El lenguaje del desgarramiento por @jrherreraucv. | ||||
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Tomar prestada una frase de Hegel, con el propósito de desafiar la inteligencia y, en caso de lograrlo, contribuir con la propia comprensión del momento actual del país, siempre es un riesgo: “En esta arrogancia que supone haber cambiado un yo mismo ajeno por un plato de lentejas y haber obtenido así el sojuzgamiento de su esencia más íntima –dice Hegel–, (la riqueza) pasa por alto el sacudimiento completo de todas las trabas, este puro desgarramiento en el que, habiendo devenido plenamente desigual la igualdad consigo misma del ser para sí, todo lo igual, todo lo subsistente, es desgarrado, y que, por consiguiente, desgarra sobre todo la suposición y el punto de vista del benefactor”. |
Hay gente a la que no le gusta mucho que se diga desafiar la inteligencia. Les aterra el hecho de ser descubiertos en su impotencia para producir pensamientos y, entonces, simulan, mientras acarician insistentemente su “diente roto” y ponen cara de conductor con hambre, bamboleándose cómodamente en su propio “chinchorreo” mental, que los caracteriza. Eso sí: se han convertido, con los años, en auténticos expertos en el aparentar y, por eso mismo, se han habituado a poner su “cara de interés” en el complejo asunto, sea cual fuere, a la espera de que, en el momento más indicado, y con un poco de suerte, o bien se pueda “cambiar el tema” y pasar a cosas “más interesantes” o hacer como esos personajes de los “cómics” que a la primera oportunidad huyen, unas veces “hacia la derecha” u otras “hacia la izquierda”. Son esos los que nunca llegarán a comprender que, precisamente, “el lenguaje del desgarramiento es el lenguaje completo y el verdadero espíritu existente de este mundo total de la cultura”. Hay, sin embargo, otros más sinceros: son los que abiertamente, y sin ningún tipo de miramiento, se hayan convencidos de que hay que sospechar de todo aquel que piense demasiado. Con el sensus comunis ya es más que suficiente. Son “peligrosos” –dirán– y, acto seguido, declararán su desprecio y hasta perseguirán cual epidemia las ideas que puedan brotar de “ese tipo de gente”, a la que le gusta “buscarle la quinta pata al gato”.
“Es necesario que ese cerebro deje de funcionar por lo menos durante diez años”, dijo Mussolini, refiriéndose a Antonio Gramsci. Acto seguido, mandó encarcelarlo, hasta que, sumido en un sinnúmero de enfermedades, a consecuencia del propio encarcelamiento al que fue sometido, murió. Para satisfacción del líder del fascismo italiano, el cerebro de Gramsci dejó de funcionar. No obstante, y para su insatisfacción, Gramsci fue el autor de los Quaderni del carcere, los Cuadernos de la cárcel, que terminaron por convertirse en una de las columnas principales del más pulcro y distinguido pensamiento social-democrático occidental de posguerra. Las ideas tienen el riesgo de convertirse en fuerza material, una vez que penetran en las mayorías. Y, para todo aquel que desprecia el pensamiento, se traducen en un peligro latente, tanto para sí mismo y sus secuaces más cercanos como para los intereses que hayan creado, por lo menos, a mediano plazo. Tarde que temprano.
Para todos los que dicen “saber” acerca del inminente peligro de las ideas –y, por ende, de los valores que ellas propician– las llamadas “sociedades del conocimiento” son cuerpos de sumo cuidado. Hay, en consecuencia, que impedir que esos centros en los que se enseña a pensar y se producen los más diversos conocimientos, esos locus, esos “recintos” en los que, por lo demás, la gente aprende el valor de ser autónomos, funcionen debidamente. Hay que buscar el modo de mostrar que son peligrosos, que en ellos pululan los enemigos del auténtico “progreso” y “desarrollo” político y social del país, que son ellos los que generan convicciones “antipatrióticas” o “pitiyanquis” y alimentan ideas que terminan generando “guerras”, unas veces “mediáticas”, otras veces políticas y muchas otras veces “económicas”. Son los verdaderos “enemigos del pueblo”, de la humilde sabiduría ancestral del curandero, del cultor popular, del folklore, del campesino, del soldado, del trabajador y, por supuesto, del motorizado. En fin, son los “blanquitos”, los “golpistas”, los enemigos jurados de esa suerte de etiqueta a la que se ha dado en llamar, sobre todo en los últimos tiempos, el “compatriota”. Ese tipo de centros son, en realidad, cultivos de “el mal”, y, por eso, deben ser extirpados, liquidados, aniquilados, hasta convertirlos en auténticas expresiones de “nuestras” más puras y nobles raíces, enriquecidas con el más sano de los sentidos: el sentido común. Eso sí: tienen que ser destruidas de tal modo que parezca que su propia “maldad” las consumió. Con tantos observadores nacionales e internacionales, nadie podrá decir que fueron obligadas a desaparecer. Habrá, pues, que dejarlas morir de mengua. Habrá que irlas asfixiando, estrangulando, poco a poco.
En Venezuela, las universidades atraviesan, históricamente, por su peor momento. Su muerte, una crónica anunciada, parece ser inminente. Sus profesores instructores –título que se otorga después de aprobar una licenciatura y una maestría, y de presentar un concurso de credenciales y luego un concurso de oposición, una prueba escrita y una oral ante un jurado calificador, aparte de ser sometidos a la coordinación de un experto durante un período de dos años– reciben menos de un “salario mínimo”. Aprender a pensar y tener criterios propios ha sido su gran pecado. Eso significa, además, que los jóvenes aspirantes a ser profesores e investigadores, o sea, quienes pretenden contribuir desde sus cátedras y laboratorios con el desarrollo del conocimiento, que –como se ha comprobado– es el único camino real, efectivo, concreto, que garantiza el desarrollo de toda la sociedad en su conjunto, perderán el interés o dejarán de participar en esos centros de enseñanza, porque el incentivo que reciben no les alcanza para formar una familia, porque nunca tendrán una vivienda digna, porque jamás podrán tener su propio vehículo. Se terminarán marchando a otros países, en los que pondrán todo el saber aprendido, y todo el empeño, en función del crecimiento sostenido de otros Estados con más visión y menor mezquindad que el que Venezuela ostenta.
Es el desgarramiento que se vive, aquí y ahora. Menos desarrollo cultural y educativo. Más ignorancia y violencia. El país avanza, quizá sin saberlo, por un precipicio, insensatamente conducido, en sí y para sí, por el lenguaje del desgarramiento.
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