianos que definen su rutina, sin poder llegar a ser nada más que el producto de la actividad en la que más tiempo emplee, su medio de vida, por ser la más presente y constante.

Pero no hay tal problema. Si bien el hombre se hace en su tarea, y el oficio del que depende el propio sustento puede llegar a definirlo en alto grado, conviene recordar que éste se crea a sí mismo en todos y cada uno de sus actos. La libertad de todo sujeto, por mínima que sea, permite a cada cual hacer de sí algo diferente de lo que le venga impuesto por la circunstancia. Un crearse en el acto que conviene sea consciente, para que sea posible ejercer una intervención activa en el transcurso de dicha autoconstrucción.

Por otro lado, no hay tarea más humana que la de preguntar por sí. La constante pregunta por la identidad supone un elemento profundamente constitutivo de la identidad de todo individuo. Por tanto, uno nunca se verá totalmente constreñido y definido por su entorno, en la medida en que el propio preguntar por uno mismo provocará en él efectos difícilmente suprimibles por cualquier dificultad.

Debe tratarse de un preguntar por sí, en acto, que lance una mirada dinámica y atenta, a la altura de las exigencias del objeto que aborda. Un hacerse y conocerse, activo, que propicie el tipo de expresión interna que resulta de, además del actuar, del dejarse reposar sobre uno mismo.

La identidad se manifiesta y crea simultáneamente. En el obrar de cada individuo emerge algo que no es reductible al obrar mismo. Se trata de expresión, del reflejo que cada sujeto percibirá de sí mismo en aquello a lo que se dedica.

La identidad enraíza a lo largo de nuestra historia, proyectos, allegados, comunidad, pensamiento, actos… Pero sobre todo se erige en el presente. Se conforma en un constante despliegue de sí misma, en el que se da vida, por su propio movimiento.

Pregunta por la identidad y creación de la misma se embuclan en un proceso que da lugar al sujeto que presencia su propia circunstancia, fundándose ante ella. 
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