Barricada (Achtung, Halt!) por @jrherreraucv | ||||
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La barricada es una versión urbana de lo que, en el ámbito militar, se conoce con el nombre de “parapeto”, es decir, un terraplén hecho de piedras o cemento recubierto con arena y precedido por un foso, cuyo propósito consiste no solo en resistir el fuego de la artillería enemiga, sino, además, de impedir –o de obstaculizar– el paso de las tropas que intentan cruzar los límites impuestos, precisamente, por quienes lo han construido. En el caso de la barricada, se trata de un parapeto improvisado en las calles o avenidas de una determinada ciudad, y que debe su nombre a las barricas o recipientes utilizados para la crianza del vino. El lector avezado en la cata vinícola habrá descifrado el lugar de origen de las mismas: la París de 1588, durante el célebre “día de las barricadas”. Más tarde, serán el derrocamiento de Mazzarino, de 1648; las convulsiones previas a le grand révolution, de 1789; las “jornadas de febrero”, de 1848; y, por supuesto, la “Comuna de París”, de 1870.
Con el tiempo, a las barricas se le fueron añadiendo carretas, tablones, gaveras, alambre de púas, vidrio y cuanto material de desecho permitiera cumplir con el objetivo deseado: cerrarle el paso al “enemigo de clase”. De hecho, la popular y archiconocida consigna: “¡No pasarán!”, tiene su génesis, precisamente, en el ambiente de conflicto y delimitación de las fogosas barricadas. Como auténticos escenarios representativos de la lucha callejera, las barricadas terminaron por convertirse en parte constitutiva de los enfrentamientos sociales y políticos de los tiempos modernos hasta nuestros días, y en todo el mundo. De ahí que en la construcción misma de una barricada se ponga en evidencia toda una simbología en sí misma. Todo un imaginario. Un pasquín de los años setenta en Venezuela llevaba por título, precisamente, el nombre de “Barricada”.
Lo cierto es que la representación general que inspira la construcción de una barricada tiene sus fundamentos en la idea de límite, es decir, la idea de trazar una delimitación espacial entre dos términos en confrontación. De modo que, transformadas en elementos conceptuales, estas –las barricadas– pudieran terminar convirtiéndose en códigos de conducta social y hasta en definición de la “lógica” de todo un país. Y, así, desde los límites trazados por una barricada, todas las expectativas de progreso, desarrollo y bienestar de una nación pueden diluirse y rodar “cuesta abajo”, hasta sumergirse por el foso del alcantarillado que ha sido levantado, como parte de la propia barricada mental.
Algún mesiánico e intergaláctico caudillo, del pasado reciente, dio en llamar a las barricadas “guarimbas”, porque, obviamente, llamarlas barricadas hubiese significado poner “el balón del otro lado de la cancha”, dado que, como se sabe, también las canchas deportivas establecen reglas precisas para sus límites. Además, como se trataba no solo de distinguirlas de las “heroicas” barricadas “populares”, sino de minimizar toda eventual irrupción de protesta contra el régimen, el hecho de bautizarlas como “guarimbas” las reducía a un simple juego infantil –la “ere”– en el que la guarimba en cuestión representa una suerte de locus seguro, un free, un “territorio liberado”. Si son “de izquierda” son barricadas. Pero si son “de derecha” son guarimbas. Cabe preguntarse si, por simple extensión ana-lógica de la idea de delimitación, los llamados “puestos de control” o las “alcabalas”, que habituaba instalar el régimen nazi-fascista en lugares “estratégicos” –rodeadas de “miguelitos”, concertinas y sacos de arena, con esos grandes letreros, por cierto, pintados en negro y rojo: Achtung, Halt!, que equivale a decir, tal vez de un modo menos poético, pero sin duda efectivo: “¡No pasarán!” –, ¿eran barricadas o guarimbas?
El amenazante “llegas hasta aquí”, como rígido y perentorio criterio de demarcación, es fascista de principio a fin, y no importa si viene revestido de “heroicas” bambalinas y guirnaldas negras y rojas, con estrellas o con “ojitos” estrellados. Es tan fascista la rigidez, la inflexión, la barrera “infranqueable”, como el primitivo e irracional deseo de agredir, la exaltación de la violencia como modo de vida, el culto a la “acción de las masas” como negación del saber, como exaltación a la mediocridad. En política –y no solo en política– el odio, el resentimiento, el deseo de venganza, son claras expresiones de fascismo, con independencia del lado que se quiera ocupar, a la derecha o a la izquierda del poder. De ahí proviene la evidente relación del fascismo con los carteles del crimen. No se trata de no reconocer el hecho, absolutamente objetivo, de que la violencia ha sido una constante en el decurso de la historia de la humanidad. Se trata, más bien, de propiciar la construcción –via educationis– de una sociedad que dirima sus conflictos “por otros medios”, como dice Clausewitz, cabe decir, y en virtud de la praxis política, del debate abierto y libre, la tolerancia, la cohabitación y el civilizado reconocimiento del otro. Solo de ese modo el espectro de la barbarie fascista quedará sepultado en el recuerdo de la prehistoria humana.
La pretensión de institucionalizar la barricada –sea esta material o mental– como modo de vida, como fundamento del ser y de la conciencia sociales, es contraria al espíritu de cambio, de progreso histórico, de desarrollo de “las fuerzas productivas” de la sociedad. Interpretar las funciones del Estado como una “trinchera” sin fin y concebir a quien protesta como al “enemigo” que debe ser aplastado y reducido a polvo, no es, por cierto, una actitud auténticamente revolucionaria. Como dice Hegel, es un mal revolucionario quien asume la vida como si estuviese inmerso en el “fragor de las barricadas”. La hipostatización hecha por el régimen de sus mitos requiere de un estudio de compleja psiquiatría social. Entre tanto, son justamente esos mitos hipostasiados los que lo mantienen, en este mismo momento, en una auténtica barricada, rodeados, esta vez, por todo un pueblo indignado que les exige aceptar, finalmente, su salida del poder.
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