Por José rafael Herrera @jrherreraucv
Después de Dilthey –y de la pertinente división que estableció entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu–, sería un despropósito el pretender explicar un determinado fenómeno social aplicándole, de modo mecánico e indiscriminado, conocimientos provenientes de las ciencias naturales. No obstante, algunas consideraciones de carácter metafórico quizá pudiesen contribuir a esclarecer lo que –Vico en mano– ha sido el devenir de la Izquierda en Venezuela, penetrando por, como dice Hegel, el “recuerdo y el calvario” de su tejido celular, es decir, de su mitosis.
La historia de la izquierda en Venezuela se resume en la historia de sus continuos desencuentros. Se dice –incluso, algunos especialistas lo sostienen a pie juntillas– que “eso” de la izquierda no es más que un mito, una ficción creada sobre la base de la disposición o ubicación que hicieran, según sus respectivas tendencias ideológicas, los asambleístas de la Francia revolucionaria. Y, en efecto, si se estaba a favor del régimen, los parlamentarios ocupaban la bancada de la derecha del recinto, respecto del presidio, mientras que si se estaba en contra ocupaban la bancada de la izquierda. A consecuencia de ello, y por simple extensión lingüística, se fue creando la casi inevitable analogía de lo uno y de lo otro: “estar en contra” quiere decir “ser de izquierda”. Desde entonces, la política se hizo espacial, o, en todo caso, la espacialidad penetró en la política. Cuestiones, a fin de cuentas, de fotografía, de estricta positividad. Todo lo cual conlleva a una inevitable interrogante: si la izquierda se hace del poder del Estado, tendrá que estar a favor –y, obviamente, no en contra– de las decisiones y disposiciones que se tenga a bien implementar. En consecuencia, dentro de la Asamblea, ¿dónde se debería ubicar su bancada? Si se ubica a la izquierda del presidio, entonces, y de nuevo por extensión, tendría que estar en contra, en este caso, de las posiciones de su propio régimen, lo cual sería un absurdo. Si, en cambio, estando a favor de sí misma, se ubica a la derecha, entonces ya no sería más izquierda, sino que la izquierda, ahora, se habría convertido nada menos que en su propio antagonista histórico, es decir, en la derecha. Como se podrá observar, los silogismos pueden llegar a ser un asunto muy delicado, preocupante y hasta comprometedor. Uno queda tentado a preguntarse, después de llevarlo a término, si, de hecho, el régimen actual es o no efectivamente de Izquierda. Y cabe la posibilidad de que, a un cierto punto de su continua producción celular, de su continuo “tejer”, la llamada “mitosis típica” devenga atípica, con lo cual las células afectadas terminan por corromper su propio organismo.
En todo caso, el desencuentro persiste. El hecho mismo de “estar en contra” pone en evidencia una condición sospechosa, que bien podría ocultar las razones de fondo que motivan semejante disposición. No pocas veces en la historia han sido el resentimiento, el odio social, el deseo de llegar a ser lo que no se es e, incluso, el más craso desconocimiento, los elementos que han servido como dispositivo, oculto tras un ropaje de bonhomía carismática, para conquistar “el cielo por asalto”, sin que, en realidad, existan argumentos de fondo y sustancia conceptual que justifiquen “el proceso de cambios”. No se puede seguir confundiendo a Marx –filósofo de impecable formación teorética y de indudable profundidad conceptual– con los capitostes de los totalitarismos mesiánicos, por cierto, “de izquierda”, llámense Stalin, Mao o Fidel, ni mucho menos “Maisanta”, cuyas expresiones de poder, siempre en tonos verde oliva, ponen de relieve sus auténticas inclinaciones, en extremo antagónicas respecto de Marx y del resto de los teóricos del pensamiento socialista occidental, a quienes gustan adulterar y convertir en vulgares estampillas.
Un adolescente observa las injusticias sociales, la exacerbación de los privilegios de cierta gente, el atropello, la censura y la corrupción galopante en un país. Entonces, decide asumirse de izquierda y luchar, junto con sus compañeros, por la superación de todos esos morbos. En el camino, y con los años, ha asistido a la incontable derrota de sus sueños, hasta que, finalmente, surge el “líder carismático” que hará realidad dichos sueños y pondrá punto final a la pesadilla. Pero, a medida que pasa el tiempo y el “líder” se consolida en el poder, su decepción va in crescendo y, no sin pesar, asiste al desvanecimiento de sus sueños de juventud. Sólo que ahora es tarde. No sabe cómo regresar, cómo confesarles a los viejos compañeros de lucha que el camino seguido, trazado por el supremo “comandante”, ha terminado en un “legado” de miserias, despropósitos, pérdida de toda libertad y en un modo de gobierno signado por la corrupción, el resentimiento y el despotismo. En suma, una auténtica metástasis. Es el momento de “el alma bella”, de la impotente figura de la conciencia que ha llegado a comprender que vive en una situación irresoluble, desgarrada, entre la cruda realidad y la fidelidad a los ideales, condenado por el peso de sus prejuicios y la indecisión.
No menos curiosa resulta la figura de quien asumió los ideales de izquierda con fogoso extremismo juvenil y, al entrar en contacto con “las necesidades humanas de carácter secundario”, se transforma, como por arte de magia, en un extremista de derecha. No se trata de un asunto moral. Tampoco es una cuestión de mera “conversión”. Más simplemente, se trata de quien se inclina por los extremos, poniendo de relieve su sí mismo, su auto-confirmación, su fanatismo tout court. Son ellos, no obstante, los más peligrosos y menos confiables, dentro del tejido celular de esa abstracción llamada “izquierda”. Quizá no por defecto de moralidad sino por exceso. Son quienes, envueltos por sus dogmas, concebirían a Torquemada como un auténtico bolchevique.
La “mitosis” de la izquierda. | ||||
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En el campo de las ciencias médicas y, más específicamente, en el de los estudios de anatomía patológica, se denomina “mitosis” a la acción que reparte equitativamente la información hereditaria que se encuentra en el ADN. Mitosis es palabra griega, que se traduce por “tejer”. Y, de hecho, tejer es la labor de entre-lazar, de tramar cuerdas, de volver, una y otra vez, a hilar o, lo que es igual, a re-cordar: volver a juntar las cuerdas. Hay algo religioso, después de todo, en esto, si se toma en cuenta el hecho de que la religión es, por su propia definición, un re-ligare, un volver a tejer. Pero, en todo caso, el acto de tejer comporta siempre el de un re-cuerdo que, pacientemente urdido, termina por crear el propio en-tramado. Y es eso, por cierto, lo que constituye el significado más hondo del concepto de acción mitótica o “transmisión de información hereditaria”, a saber: nada menos que el fundamento mismo de toda especie. |
Después de Dilthey –y de la pertinente división que estableció entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu–, sería un despropósito el pretender explicar un determinado fenómeno social aplicándole, de modo mecánico e indiscriminado, conocimientos provenientes de las ciencias naturales. No obstante, algunas consideraciones de carácter metafórico quizá pudiesen contribuir a esclarecer lo que –Vico en mano– ha sido el devenir de la Izquierda en Venezuela, penetrando por, como dice Hegel, el “recuerdo y el calvario” de su tejido celular, es decir, de su mitosis.
La historia de la izquierda en Venezuela se resume en la historia de sus continuos desencuentros. Se dice –incluso, algunos especialistas lo sostienen a pie juntillas– que “eso” de la izquierda no es más que un mito, una ficción creada sobre la base de la disposición o ubicación que hicieran, según sus respectivas tendencias ideológicas, los asambleístas de la Francia revolucionaria. Y, en efecto, si se estaba a favor del régimen, los parlamentarios ocupaban la bancada de la derecha del recinto, respecto del presidio, mientras que si se estaba en contra ocupaban la bancada de la izquierda. A consecuencia de ello, y por simple extensión lingüística, se fue creando la casi inevitable analogía de lo uno y de lo otro: “estar en contra” quiere decir “ser de izquierda”. Desde entonces, la política se hizo espacial, o, en todo caso, la espacialidad penetró en la política. Cuestiones, a fin de cuentas, de fotografía, de estricta positividad. Todo lo cual conlleva a una inevitable interrogante: si la izquierda se hace del poder del Estado, tendrá que estar a favor –y, obviamente, no en contra– de las decisiones y disposiciones que se tenga a bien implementar. En consecuencia, dentro de la Asamblea, ¿dónde se debería ubicar su bancada? Si se ubica a la izquierda del presidio, entonces, y de nuevo por extensión, tendría que estar en contra, en este caso, de las posiciones de su propio régimen, lo cual sería un absurdo. Si, en cambio, estando a favor de sí misma, se ubica a la derecha, entonces ya no sería más izquierda, sino que la izquierda, ahora, se habría convertido nada menos que en su propio antagonista histórico, es decir, en la derecha. Como se podrá observar, los silogismos pueden llegar a ser un asunto muy delicado, preocupante y hasta comprometedor. Uno queda tentado a preguntarse, después de llevarlo a término, si, de hecho, el régimen actual es o no efectivamente de Izquierda. Y cabe la posibilidad de que, a un cierto punto de su continua producción celular, de su continuo “tejer”, la llamada “mitosis típica” devenga atípica, con lo cual las células afectadas terminan por corromper su propio organismo.
En todo caso, el desencuentro persiste. El hecho mismo de “estar en contra” pone en evidencia una condición sospechosa, que bien podría ocultar las razones de fondo que motivan semejante disposición. No pocas veces en la historia han sido el resentimiento, el odio social, el deseo de llegar a ser lo que no se es e, incluso, el más craso desconocimiento, los elementos que han servido como dispositivo, oculto tras un ropaje de bonhomía carismática, para conquistar “el cielo por asalto”, sin que, en realidad, existan argumentos de fondo y sustancia conceptual que justifiquen “el proceso de cambios”. No se puede seguir confundiendo a Marx –filósofo de impecable formación teorética y de indudable profundidad conceptual– con los capitostes de los totalitarismos mesiánicos, por cierto, “de izquierda”, llámense Stalin, Mao o Fidel, ni mucho menos “Maisanta”, cuyas expresiones de poder, siempre en tonos verde oliva, ponen de relieve sus auténticas inclinaciones, en extremo antagónicas respecto de Marx y del resto de los teóricos del pensamiento socialista occidental, a quienes gustan adulterar y convertir en vulgares estampillas.
Un adolescente observa las injusticias sociales, la exacerbación de los privilegios de cierta gente, el atropello, la censura y la corrupción galopante en un país. Entonces, decide asumirse de izquierda y luchar, junto con sus compañeros, por la superación de todos esos morbos. En el camino, y con los años, ha asistido a la incontable derrota de sus sueños, hasta que, finalmente, surge el “líder carismático” que hará realidad dichos sueños y pondrá punto final a la pesadilla. Pero, a medida que pasa el tiempo y el “líder” se consolida en el poder, su decepción va in crescendo y, no sin pesar, asiste al desvanecimiento de sus sueños de juventud. Sólo que ahora es tarde. No sabe cómo regresar, cómo confesarles a los viejos compañeros de lucha que el camino seguido, trazado por el supremo “comandante”, ha terminado en un “legado” de miserias, despropósitos, pérdida de toda libertad y en un modo de gobierno signado por la corrupción, el resentimiento y el despotismo. En suma, una auténtica metástasis. Es el momento de “el alma bella”, de la impotente figura de la conciencia que ha llegado a comprender que vive en una situación irresoluble, desgarrada, entre la cruda realidad y la fidelidad a los ideales, condenado por el peso de sus prejuicios y la indecisión.
No menos curiosa resulta la figura de quien asumió los ideales de izquierda con fogoso extremismo juvenil y, al entrar en contacto con “las necesidades humanas de carácter secundario”, se transforma, como por arte de magia, en un extremista de derecha. No se trata de un asunto moral. Tampoco es una cuestión de mera “conversión”. Más simplemente, se trata de quien se inclina por los extremos, poniendo de relieve su sí mismo, su auto-confirmación, su fanatismo tout court. Son ellos, no obstante, los más peligrosos y menos confiables, dentro del tejido celular de esa abstracción llamada “izquierda”. Quizá no por defecto de moralidad sino por exceso. Son quienes, envueltos por sus dogmas, concebirían a Torquemada como un auténtico bolchevique.
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