La Ética no sirve para nada. | ||||
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Este escrito pretende dar respuesta a la recurrente pregunta ¿Para qué sirve la ética? despojando al concepto de sus tópicos y del pesado lastre utilitarista –incluso, mercantilista– que, en opinión del autor, erróneamente le acompaña. |
En este libro, Adela Cortina nos recuerda que “si no tomamos nota de lo cara que sale la falta de ética, en dinero y en dolor… El coste de la inmoralidad seguirá siendo imparable. Y, aunque suene a tópico, seguirán pagándolo sobre todo los más débiles”.Y también con esta cita textual donde la autora da respuesta parcial al enigma planteado (extraída del propio libro, también disponible en el enlace):
Efectivamente, esta época nos depara demasiados ejemplos de las consecuencias de la falta de ética en las conductas de muchas personas con responsabilidades políticas y sociales. Y es preciso recordar que la ética “sirve”, entre otras cosas, para abaratar costes en dinero y sufrimiento en aquello que está en nuestras manos lograr, en aquello que sí depende de nosotros. Y también para aprender, entre otras muchas cosas, que es más prudente cooperar que buscar el máximo beneficio individual caiga quien caiga.
Ninguna sociedad puede funcionar si sus miembros no mantienen una actitud ética. Ni ningún país puede salir de la crisis si las conductas antiéticas de sus ciudadanos y políticos siguen proliferando con toda impunidad. Este libro nos recuerda que ahora, más que nunca, necesitamos la ética.
La ética sirve, entre otras cosas, para recordar que es una obligación ahorrar sufrimiento y gasto haciendo bien lo que sí está en nuestras manos, como también invertir en lo que vale la pena.No se puede encontrar mejor ejemplo del compendio de tópicos asociados habitualmente al término, destacando en especial las referencias a la «falta de ética», la «actitud ética» y las «conductas antiéticas».
Mas allá del exótico, benéfico y un tanto estrafalario efecto colateral de servir para «invertir en lo que vale la pena», el error principal del planteamiento reside en la valoración. Cuando se utilizan comparativos se da por supuesto la existencia de un valor patrón absoluto y universal respecto al cual medir, en este caso, el comportamiento personal. Sólo de esta forma se puede hablar de déficit, de normalidad o de superávit. Si aceptamos que la ética es la colección de atributos personales e intransferibles determinados por el comportamiento –por los actos– del individuo, deberemos aceptar que todos tenemos «nuestra» ética y que ésta «es la que es» y que servir, lo que se dice servir, sólo le sirve al individuo. Y si no que se lo pregunten a Al Capone o a algún imputado por corrupción del que, de acuerdo con mi ética –por lo de la presunción de inocencia–, me abstengo de dar el nombre.
Por lo tanto, no se puede hablar de ética colectiva, excepción hecha de las normas éticas profesionales (médicos, abogados, jueces, etc.) que no hacen otra cosa que establecer el patrón de medida individual en el entorno restringido de su actividad. Por lo tanto, en estos casos, resultaría aceptable hablar de un comportamiento «poco ético» de los miembros de estos colectivos «regulados» y siempre, a título personal.
Pero... ¿y el resto de los mortales? ¿Existe un patrón de medida universal y objetivo? No. Es particular y subjetivo. Y se llama «moral», que se complementa con su desarrollo regulador en forma de Leyes, Reglamentos y Normas, las cuales, en el mejor de los mundos –¿dónde?–, no deberían vulnerar la «moral» al uso. Y la moral es algo tremendamente dinámico, ya que es el reflejo estadístico de la «normalidad» del colectivo y se ve afectada por múltiples factores, por ejemplo, la evolución de la tecnología, la globalización y, en último término, por sus propias costumbres, en una realimentación perpetua. Las pruebas las tenemos a la vista diariamente: burkas, ablación de clítoris, lapidaciones, etc. etc. ¿son antiéticas estas conductas? ¿O, simplemente, no nos gustan? ¿Cuál es y dónde se encuentra el patrón universal?
A la vista de estas reflexiones, una frase como «ninguna sociedad puede funcionar si sus miembros no mantienen una actitud ética» merece, como poco, ser tachada de «superficial». Y no digamos el pretendido efecto de una conducta ética: «abaratar costes en dinero y sufrimiento».
Por terminar: la ética –en sí misma– no sirve para nada. La ética no «se necesita», porque siempre «se tiene». Es consustancial al ser humano y, afortunadamente, no somos clones. Pero esto no es óbice para no reconocer que la moral colectiva puede ser considerada un ascendiente de la ética personal y viceversa. Una sociedad que a través de los medios y de la praxis diaria asiste a la trivialización –o generalización– de la corrupción o de la violencia no es la mejor candidata para generar comportamientos excepcionales –ángeles, cisnes negros o perros verdes– que difieran de la «normalidad» estadística. Solamente mediante la mejora de la «normalidad», es decir, de la moral colectiva, se podrá mejorar el comportamiento de cada individuo, el cual, a su vez, es quien conforma la «normalidad». La pescadilla que se muerde la cola.
Difícil problema, no resoluble con la pretendida «utilidad» de la ética. Se me antoja que los tiros van por la asunción de nuestra importante cuota de responsabilidad individual en todo los que nos sucede. Por abandonar el mimetismo. Por dejar de quejarnos y de esperar que nos lo den todo hecho. Por dejar de ser rebaño y volver a ser individuo. Esto redundará en una mejor «moral» colectiva y, con suerte, con mejores comportamientos individuales, es decir, con una ética ni mejor ni peor, simplemente más ajustada al patrón. Difícil, en suma.
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