El otro y yo o yo soy el otro
Creo que poner en discusión el hecho que la razón, a través de la
palabra, se constituyó en la hacedora de todo nuestro mundo conceptual,
incluyendo la noción de hombre, es innecesario. Convirtiéndose en el fundamento
dominante de nuestra evolución, produjo las mejores y las peores cosas, y lo
ambiguo de su instrumentación estableció reglas, códigos, normas y leyes, que,
como presuntas guías civilizatorias, dieron origen a modos de comportamiento
témporo-espaciales diversos, pero que apuntaban, especialmente en tiempos
recientes, a distintas formas de seguridad, y que
consecuentemente, no hicieron otra cosa que poner límites a la libertad de
la naturaleza humana. Ésta, marcada por concepciones tan distintas como las
expresadas, por ejemplo, por Hobbes y Rousseau, fue considerada y regulada
en consecuencia. A estas ambigüedades no escapó la moral. No pretendo hacer
aquí un abordaje genealógico, sino plantear la cuestión, a debatir, de alguna
derivación moral de esta codificación ética que, como tal, suele tender a
la universalización de sus propósitos. De ninguna manera es la idea
presentar lo conveniente de un mundo desregulado. Sí pretendo señalar que el
arbitrio del sujeto en la selección de sus actos respecto del otro, se diluye
en la heteronomía de esos códigos, sin excluir de esto la producción cultural
de lo que llamamos mandatos superyoico. El apego, casi incondicional, a esas
normativas, nos desplaza de la perspectiva de ese otro en su versión más
singular.
Surgió,
entonces, la reflexión sobre la cuestión de cuál es la manera
como pensamos nuestra relación con él. Zygmunt Bauman nos propone la
existencia de un yo responsable por sí mismo., con autonomía previa y
fundante en el campo moral, y la natural existencia del otro. O sea el otro y
yo, una ecuación conjunta y no disyunta. Nuestra existencia y la de quién no
siendo yo, es más que nuestro semejante o prójimo, es parte de mí, o más
aún, yo soy el otro. Ecuación sin apropiación ni exigencia de
reciprocidad. Un movimiento dialéctico que no persigue ninguna
síntesis yoica que clausure singularidades sino, todo lo contrario,
que acepta y alienta las diferencias que nos sustentan como
individuos. Esta reflexión, que podría ser origen de un debate
ontológico que no voy a promover ahora, también puede, ya en un terreno más
óntico, convocarnos a pensar en nuestras personales actitudes solidarias
o egoístas, generosas o mezquinas, en fin, cómo nos
reconocemos en el vínculo con ese otro, del que somos inexcusables
protagonistas. Oscar H. Oural
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