Las ficciones de la democracia.
Aristóteles sentó las condiciones mínimas de la ciudadanía, a pesar de los pesares de la época, en la que una gran parte de la población estaba excluida: un espacio público, que lo era porque trataba de lo que era común, de lo justo o injusto para una comunidad, la igualdad de principio de todos los que intervenían en ese espacio y el uso de la palabra como ingrediente esencial de su participación, isonomía e isegoría. En estas condiciones los individuos quedaban constituidos como ciudadanos. La condición de ciudadanía no tenía ningún rasgo distintivo, era alguien que participaba en las discusiones de la comunidad y que en este sentido de ente abstracto era intercambiable por otro, vamos, un don nadie, en palabras de Ramón Rodríguez (UCM). Su abstracción es el símbolo de la absoluta igualdad de derechos, porque no estaría formada a partir de ningún rasgo determinado. Sin embargo en este tiempo postdemocrático, según algunos, donde todo es ya, post lo que sea, los hartazgos de la población ante los excesos político financieros y los contextos socio económicos en que han sumido a esta, la ciudadanía, el ser miembro activo de una comunidad política está desapareciendo ante la constatación de que los partidos que deben asegurarla están más atentos a sus intereses que a los de la gente. Dejadez o rebelión, en ambos casos, el ente abstracto desaparece. Ahora la condición de ciudadanía se hace desde algo y contra algo, desde una identidad impuesta o asumida, y contra todo aquello que lesiona los intereses propios y no los de la comunidad. La justicia de lo común, la justicia distributiva de los entes abstractos se convierte en manos de ciudadanos con DNI en preguntar: ¿Qué hay de lo mío?
Desde hace por lo menos una década se manifiestan por doquier los indicios de impaciencia, e incluso de rechazo hacia la democracia. Unos consideran, sin más, que para Europa el “momento democrático” se alcanzó inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, y que ahora estamos en una fase de “pos democracia”, dado que la “fase de la democracia de la posguerra” ya se habría agotado. En conjunto, la impresión parece ser que la democracia como régimen y como actitud está acabada, y que se hace necesario algo nuevo y más adecuado a las nuevas condiciones
Simone, en un artículo publicado en la revista Micro Omega el pasado 2014, señalaba que el aparato institucional de la democracia se tambalea, que hay una crisis general de confianza porque cuando fallan las ficciones verdaderas que sustentan un sistema, es fácil predecir su desmoronamiento. Según él estas son las principales ficciones de la hipótesis democrática.
La primera es la ficción de igualdad: todos los hombres y mujeres son iguales a pesar de las diferencias. Esa idea está en la base de numerosas instituciones (la enseñanza, la justicia, la fiscalidad, la administración...), pero no deja de ser una ficción, puesto que gran parte de las diferencias que hay entre las personas persisten de forma insoslayable. La segunda ficción es la de soberanía popular. La soberanía popular consiste en que el pueblo confiere a un número limitado de personas el poder de gobernarlo según su propia opinión, y tan solo conserva el derecho a valorar su conducta en el siguiente turno electoral. La tercera hipótesis es la accesibilidad universal condicionada: todo el mundo puede acceder a los cargos públicos, con determinadas condiciones, independientemente de sus ingresos, de su nivel de educación, de la actividad que desarrolla, etcétera. Además incluye la ficción de la representatividad del delegado. En virtud de esa ficción, la persona elegida por el pueblo “representa” no ya su propia voluntad sino la del sector del pueblo que la ha elegido. Desde un punto de vista lógico no está claro cómo puede producirse esa transferencia de voluntad, dado que el delegado no tiene, normalmente, la posibilidad de consultar a sus electores sobre todos los asuntos. Lo que ocurre es que cada elector renuncia durante unos años a una parte de su voluntad, con la esperanza de que su representante adivine correctamente su intención al elegirle.
La quinta hipótesis es la de la inclusión ilimitada: puesto que la democracia es expansiva e incluyente, todo el mundo puede refugiarse, establecerse, trabajar, reproducirse en un país democrático.
Si en conjunto esas ficciones dibujan una arquitectura de una generosidad y una envergadura admirables, en la modernidad todas y cada una de ellas han dado lugar a excesos, y se han prestado a manifestaciones extremas. Es obvio que las ficciones que sustentan esa democracia no se cumplen: ni hay isonomía, ni isegoría, no hay acceso a la toma de decisiones y los inmigrantes están a buen recaudo por parte de los gobiernos de turno. Es fácilmente constatable que la ciudadanía está hasta el gorro de comprobar cómo los poderes financieros oligárquicos, algunos de los cuales son fácilmente identificables porque están a la vista de todos con sus logos en las fachadas de los edificios más exclusivos de las ciudades son los que toman las decisiones. Los políticos ya no tienen ni la estética de esconderse de sus connivencias con ellos y conforman, como decía Pareto, con la persistencia de los agregados, sus partidos políticos, verdaderas castas, y quizá lo que es peor, como señala Simoni, la influencia de los que no conocemos, los arcana imperii, el verdadero poder en la sombra.
La respuesta de las masas oscilan entre la abulia de la participación, “son todos iguales” y la proliferación de grupos extremistas a uno y otro lado del espectro político. Lo que le faltaba a una Europa con una vena totalitaria desde su nacimiento. La respuesta de la ciudadanía que se atribuye a sí misma el adjetivo de comprometida, es aprovechar los recursos de la red de redes para creerse que el voto sosegado del clic del ratón desde el sofá de casa, sirve para cambiar las cosas. Como ya vamos comprobando se trata de otra ficción, participan todos, decide uno. Vale.
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