Por @jrherreraucv
Decía el buen Spinoza que la verdadera causa de la superstición, lo que la conserva y dilata, es el temor. De hecho, en el Tratado teológico-político, de 1665, Spinoza se propone denunciar y combatir los prejuicios característicos del fanatismo doctrinario y la superstición, pero, sobre todo, defender las libertad tanto de pensamiento como de expresión, pues, a su juicio, “la libertad de pensar no solamente es compatible con la conservación de la piedad y la paz del Estado, sino que no puede ser destruida sin que, al mismo tiempo, se destruyan la paz del Estado y la piedad misma”. O, en los términos de la dialéctica negativa, la superstición no existiría si las sociedades pudiesen gobernarse “con mente segura” y si el “acaso” –la llamada “fortuna”– siempre les fuese favorable. Pero en la medida en que es mayor la ignorancia de los pueblos, mayor es su superstición, y esta última se sustenta sobre los fundamentos del temor y la esperanza.
Considerada como un sistema, la superstición es la fuente de la esclavitud humana. El ejercicio de la libertad se halla amenazado por ese sistema arrogante y por su desenfrenado deseo de sustentar el poder a toda costa. Desde las altas esferas del dominio político y social se promueve el temor como una carga “natural” con la que hay que aprender a “vivir”. Y, junto al temor, se propicia la esperanza como aquella “conquista” que, algún día, llegará para premiar al sometido, es decir, al hecho de haber llevado sobre los hombros durante tantos años el peso de una existencia miserable. Es esto lo que permite explicar, por ejemplo, que las bandas armadas que generan terror entre los ciudadanos decentes, el acoso contra las universidades autónomas o la persecución contra los medios de comunicación independientes vengan acompañados de discursos y campañas publicitarias alusivas a un futuro promisorio, de paz y prosperidad para todos. Como el papel, “la patria” aguanta todo.
En síntesis, quien tiene miedo porta la esperanza de que el motivo de su miedo desaparezca. Y quien tiene esperanza tiene miedo, porque, del mismo modo, espera que el motivo de sus temores desaparezca. De manera que el temor y la esperanza se retroalimentan recíprocamente. No por casualidad, una de las frases más célebres de Juan Pablo II era aquella que exhortaba a las grandes mayorías a perder el miedo –“no tengas miedo”, decía– y, por ello mismo, las falsas expectativas.
El temor tiene, ciertamente, el propósito de discapacitar, desmovilizar, disfuncionalizar y excluir entre sí a la ciudadanía. En eso consiste la estrategia del sistema de poder que pretende perpetuarse. Los discapacitados, por su propia condición, son heterónomos. En Venezuela, por ejemplo, un ciudadano trata de no salir a las calles por temor a ser asaltado, secuestrado o, en el “mejor” de los casos, agredido. No puede disfrutar de los espacios que le rodean autónomamente. Vive en medio del temor. Por si esto fuese poco, no encuentra ni los medicamentos ni los alimentos ni otros insumos que le son indispensables, como, además, carece de servicios públicos mínimamente dignos. No obtiene lo que quiere. Subsiste entre lo que, tal como un mendigo o un inválido, puede a duras penas conseguir. Del mismo modo, el temor generado por el poder busca paralizar a las mayorías, generando, con ello, una creciente sensación de impotencia, la creencia de que será incapaz de superar la actual situación de crisis, pues el poder, que todo lo domina, es “invencible”.
Los venezolanos viven tiempos de disfuncionalidad orgánica. Carecen de una vida normal. De hecho son testigos de tiempos anormales. Las agresiones a las que se encuentran cotidianamente sometidos; las cifras de homicidios; los más diversos mecanismos de corrupción, a consecuencia de los cuales se impone por doquier el reino de la ineficiencia y la desidia; la brutal escasez, la hiperinflación en puertas, conforman un horizonte propio de una sociedad sitiada, en la cual “lo extraordinario” se ha hecho “cotidiano”, como cínicamente apunta la propaganda del régimen. El trastocamiento de lo anormal como sustituto de lo normal. De nuevo, las cabezas temerosas se doblan ante el poder. La penetración del miedo ha calado en los huesos. Y aún peor, en las mentes.
La gran preocupación de los venezolanos es la de poder salir temprano de sus hogares –convertidos en refugios contra el miedo– para llegar a tiempo a las colas y poder adquirir un pollo, una botella de aceite, un paquete de leche o de harina. Entre tanto, los medios de comunicación masivos, o controlados o en manos del régimen, transmiten la fantasía de cómo, poco a poco, se han ido superando los inconvenientes; cómo, cada vez más, nos acercamos al “reino de Dios en la Tierra”, gracias a la labor continua que lleva adelante un individuo preclaro que, a pesar de que falleció, sigue al frente del timón del barco. La verdad, el barco tiene en su casco no una sino muchas fisuras, y se encuentra a la deriva. En semejantes condiciones, el ambiente social y político cede su paso al “sálvese quien pueda” y, con ello, a la ausencia de espíritu.
En medio del desasosiego, los buenos venezolanos que esperan pacientemente el reacomodo de “las cosas”, la “luz al final del túnel”, se aferran a eso que Hegel define como las “seguridades externas”. Algunos, los más sanos, se concentran en los deportes, o son “fanáticos” de alguna franquicia deportiva en cualquiera de su extensa variedad. Pero si siguen al equipo “criollo” pronto volverán a sentir desesperanza. Y es que el equipo, al final, cayó vencido ante su adversario de turno. No porque sus condiciones o capacidades físicas sean inferiores a las de su rival, sino porque sus técnicas de juego, simplemente, dejan mucho que desear. Pero las técnicas, en este caso, no están muy lejos de las ideas. Expresión o reflejo de la pérdida del “Volksgeist” nacional, la selección, sin saberlo, se encuentra igualmente afectada por el insufrible peso del temor y del poder sobre el uniforme vinotinto.
A los que siguen dogmas sobrenaturales o las más extravagantes creencias en la conexión entre “el más allá” y “el más acá” –piénsese, por ejemplo, en la “corte malandra”–, quizá la conocida y muchas veces mal empleada frase de Marx les permita reconsiderar el hecho de que se trata de un camino peligroso y sin retorno: “opio del –o para el– pueblo”.
El trabajo por hacer, sin duda, es duro. Requiere de mucha decisión e inteligencia. Pero, en todo caso, las generaciones futuras merecen vivir sin este miedo sembrado por un poder, a todas luces, autocrático, militarista y barbárico. “Fascismo rojo”, lo llama el maestro Freddy Ríos, no sin razón. Con el pasar de los días se hace cada vez más necesaria la exigencia de construir una sociedad auténticamente democrática, plural, libre. Sin temor.
Decía el buen Spinoza que la verdadera causa de la superstición, lo que la conserva y dilata, es el temor. De hecho, en el Tratado teológico-político, de 1665, Spinoza se propone denunciar y combatir los prejuicios característicos del fanatismo doctrinario y la superstición, pero, sobre todo, defender las libertad tanto de pensamiento como de expresión, pues, a su juicio, “la libertad de pensar no solamente es compatible con la conservación de la piedad y la paz del Estado, sino que no puede ser destruida sin que, al mismo tiempo, se destruyan la paz del Estado y la piedad misma”. O, en los términos de la dialéctica negativa, la superstición no existiría si las sociedades pudiesen gobernarse “con mente segura” y si el “acaso” –la llamada “fortuna”– siempre les fuese favorable. Pero en la medida en que es mayor la ignorancia de los pueblos, mayor es su superstición, y esta última se sustenta sobre los fundamentos del temor y la esperanza.
Considerada como un sistema, la superstición es la fuente de la esclavitud humana. El ejercicio de la libertad se halla amenazado por ese sistema arrogante y por su desenfrenado deseo de sustentar el poder a toda costa. Desde las altas esferas del dominio político y social se promueve el temor como una carga “natural” con la que hay que aprender a “vivir”. Y, junto al temor, se propicia la esperanza como aquella “conquista” que, algún día, llegará para premiar al sometido, es decir, al hecho de haber llevado sobre los hombros durante tantos años el peso de una existencia miserable. Es esto lo que permite explicar, por ejemplo, que las bandas armadas que generan terror entre los ciudadanos decentes, el acoso contra las universidades autónomas o la persecución contra los medios de comunicación independientes vengan acompañados de discursos y campañas publicitarias alusivas a un futuro promisorio, de paz y prosperidad para todos. Como el papel, “la patria” aguanta todo.
En síntesis, quien tiene miedo porta la esperanza de que el motivo de su miedo desaparezca. Y quien tiene esperanza tiene miedo, porque, del mismo modo, espera que el motivo de sus temores desaparezca. De manera que el temor y la esperanza se retroalimentan recíprocamente. No por casualidad, una de las frases más célebres de Juan Pablo II era aquella que exhortaba a las grandes mayorías a perder el miedo –“no tengas miedo”, decía– y, por ello mismo, las falsas expectativas.
El temor tiene, ciertamente, el propósito de discapacitar, desmovilizar, disfuncionalizar y excluir entre sí a la ciudadanía. En eso consiste la estrategia del sistema de poder que pretende perpetuarse. Los discapacitados, por su propia condición, son heterónomos. En Venezuela, por ejemplo, un ciudadano trata de no salir a las calles por temor a ser asaltado, secuestrado o, en el “mejor” de los casos, agredido. No puede disfrutar de los espacios que le rodean autónomamente. Vive en medio del temor. Por si esto fuese poco, no encuentra ni los medicamentos ni los alimentos ni otros insumos que le son indispensables, como, además, carece de servicios públicos mínimamente dignos. No obtiene lo que quiere. Subsiste entre lo que, tal como un mendigo o un inválido, puede a duras penas conseguir. Del mismo modo, el temor generado por el poder busca paralizar a las mayorías, generando, con ello, una creciente sensación de impotencia, la creencia de que será incapaz de superar la actual situación de crisis, pues el poder, que todo lo domina, es “invencible”.
Los venezolanos viven tiempos de disfuncionalidad orgánica. Carecen de una vida normal. De hecho son testigos de tiempos anormales. Las agresiones a las que se encuentran cotidianamente sometidos; las cifras de homicidios; los más diversos mecanismos de corrupción, a consecuencia de los cuales se impone por doquier el reino de la ineficiencia y la desidia; la brutal escasez, la hiperinflación en puertas, conforman un horizonte propio de una sociedad sitiada, en la cual “lo extraordinario” se ha hecho “cotidiano”, como cínicamente apunta la propaganda del régimen. El trastocamiento de lo anormal como sustituto de lo normal. De nuevo, las cabezas temerosas se doblan ante el poder. La penetración del miedo ha calado en los huesos. Y aún peor, en las mentes.
La gran preocupación de los venezolanos es la de poder salir temprano de sus hogares –convertidos en refugios contra el miedo– para llegar a tiempo a las colas y poder adquirir un pollo, una botella de aceite, un paquete de leche o de harina. Entre tanto, los medios de comunicación masivos, o controlados o en manos del régimen, transmiten la fantasía de cómo, poco a poco, se han ido superando los inconvenientes; cómo, cada vez más, nos acercamos al “reino de Dios en la Tierra”, gracias a la labor continua que lleva adelante un individuo preclaro que, a pesar de que falleció, sigue al frente del timón del barco. La verdad, el barco tiene en su casco no una sino muchas fisuras, y se encuentra a la deriva. En semejantes condiciones, el ambiente social y político cede su paso al “sálvese quien pueda” y, con ello, a la ausencia de espíritu.
En medio del desasosiego, los buenos venezolanos que esperan pacientemente el reacomodo de “las cosas”, la “luz al final del túnel”, se aferran a eso que Hegel define como las “seguridades externas”. Algunos, los más sanos, se concentran en los deportes, o son “fanáticos” de alguna franquicia deportiva en cualquiera de su extensa variedad. Pero si siguen al equipo “criollo” pronto volverán a sentir desesperanza. Y es que el equipo, al final, cayó vencido ante su adversario de turno. No porque sus condiciones o capacidades físicas sean inferiores a las de su rival, sino porque sus técnicas de juego, simplemente, dejan mucho que desear. Pero las técnicas, en este caso, no están muy lejos de las ideas. Expresión o reflejo de la pérdida del “Volksgeist” nacional, la selección, sin saberlo, se encuentra igualmente afectada por el insufrible peso del temor y del poder sobre el uniforme vinotinto.
A los que siguen dogmas sobrenaturales o las más extravagantes creencias en la conexión entre “el más allá” y “el más acá” –piénsese, por ejemplo, en la “corte malandra”–, quizá la conocida y muchas veces mal empleada frase de Marx les permita reconsiderar el hecho de que se trata de un camino peligroso y sin retorno: “opio del –o para el– pueblo”.
El trabajo por hacer, sin duda, es duro. Requiere de mucha decisión e inteligencia. Pero, en todo caso, las generaciones futuras merecen vivir sin este miedo sembrado por un poder, a todas luces, autocrático, militarista y barbárico. “Fascismo rojo”, lo llama el maestro Freddy Ríos, no sin razón. Con el pasar de los días se hace cada vez más necesaria la exigencia de construir una sociedad auténticamente democrática, plural, libre. Sin temor.
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