Zapata, humor y entendimiento. | ||||
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Hans-Christian Andersen fue un ingenioso hombre de letras danés, de fino y especialmente inteligente humor. Tal vez, muchos no lo conozcan o no lo recuerden. Aunque es probable que, al mencionar el título de alguno de sus cuentos, se le pueda fácilmente reconocer. Bastará con citar, entre las numerosas y extraordinarias piezas escritas por Andersen, tan solo dos, para que, casi de inmediato, se le considere entre los grandes maestros de la literatura universal. Me refiero a “La Sirenita” –impresa un sinfín de veces– y a “El traje nuevo del Emperador”, también conocido como “El rey está desnudo”. Y es, por cierto, acerca de las enseñanzas que se derivan de manera directa de esta segunda obra que conviene llamar la atención, al momento de expresar la estrecha y, quizá, inseparable relación existente entre la UCV y Pedro León Zapata. |
Sospecho que Zapata debió haber sido un asiduo lector del agudo escritor danés, porque la sutil ironía de Andersen está, sin duda, presente en sus caricaturas, en el humor incisivo e irreverente que inspiraban los trazos que nos obsequiaba, convertidos en viejecitas, botas parlantes, sapos inflados de vanidad y poder o, simplemente, en “coromoticos” y “trinitas”. Y estaba en sus “divagancias”, tanto como en sus lienzos, en sus murales o en sus extraordinarios diseños. El reloj ucevista, por ejemplo, uno de sus íconos esenciales, fue dibujado por don Pedro León una y otra vez. Cada uno es distinto al otro, pero en cada uno de ellos Zapata pone de relieve los múltiples modos, los infinitos segundos, minutos y horas en los que su afanoso y acompasado “tic tac”, campanada a campanada, advierte que “el rey está desnudo”. Un adagio popular recuerda que solo los niños y los locos dicen la verdad. No sin persistencia, Zapata exhortaba, y aún sigue exhortando, a tener el valor de despertar al niño del cuento de Andersen o al Loco Juan Carabina que, en alguna parte de la propia humanidad, vive y aguarda ser invocado.
La Monalisa maneja un taxi, uno de esos modelos europeos, anteriores a los actuales autos de fabricación china o iraní. Su rostro también sonríe de una manera extraña. Pero, a diferencia de La Gioconda de Leonardo, sus ojos no son serenamente seductores. Más bien, revelan una cierta maravilla, un cierto asombro, como si por delante del taxi que conduce pasara de repente el rey en cueros, tratando de hacer creer que va elegantemente vestido. Y es que no son pocas las veces en las que se presupone que lo que se tiene enfrente, en las que nos dejamos arrastrar por vanos prejuicios que ocultan “lo que es”, es decir: la razón. A lo mejor Zapata llegó a pensar que era necesaria más de una Gioconda taxista que, con espontánea sonrisa criolla, nos abriera los ojos y despejara los sentidos. Y, a lo mejor, sería por eso que nos obsequió ese mural que se encuentra estratégicamente ubicado entre la arteria vial más importante de la ciudad y la UCV, es decir, que se encuentra entre muchos taxistas que necesitan pensar y muchos académicos que necesitan conducir, como para que los ojos de los unos y los otros no perdieran de vista el luminoso fulgor del asombro, del maravillarse, con el cual, según Aristóteles, tiene sus inicios el saber. En todo caso, ojalá que estas conjeturas contribuyan a hacer pensar en el hecho de que, a fin de cuentas, la labor de vida de don Pedro León se resume en la idea de compromiso con la verdad, como una traviesa picardía ante las ficciones, como un sorbo de agua cristalina y fresca en medio de los áridos rigores de un desierto que nubla la mente y hace perder el sentido de la realidad y, con ello, la más auténtica capacidad de juicio.
En lo personal, quien escribe debe confesar que tuvo la suerte de conocer a Zapata –si se me permite el indelicado uso de la primera persona– en mi adolescencia. Lo conocí en los años setenta, en los años de la necesaria renovación de los ideales de izquierda, la que pudo liberarse de los dogmas y las versiones dictatoriales y totalitarias, para darse a la tarea de construir un nuevo modo de ser y de pensar, un ser y pensar de una izquierda moderna, sin prejuicios, profundamente democrática y tolerante, amante de la paz y la libertad. Esa izquierda era la que Zapata, Jacobo Borges, Aquiles Nazoa o José Ignacio Cabrujas, entre muchos otros, ayudó a fraguar. Algunos años después, ya en los ochenta, asistí a un concierto de la Orquesta Filarmónica de Venezuela, dirigida por Aldemaro Romero, dedicado a Beethoven, en el Teatro Israel Peña, en El Paraíso. El orador de orden era Zapata, y después de aquella visión tan humana que dio de la vida de Beethoven no tuve alternativa: me convertí en un asiduo seguidor del músico alemán, hasta el día de hoy. Esa se la debo al maestro Zapata. De estudiante universitario tuve el privilegio de reír hasta la comprensión con ese ícono de la cultura ucevista llamado la “Cátedra del Humor”. Y ya en los noventa, en el papel de director encargado de la Dirección de Cultura de la UCV, me correspondió ir al Palacio Municipal a firmar el documento de aceptación de la construcción del Mural de don Pedro León que hoy embellece uno de los costados de la Ciudad Universitaria de Caracas. Ahí pudimos conversar y recordar viejos encuentros. Pero fue también la última vez que lo vi. Lo que vino a continuación es historia reciente. Es la inesperada historia de un país que se ha ido convirtiendo en una sastrería de ficciones, que corta y cose “a la medida” “trajes” habilitantes para pequeños emperadores, o sapos con charreteras. Quedan, sin embargo, las enseñanzas de Zapata, y quedan, por supuesto, los taxistas en la autopista y los universitarios en las academias.
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