Ortega, la muerte y la ciscunstancia.

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Ortega y Gasset en memoria de Francisco Navarro Ledesma.
En el artículo Ortega y Gasset no pierde ocasión en calmar dignamente los ánimos de una mujer maltrecha, señora de un amigo y admirado Francisco Ledesma - quien calló inmerso en mala circunstancia, y se refiere hacia ella, con el ánimo de lo múltiple, que admirado por la grandeza del autor y su muerte, contempla innegable más de un camino floreciente, cosecha -claro esta- del buen trabajo.


Artículo de Ortega y Gasset para Diario El Imparcial el 14 de septiembre de 1906.
Para la Sra. Doña Eloísa Navarro Ledesma de Cubas.

EL triste adamita pasa en menoscabo al través de la vida llevándose a sí mismo a la rastra: va cargado de afanes y de dolores, más que cargado va rendido so la gravedad de un perenne desencanto. Las ilusiones, las esperanzas se le han caído, como mal prendidos cascabeles, en la primera jornada. Sigue haciendo camino con el ánimo sordo, merced a un impulso oscuro, ciego, impersonal. Un día, entre que el sol sale o no sale, llega sobre el hombre una noche definitiva: se siente hundido en un descanso oscuro, ciego, impersonal. ¡Bebiotai, bebió tai! ¡Ha vivido, ha vivido!—decían entonces los griegos. Los amigos creen por un momento que se han quedado solos: lloran: a la luz de un mezquino sol rojo echan sobre el residuo carnal unos puñados de santa tierra: luego se enjugan las mejillas: por fin, advierten que el fenecido ha traspuesto sus memorias, como una nube el horizonte.

La historia, por lo vieja y por lo irremediable, no nos interesa —dirá alguno—. Vieja sí que lo es, satánicamente vieja, pero ¿irremediable...?
Los grandes pueblos han nacido en torno a las cenizas de sus muertos: Egipto, Grecia, Roma, se han formado en la religión de los difuntos: la energía de estas razas irradiaba de las urnas cinerarias que en la secreta penumbra de todos los hogares latía místicamente como corazones inmortales
Los muertos no mueren por completo cuando mueren: largo tiempo permanecen; largo tiempo flota entre los vivos que les amaron algo incierto de ellos. Si en esta razón respiramos a plenos pulmones y abrimos las puertecillas todas de nuestro sentimentalismo, los muertos entran dentro de nosotros, hacen en nosotros morada y agradecidos, como sólo los muertos saben serlo, déjannos en herencia la henchida aljaba de sus virtudes.
Una conjunción de venturosas circunstancias ha hecho a algunos hombres inmortales; pero esto no quiere decir que no deban serlo también otros. En todo ser hay una virtud, cuando menos, que tiene derecho a ser inmortalizada. -Es injusto e inmoral preguntar de un muerto solo: ¿Qué ha hecho? Hay que preguntar también:
¿Qué ha sido?
Esta es precisamente la labor religiosa impuesta a los que conocieron y sintieron el ardor espiritual de algunos hombres muertos a destiempo y cuyos esfuerzos, rotos por un error de la suerte, permanecen eternamente proyectados sobre el vacío como arcos incompletos, como imágenes frustradas en que las líneas no se cumplen, las dovelas no se aunan y se yerguen sin estatuas los plintos.
Así Navarro Ledesma murió al comenzar su labor constructora; ahí está el bloque de blanco mármol; sobre él dio la mano inspirada unos golpes de cincel; unas confusas líneas marcan sospechas de figuras poderosas, de brazos con músculos tendidos, de torsos egregios, de rostros sugestivos y enigmáticos. Pero el escultor ha muerto; la obra múltiple, honda, sincera, educadora, evangélica, queda por siempre inexplicada, perdida entre los prietos granos de la mole indiferente; so ese mundo nuevo que iba a surgir cae la única manera irremediable de muerte: la de lo que se queda sin nacer.
Dentro de algunos años acaso parezca confuso a una nueva juventud esto de que hoy echemos algunas flores de recuerdo en torno a la memoria de Navarro Ledesma. Su obra, esparcida a todos los vientos en forma de escritos periodísticos, no es su obra: el que quiera sobre esas páginas compuestas sin tiempo, sin esperanza y sin libertad, erigir un juicio, comete una injusticia. El tiempo, la esperanza y la libertad son los tres demiurgos que elaboran los planes del poeta, y los tres faltaron totalmente a Navarro Ledesma por una conjunción de adversas circunstancias.
En la historia del pensamiento aparecen a lo mejor nombres ante los que mostraron gran respeto sus contemporáneos, pero que no dejaron obra sobre que nosotros podamos hoy reconstruir definidamente aquella alma venerable. Sea un ejemplo Sócrates. Pero ¿qué cosa fue Sócrates? Y ved lo que tenemos qué responder: Sócrates fue Platón y Jenofonte, Sócrates es un poco de todos nosotros, que desde hace veinticinco siglos vamos naciendo con unos acordes socráticos dentro de Ia armonía equívoca de nuestro espíritu. Mas para nosotros, Sócrates es una idea que nos enseñó Platón, al tiempo que para este divino filósofo, Sócrates fue una aventura; mejor aún, la aventura, aquel momento de la vida individual que polariza, que cristaliza en forma decisiva el resto de esa vida individual.
Navarro Ledesma fue mi aventura. Tú, señor lector, leerás esta frase con indiferencia, pero es que tal vez no sepas qué hacecillo de abrojos y de amarguras, qué respiradero de inquietudes, qué cúmulo de anhelos dolientes, de dubitaciones, de tanteos desesperados, de ambiciones imposibles, constituye eso que llamaríamos el alma de un español de veinte años. Si lo ignoras, te pido noble respeto ante una cosa que es para ti un misterio, y prometo que alguna vez intentaré aclarártelo.
Navarro Ledesma fue para mí una aventura, porque coexistían en él junto a una agudísima e incansable ideación las dos más altas virtudes modernas: el cumplimiento de los deberes oscuros y el idealismo inmarcesible.
Conforme va el hombre viviendo. múdanse sus pensamientos, quiébranse sus proyectos, entran otros en su lugar, llegan y pasan bramando las pasiones, trastrócanse mil veces las ambiciones, mueren los amigos y los hermanos, sobreviven otros amigos y otros hermanos, todo se estremece y oscila, se trasmuda y huye, se renueva y cambia. En tanto una sola realidad permanece, una sola cosa está sentada a nuestro lado tácitamente y si caminamos hace vía con nosotros: el Deber, pardo, vulgar personaje sin historia. En tanto que fuera y dentro de nosotros sin cesar todo se muda, nosotros tenemos que cumplir con nuestro deber. ¿Qué deber? ¿Ese bello deber de conquistar un reino, de fundar una religión, de decir una verdad atrevida? No, no, esos son llamamientos unipersonales con que Dios regala a algunos hombres y que en el fondo les ensoberbecen. Hablo del deber anónimo, del deber cambiado en cuartos, el de este instante que está frente a nosotros y el de todos los instantes. Es ese deber sin flores y de frutos invisibles, ese deber hospiciano que forma el más hondo sedimento sobre el que se apoya todo el esplendor de la vida social: el deber del trabajo. Navarro Ledesma, que intelectualmente había hecho la vuelta de todas las quitaesencias enfermizas o sabias de la moral nueva, cumplió santamente, un día y otro, con esos deberes oscuros. Aquí tenéis un ejemplo de una de las dos sublimes virtudes democráticas. E l antiguo y conocido campo del Deber es el lugar de liza y de hazañas para los modernos caba- lleros, y cumplir en ese paso honroso de la Obligación, la muestra más cierta de virilidad moderna.
Hay quien espera a entrar en el combate cuando el rey está mirando; hay quien para escribir necesita, como Buffon, unos puños de encaje; hay quien es como Aristo, aquel filósofo galante que disertaba únicamente cuando le llevaban en litera. Hay, en cambio, quien trabaja siempre que es preciso, donde quiera y como quiera.
He llamado idealismo inmarcesible a la otra virtud que había eminentemente en Navarro Ledesma. Tú, señor lector, sabes bien, ¿no es cierto?, lo que es un ideal. El mundo es como es: nosotros quisiéramos que fuera de otra manera, y nos afanamos por lograrlo. Los hombres son injustos; nosotros creemos que la justicia debe hacer entre los hombre su firme nido de cigüeña. Los españoles somos fanáticos: tú y yo creemos que los españoles deben ser tolerantes. Al mundo que es oponemos un mundo que debe ser. Sobre la realidad trabajamos por fundar la idealidad. Este, estado de ánimo en que la idealidad halla siempre amorosa resonancia, es lo que llamo idealismo. La mocedad es siempre idealista: en ella el idealismo es fisiológico y tiene escaso mérito. Pero todos los alientos noblemente excesivos tras cosas ideales suelen agotarse antes de los treinta años en razas cansadas y mujeriegas como la nuestra. La vida es, ante todo, una faena de domesticación y de poda de ilusiones; mas, por lo mismo, es preciso entrarse por ella con pasto abundante en que se cebe, como es preciso en casi todas las enfermedades entrar rollizo para que algo sobrequede a la postre. Una injusticia suscita en un mozo indignación, en un viejo nostalgia de la indignación.
Navarro Ledesma había sufrido mucho, moral y físicamente: su mocedad se había anegado en una labor incesante y rudísima: por eso, habiéndole faltado la juventud ardorosa, pasional, turbulenta, conservó durante toda su vida una juventud más quieta, más armoniosa, más de Clara fuente risueña, pausada y fresca; mantúvose siempre capaz de indignación y de entusiasmo; tuvo, en fin, hasta la muerte, sobre su rostro ancho y reciamente asentado en los hombros esa tierna expresión con dejos melancólicos que conservan en la mirada las vírgenes viejas. Suelen hacernos las desventuras de vidrio, como al licenciado, y no quisiéramos movernos para quebrarnos. De ordinario, en la llamada experiencia, más que aprender nuevas verdades aprendemos el olvido de esas difíciles verdades eternas que nos impulsan a la guerra santa contra la realidad. Por esto sorprende hallar algún hombre en quien luego de años largos de dolor, perdure la exaltación idealista, la segunda virtud democrática, girondina. Nietzsche hubiera llamado a Navarro Ledesma, como se nombraba a sí mismo: «Argonauta del ideal».
No reduzcamos los muertos a las obras que dejaron: esto es impío. Recojamos lo que aún queda de ellos en el aire y revivamos sus virtudes.
¡Resucitemos a los muertos virtuosos de entre los muertos!
Diario El Imparcial, 14 septiembre 1906.


Lectura comentada por Esteban Higueras Galán


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