Tradición de copiarse

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La mala copia por José Rafael Herrera @jrherreraucv

Copiarse (ser-copia) de alguien o de algo, en el sentido de imitarlo, es oficio de vieja data, y no es improbable que sea tanto o, incluso, más antiguo que aquel otro: ese con el cual, según las malas lenguas, tiene sus verdaderos inicios la fundación de la humanidad.


 Lo cierto es que los clásicos griegos –y en especial, Platón y Aristóteles– ya tenían algo más que meras noticias acerca de este auténtico modo de vida, de esta profesión, que consiste en hacer copias; modo de vida que, tal vez –y solo tal vez–, sea menos innoble que el otro. La llamaban –a la labor de copiar, no a la profesión “fundacional”– mímesis (μίμησις), que quiere decir, precisamente, efectuar una imitación, la acción deimitar. Se trata, en efecto, de reproducir un determinado original del modo más parecido o semejante, es decir, lo más “exacto” que se pueda. Todo un plagium.

Y, así, mientras que Platón consideraba al oficio mimético como “copia de la copia de la realidad de verdad”, es decir, como la apariencia meramente sensorial de las imágenes exteriores de las cosas, Aristóteles, en cambio, sostenía que la acción del copista tiene su dignidad poética, porque su función es la de representar las diversas expresiones del quehacer humano. Incluso, llega a afirmar que los hombres aprenden copiando. Según esto, somos, pues, “animales miméticos”.

Claro que, después de todo, hay buenas copias y malas copias. Buenas, como las que exigía Aristóteles: esas que nos dan satisfacción y, por eso mismo, nos acercan a la perfección, toda vez que son el ejemplo de un modelo a seguir. Imitar el estilo literario de un Andrés Bello, de un Cecilio Acosta o de un Juan Antonio Pérez Bonalde, tiene, para Aristóteles, su mérito, su arte. Quizá la mímesis no sea igual a la diégesis, que es la libre creación original. Pero el hecho de emular las grandes figuras, las grandes obras, las grandes experiencias de otros, y el querer reproducirlas lo más fielmente, ya es, para el filósofo de Estagira, una cuestión que conviene valorar y distinguir.

No obstante, hay copias que no son tan meritorias. Son esas las lamentables, las tristes, las no tan poéticas. Son, en una expresión, las malas copias. Y hay verdaderos “especialistas” en la elaboración de copias mediocres. Imitar a Bolívar mediante la superfetación del resentimiento social y la supina mediocridad barbárica. O hacer pasar un 4 de febrero por un 24 de Junio. Y los hay, incluso, peores, como quienes pretenden ser –al decir de Platón– “la copia de la copia” de Bolívar. Un horror. Toda una monstruosidad.

Copiar experiencias revolucionarias de otras épocas y de otras latitudes, como si estas, en realidad, se comportaran igual que un modelo matemático, ya es cosa bastante problemática. Tal vez, los rusos, devenidos soviéticos a partir de 1917, tuvieron como “modelo ideal” la Revolución Francesa de 1789. Y, de algún modo, esa revolución representaba, para ellos, un modo de occidentalizar el Oriente europeo. Claro que sus dirigentes eran plenamente conscientes de que no podían regresar de un modo mecánico a la Bastilla. Pero quizá fue el modelo, el ejemplo a seguir que, sin embargo, y esta vez, en nombre del proletariado y no de la burguesía, asaltaba, otra vez, el poder de los monarcas. Al final, no hubo guillotina sino fusilamiento. En síntesis, y sobre la base de la imitación, los soviéticos, mal que bien, hallaron el modo de incorporarse definitivamente al siglo XX, con lo cual el modelo ideal francés pronto fue sustituido por el modelo ideal soviético, puesto en práctica en una gran parte del hemisferio oriental del planeta. Los resultados –y con ellos sus penurias– son harto conocidos.

Pero “la copia de la copia” ya es otra cosa. La condición “inédita” del llamado “socialismo del siglo XXI” es, a lo sumo, una atroz ficción, únicamente sustentada por un precio del petróleo lo suficientemente elevado como para poder financiar los mayores dislates –y la mayor corrupción– del peor populismo fascistoide, en su versión tropical. Bolívar copiado, pero no como el discípulo ejemplar del Iluminismo francés, sino como el hijo del resentimiento social del mestizaje llanero, estética y magistralmente descrito por Diego Risquez en su film Boves. Marx, discípulo de Hegel, apasionado lector de Shakespeare y de Goethe, agudo filósofo de la historia y del derecho, crítico del socialismo mecanicista y de la economía política, transformado en un vulgar “pran”, en un malandro, en la peor escoria lumpenproletaria. Leído a la sombra de Marta Harnecker y no a la luz de Gramsci, del joven Lukács o de la Escuela de Frankfurt.

Se piensa que las ideas poco o nada tienen que ver con el mundo real. Grave error. Decía el propio Marx que las ideas adquieren fuerza material una vez que se objetivan en las mayorías. Una mala lectura y, por ende, una pésima interpretación de las ideas, es similar a una mala copia. La mitología tercermundista que caracteriza la conformación ideológica de la izquierda latinoamericana, con sus tendencias obsesivamente religiosas, dogmáticas y, a la vez, mediocremente empiristas; su fascinación por las montoneras decimonónicas, por la lectura de manuales y breviarios devenidos catecismos; su ropaje verde oliva con estrellas rojas; la insufrible creencia de que el pensamiento de Bolívar o de Marx se caracterizaban por el antinorteamericanismo, la estatolatría y por una supuesta “igualdad por debajo”, es decir, por la aplastante administración de la pobreza –piénsese en la obsesión por los “controles”–, oculta la patológica idea recurrente por encumbrarse sobre el resto de la sociedad, el ocultamiento del “caudillo” corrupto y promotor de corrupción que se haya instalado en la consciencia de todo tirano.

Pero, hasta aquí, estas líneas se han esforzado por definir solo una mala copia. Y es que definir la mala copia de una mala copia podría contener dos posibles registros de lectura: el primero de ellos es que sería demasiado arduo como para ser expuesto en tan breves líneas. El segundo –y quien escribe se inclina por esta alternativa–: se trata de una auténtica pérdida de tiempo, de una fantochada que, como todo accidente de la historia, estando en el lugar y en el momento inapropiados, tiene los días contados.

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