Lectura de Michel Focault en Vigilar y castigar | ||||
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En Vigilar y castigar Foucoult se esfuerza en mostrar como se han constituido los modernos sistemas de castigo, como las cárceles, el control mediante cámaras y otros dispositivos de control ejercen sus "beneficios" para el castigador "benévolo". |
EL CASTIGO GENERALIZADO
"Que las penas sean moderadas y proporcionadas a los delitos, que la muerte no se pronuncie ya sino contra los culpables de asesinato, y que los suplicios que indignan a la humanidad sean abolidos." La protesta contra los suplicios se encuentra por doquier en la segunda mitad del siglo XVIII: entre los filósofos y los teóricos del derecho; entre juristas, curiales y parlamentarios; en los Cuadernos de quejas y en los legisladores de las asambleas. Hay que castigar de otro modo: deshacer ese enfrentamiento físico del soberano con el condenado; desenlazar ese cuerpo a cuerpo, que se desarrolla entre la venganza del príncipe y la cólera contenida del pueblo, por intermedio del ajusticiado y del verdugo. Muy pronto el suplicio se ha hecho intolerable. Irritante, si se mira del lado del poder, del cual descubre la tiranía, el exceso, la sed de desquite y "el cruel placer de castigar". Vergonzoso, cuando se mira del lado de la víctima, a la que se reduce a la desesperación y de la cual se quisiera todavía que bendijera "al cielo y a sus jueces de los que parece abandonada". Peligroso de todos modos, por el apoyo que en él encuentran una contra otra, la violencia del rey y la del pueblo. Como si el poder soberano no viera, en esta emulación de atrocidad, un reto que él mismo lanza y que muy bien podrá ser recogido un día: acostumbrado "a ver correr la sangre", el pueblo aprende pronto "que no puede vengarse sino con sangre".En estas ceremonias que son objeto de tantos ataques adversos, se percibe el entrecruzamiento de la desmesura de la justicia armada y la cólera del pueblo al que se amenaza. Joseph de Maistre reconocerá en esta relación uno de los mecanismos fundamentales del poder absoluto: entre el príncipe y el pueblo, el verdugo constituye un engranaje; la muerte que da es como la de los campesinos sojuzgados que construían San Petersburgo por encima de (78) los pantanos y de las pestes: es principio de universalidad; de la voluntad singular del déspota, hace una ley para todos, y de cada uno de esos cuerpos destruidos, una piedra para el Estado; ¿qué importa que se descargue sobre inocentes? En esta misma violencia, aventurada y ritual, los reformadores del siglo XVIII denunciaron por el contrario lo que excede, de una parte y de otra, el ejercicio legítimo del poder: la tiranía, según ellos, se enfrenta en la violencia a la rebelión; llámanse la una a la otra. Doble peligro. Es preciso que la justicia criminal, en lugar de vengarse, castigue al fin. Esta necesidad de un castigo sin suplicio se formula en primer lugar como un grito del corazón o de la naturaleza indignada: en el peor de los asesinos, una cosa al menos es de respetar cuando se castiga: su "humanidad". Llegará un día, en el siglo XIX, en el que este "hombre", descubierto en el criminal, se convertirá en el blanco de la intervención penal, en el objeto que pretende corregir y trasformar, en el campo de toda una serie de ciencias y de prácticas extrañas —"penitenciarias", "criminológicas".
Pero en esta época de las Luces no es de ningún modo como tema de un saber positivo por lo que se le niega el hombre a la barbarie de los suplicios, sino como límite de derecho: frontera legítima del poder de castigar. No aquello sobre lo que tiene que obrar si quiere modificarlo, sino lo que debe dejar intacto para poder respetarlo. Noli me tangere. Marca el límite puesto a la venganza del soberano. El "hombre" que los reformadores han opuesto al despotismo de patíbulo, es también un hombre-medida; no de las cosas, sin embargo, sino del poder. El problema es, pues: ¿cómo este hombre-límite le ha sido negado a la práctica tradicional de los castigos? ¿De qué manera se ha convertido en la gran justificación moral del movimiento de reforma? ¿Por qué ese horror tan unánime a los suplicios y tal insistencia lírica en favor de unos castigos considerados "humanos"? O, lo que es lo mismo, ¿cómo se articulan uno sobre otro en una estrategia única, esos dos elementos presentes por doquier en la reivindicación en pro de una penalidad suavizada: "medida" y "humanidad"? Elementos tan necesarios y con todo tan inciertos, que son ellos —confusos y todavía asociados en la misma relación dudosa— los que se encuentran, hoy que se plantea de nuevo, o más bien siempre, el problema de una economía de los castigos. Es como si el siglo XVIII hubiera abierto la crisis de esta economía, y propuesto para resolverla la ley fundamental de que el castigo debe tener la "humanidad" como "medida", sin que se haya podido dar un sentido definitivo a este principio, considerado sin embargo como insoslayable.
Es preciso, pues, referir el nacimiento y la Michel Foucault Vigilar y castigar primera historia de esta enigmática "benignidad". Se encomia a los grandes "reformadores" —a Beccaria, Servan, Dupaty o Lacretelle, a Duport, Pastoret, Target, Bergasse, a los redactores de los Cuadernos o a los Constituyentes— por haber impuesto esta benignidad a un aparato judicial y a unos teóricos "clásicos" que, todavía en el siglo XVIII, la rechazaban, y con un rigor argumentado.
Michel Foucaul -Vigilar y Castigar
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