Lectura de Friedrich Nietzsche en Homero y la filología clásica. | ||||
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Introducción: Filología (del latín philologĭa y del griego
φιλολογία, “amor o interés por las palabras”). La filología clásica se ocupa del estudio de las palabras, de su perceptuación y conceptuación, de como en la época antigua se percibían los textos escritos y qué significado podía ser extraído , es decir, el filólogo intenta reconstruir, lo más fielmente posible, el sentido original de los mismos con el respaldo de la cultura que los anunció. |
No existe en nuestro tiempo un estado de opinión concreto y unánime sobre la filología clásica. Tal es el sentir que predomina en los círculos de personas ilustradas, así como entre los jóvenes que se contraen al estudio de esta ciencia. Y la causa estriba en el carácter vario de ella, en la falta de unidad conceptual, en el carácter de agregado inorgánico de las diferentes disciplinas científicas que la componen y que sólo aparecen unidas por el nombre común de filología. Debemos confesar honradamente que la filología vive del crédito de varias ciencias, y es como un elixir extraído de raras semillas, metales y huesos, y que además oculta en sí misma elementos artísticos, estéticos y éticos de carácter imperativo que se resisten obstinadamente a una sistematización científica. Tanto puede ser considerada como un trozo de historia, como un departamento de la ciencia natural o como un trozo de estética: historia, en cuanto quiere reunir en un cuadro general los documentos de determinadas individualidades nacionales y hallar una ley que sintetice el devenir constante de los fenómenos; ciencia natural en cuanto trata de investigar el más profundo de los in tintos humanos: el instinto del lenguaje; estética, por último, porque de la antigüedad general quiere estudiar aquella antigüedad especial llamada Clásica, con el propósito de desenterrar un mundo ideal sepultado, presentando a los contemporáneos el espejo de los clásicos como modelos de eterna actualidad. El hecho de que elementos tan heterogéneos, allegados de distintas ciencias, y de un carácter tan ético como estético hayan sido agrupados bajo un nombre común, constituyendo una especie de monarquía, puede explicarse por la circunstancia de que la filología en sus comienzos, ha sido siempre una disciplina pedagógica. Desde el punto de vista pedagógico se le ofrecían al hombre de ciencia una serie de valores -docentes y de elementos formativos preciosos, y así, bajo la presión de las necesidades prácticas, se ha ido formando esa ciencia, o mejor dicho, esa tendencia científica que llamamos filología. Las diferentes tendencias fundamentales mencionadas han ido apareciendo en determinadas épocas, más acentuadas unas veces que otras, según el grado de cultura y el desarrollo del gusto de cada período; y también cada uno de los profesionales que con su aportación personal contribuía a la formación de esta ciencia la teñía del color particular de su visión especializada, hasta el extremo de que el concepto de la filología en la opinión pública era en cada momento dependiente y tributarlo del que la cultivaba. Ahora, es decir, en un tiempo en que cada una de las ramas de la filología ha sido cultivada por una personalidad eminente, reina una general incertidumbre, y a la vez un cierto escepticismo, en los problemas filológicos Esta indecisión de la opinión pública afecta a una ciencia tanto más cuanto que sus enemigos pueden trabajar con mayor éxito. Y los enemigos de la filología son numerosos. ¿Dónde no hallar al sempiterno burlón, apercibido siempre para dar algún alfilerazo al topo filológico, ese ser aficionado a tragarse el polvo de los archivos, a desmenuzar una vez más la gleba triturada cien veces por el arado? Mas para esta clase de adversarios la filología es un pasatiempo inútil, inocente e inofensivo; un objeto de burla, no de odio. En cambio, anida un odio invencible y enconado contra la filología allí dondequiera que el ideal es tenido como tal ideal, allí donde el hombre moderno cae en beata admiración de sí mismo, allí donde la cultura helénica es considerada como un punto de vista superado, y, por lo tanto, indiferente. Frente a estos enemigos, nosotros los filólogos debemos contar con la ayuda de los artistas y de las naturalezas artísticas, únicas que pueden comprender que la espada del bárbaro se cierne siempre sobre aquellas cabezas que tienen todavía ante sus ojos la inefable sencillez y la noble dignidad del helenismo, y que ningún progreso, por brillante que sea, de la técnica y de la industria; ningún reglamento de escuela, por muy acompasado que esté a los tiempos; ninguna formación política de la masa, por extendida que esté, nos puede proteger contra los ridículos y bárbaros extravíos del gusto ni de la destrucción del clasicismo por la terrible cabeza de la Gorgona. Mientras que la filología, como ciencia una, es vista con malos ojos por las dos clases citadas de enemigos, hay, en cambio, muchas animosidades de carácter particular procedentes de la filología misma. Son estas luchas de filólogos contra filólogos rivalidades de índole puramente doméstica, provocadas por una estúpida cuestión de rango por celos recíprocos, pero, sobre todo, por la ya referida diferencia, y aun podremos decir que enemistad, de las distintas tendencias todavía no armonizadas que se agitan, mal disimuladas, bajo el nombre de filología.
La ciencia tiene de común con las artes que una y otras ven los hechos cotidianos de una manera completamente nueva y atractiva, como traídas a la existencia por arte de encantamiento, como vistas por primera vez. La vida es digna de ser vivida, dice el arte; la vida es digna de ser estudiada, dice la ciencia. Esta contraposición nos revela la íntima y a menudo desgarradora contradicción contenida en el concepto de nuestra ciencia y, por consiguiente, en la ciencia misma: en la filología clásica. Si nos colocamos frente a la antigüedad desde un punto de vista científico, ya sea que contemplemos los hechos con los ojos del historiador tratando de reducirlos a concepto, ya sea que, como el naturalista, comparemos las formas lingüísticas de las obras maestras antiguas, tratando de someterlas a una ley morfológica, siempre perderemos aquel aroma maravilloso del ambiente clásico, siempre olvidaremos aquel anheloso afán que sólo nuestro instinto estético puede descubrir en las obras griegas. Y aquí debemos poner atención en una de las animosidades más extrañas que la filología tiene que soportar. Aludimos a aquellos con cuya ayuda más parecía que podíamos contar: los amigos artísticos de la antigüedad, los ardientes admiradores de la belleza helénica, que son los que elevan la voz precisamente para acusar a los filólogos de ser los enemigos y destructores de la antigüedad y del ideal antiguo. A los filólogos reprochaba Schiller el haber destrozado la corona de Homero. Goethe, que primeramente fue partidario de las teorías de Wolff, anuncié su decadencia en estos versos,
Vuestra perspicacia, digna de vos,
nos ha eximido de toda veneración,
y confesamos, generosamente,
que la Ilíada es un zurcido.
Que a nadie lastime nuestra defección.
La juventud sabe de sobra
que nosotros la sentimos y pensamos como un todo.
Se supone que en favor de este iconoclasticismo militan profundas razones, y muchos dudan si es que los filólogos en general carecen de capacidad y de sensibilidad artística, siendo incapaces de comprender el ideal, o si en ellos el espíritu de negación les hace seguir una tendencia destructiva. Pero cuando los mismos amigos de la antigüedad clásica ponen en duda el carácter general de la filología clásica contemporánea con tales recelos y dudas, ¿qué influjo no ejercerán los ex abruptos de los realistas y las frases de los héroes del día? Contestar a los últimos, y en este lugar, en presencia de las personas aquí congregadas, sería inoportuno , como no se me permita dirigirles la pregunta hecha a aquel sofista que en Esparta trató de hacer en público la defensa de Hércules: “¿Quién le acusa?” En cambio, no puedo sustraerme a la idea de que también en este círculo de personas hallan eco algunas veces aquellas objeciones que salen con frecuencia de boca de hombres distinguidos e ilustres y que hasta han hecho mella en el ánimo de un honorable filólogo, abatiendo y atormentando su espíritu, y no precisamente en los momentos de depresión. Para los individuos no hay salvación ante el divorcio descrito; pero lo que afirmarnos y sostenemos es el hecho de que la filología clásica, en su totalidad, en su conjunto, no tiene nada que ver con estas luchas y escrúpulos de sus cultivadores.
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