En este apartado pretendo exponer algunas de las tensiones que acompañan al debate, es decir, si el sistema de investigación científico y con ello, sus aplicaciones y/o beneficios debe ser considerado un bien público o como un producto científico de índole privada, cuyo último objetivo es el de generar beneficios económicos, y ya puestos, pagar pocos impuestos en buena lógica cultural del capitalismo tardío.
Broncano afirma que el sistema de investigación científica en su desarrollo posterior a la 2ª guerra mundial ha cambiado. Polanyi lo definía como un sistema que se asemejaba a una república, supongo que con una imagen romántica y por tanto falsa del científico sabio distraído y presto a regalar a la sociedad sus conocimientos. Actualmente se asemejaría a una organización empresarial o a una red de empresas, con lo que se habría modificado el programa clásico de la epistemología y la misma filosofía de la ciencia, que según Broncano era un programa de justificación social del conocimiento científico. Según este, el debate estaría en la inserción legítima o justificada del sistema científico- productor en la sociedad. Y a su vez la inserción se podría dar por dos opciones: 1ª, La de considerar la producción científica como parte del sistema de bienes públicos, sometida por tanto a la provisión de los elementos necesarios para su ejecución y a su distribución, que se supone equitativa, y que estaría afectada y regulada por su legitimidad social. 2ª, Considerarla como un producto cultural más, en cuyo caso afectaría a las condiciones previstas en la estructura de la producción científica y afectaría casi exclusivamente a los científicos que la producen, y supongo que a los gustos del mercado que es quien parece que manda en lo cultural.
Sin embargo, gran parte de la sociedad – y no sólo la occidental y capitalista-, detecta un problema que puede ser grave para un reparto equitativo de los conocimientos científicos y sus aplicaciones. Como parece ser que la historia ha encontrado su Finis terrae, en una sociedad de mercado, -con lo que sólo nos queda “regresar socialmente” para volver a completar el círculo histórico, como muestran las resoluciones de los consejos de ministros de la sociedad actual-, el miedo que tiene la sociedad en lo referente a los procesos de investigación y sus aplicaciones cuando son llevados a cabo por empresas/ instituciones privadas, es que si estos se rigen exclusivamente en aras a su comercialización no se difundirían democráticamente, tenderían a precios caros e incluso a “ocultar” los conocimientos para asegurarse su exclusiva comercialización. Jesús Zamora Bonilla, (ZB), expone varios argumentos contra el temor a la privatización de la ciencia[1]. Otro argumento es que la mayor parte de la investigación epistémicamente pura del conocimiento científico se ha realizado ya, con lo que a partir de aquí sólo quedaría su aplicación. Esto parece indicar que en una epistemología del conocimiento, saber por saber no quita que no se quiera o se pueda vivir del conocimiento. La escasez agudiza el ingenio, pero el conocimiento bien aplicado compra la casa, el coche,…
Dentro de este mercado de ideas hay diferencias entre una empresa y un agente productor. La primera utiliza sus conocimientos para poner en el mercado sus aplicaciones, vende la producción, mientras que el “productor científico” suele “regalar” sus productos finales al publicarlos, -incluso renuncian al 70% de derechos de autor-, para que otros productores lo aprovechen en sus investigaciones. El conocimiento básico, debería darse pública y gratuitamente a la sociedad para la formación de los ciudadanos si quiere ser democrática y añadiría otro aspecto positivo de la democratización de la ciencia. ZB asegura que no hay contradicción entre que una actividad sea realizada por el Estado o por el mercado. Los desvaríos que en el mundo han sido, los han cometido tanto las ideologías mal aplicadas como la gestión nefasta y lucrativa de los gestores privados o públicos. Con lo que desde el punto de vista de los contribuyentes, que sería el único válido para ZB, estos optarían por pagar las aplicaciones generadas por parte de una empresa ya que sólo lo haríamos si nos fueran útiles, que pagar con sus impuestos, pretendidos conocimientos cuyas aplicaciones no nos resultaran útiles para una gran mayoría. Esto exige dos condiciones mínimas: Economía de mercado y sistema democrático liberal.
Otro aspecto es quien y como realiza el control del proceso científico, si por referéndum, o por medio de un comité de expertos. Evidentemente el primer caso es inviable, entre otros motivos, porque dos ciudadanos cualesquiera, por ejemplo un ingeniero de montes y un filósofo, no pueden opinar profesionalmente si dotar de un embrague automático o no a un motor de inyección, sea lo que sea un embrague. Con lo que solamente nos quedaría la otra opción, en la que al menos las prácticas, normas, leyes o teorías a aplicar tendrían un consenso general ya que se supone que todos querrían contar con las mismas normas comunes y principios racionales válidos para todos, de manera tal que los indios fueran 1962 y no unos 2003, como el famoso chiste.[2]
La investigación científica está amenazada por la denuncia de falta de objetividad de los científicos, sean estos privados o públicos, por la tesis de los estómagos agradecidos, según la cual estos intentarían contentar a quienes les mantienen económicamente, produciendo como señala ZB, verdades inútiles- poco útiles-, o falsedades útiles-no necesariamente aprovechables-, defendiendo que desde un punto de vista epistémico los científicos tenderán a producir verdades útiles para los consumidores mejor en un sistema de investigación privado por estar encaminado a la producción de conocimiento práctico. El riesgo es como señalé al principio el monopolio del conocimiento y sus aplicaciones, porque en buena lógica empresarial retendrían los conocimientos adquiridos para asegurarse los dividendos el mayor tiempo posible influirían en los ciudadanos al darles las aplicaciones con cuentagotas y no como sería deseable que los intereses de los ciudadanos fueran quienes influyeran en las empresas. Lo contrario a esto, es, y no pocas veces, que la gestión política de la ciencia puede ser perjudicial para la salud y la formación académica de los ciudadanos, como estamos viendo. Feyebarend postulaba que la ciencia debería juzgarse atendiendo a la valoración social de sus consecuencias, es decir, que hubiera tantas formas de ciencia como comunidades lo deseasen, pero esto implica la imposición de paradigmas normativos epistemológicos no convergentes y de difícil control democrático. Si la ciencia es un mercado de ideas, -ZB-, o de hechos científicos, -Latour-Woolgar-, atañe no sólo al aspecto económico, si no al aspecto epistemológico puro. Una concepción mercantil del conocimiento afecta a la realidad misma de este y a su relación con la estructura básica de la sociedad[3]. Broncano propone un deseable pero utópico consenso, sobre la distribución del conocimiento como proceso social rawlsiano. Pero los ciudadanos al optar por lo más “avanzado”, producirían, al menos en términos económicos, el “efecto Mateo” en que el ganador se lo lleva todo. Haría falta que en el proceso de producción del conocimiento se garantizara que los resultados tecnológicos y económicos eficaces, una vez reconocidos y garantizados por los expertos, fueran integrados al alcance de toda la sociedad, pues el acceso al conocimiento y a sus aplicaciones es la mejor garantía de que la ciencia sea democrática, al mismo tiempo que la sociedad con su mayor participación será, obviamente, más democrática. O eso se desea.[4]
[1] En primer lugar, afirma que uno de los aspectos positivos cuando se habla de la democratización de la ciencia atañe a aquellos que se refieren a la conveniencia moral o política de que los beneficios generados por el conocimiento científico y sus aplicaciones sean disfrutados por el mayor número de personas, tesis que suscribiría cualquier contendiente en esta pugna, el pro-público por su justificación social y el pro-privado porque el disfrute de esas aplicaciones le reportaría mayores beneficios al llegar a un mayor número de personas.
[2] Si hay un control por parte del estado, como representante de la democracia, debería estar dirigido más a resultados finales de la investigación que pudieran ser nocivos para la mayoría de los ciudadanos de acuerdo a los estándares sociales y morales de la sociedad.
[3] Si el conocimiento se dirige sólo a generar productos que a su vez generen dinero y este más conocimiento en línea con lo expuesto por Latour y Woolgar, estaría destinado a un proceso monopolizador, tanto económico como epistemológico, que haría casi imposible una distribución de ambos aspectos en la sociedad, al menos de forma democrática
[4] Bibliografía:
Jesús Zamora Bonilla: Ciencia pública- Ciencia privada, La caverna de Platón y los cuarenta ladrones, Mentiras a medias, Cuestión de protocolo, Unos 2003 indios, Filosofía Flotante.Fernando Broncano: La ciencia en la democracia (y viceversa). El lugar de la filosofía de la ciencia. Dar la palabra. Los expertos en democracia deliberativa. A Diéguez. Realismo y epistemología evolucionista. Realismo convergente. Los compromisos del realismo científico.
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