Preguntas en ciencia y matemáticas |
1. De la innecesaria pugna entre logicistas e intuicionistas: razón e intuición detrás de la creación matemáticas | ||||
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El formalismo es el método que utilizan los matemáticos para conferir a sus resultados de validez y poder así llamarlos teoremas. Pero la matemática es mucho más que su método y tampoco el formalismo es exclusivo. En la matemática trabajan intuiciones, imaginación y algo a lo que yo le llamo magia. No siempre para llegar a alguna aseveración matemática se trabaja por un camino puramente deductivo. Algunas veces sí, pero otras ocurre de otra forma. A veces se parte de una intuición que se intenta probar a través de casos particulares —inducción— y al final los hallazgos han de ser probados de manera deductiva a modo de otorgar a tales intuiciones el estatuto de afirmaciones matemáticas propiamente dichas. Un ejemplo que ilustra bien este hecho se encuentra en la demostración al último teorema de Fermat y en el enunciado mismo del teorema. |
Pierre de Fermat a partir de algunas intuiciones y casos particulares llegó a su enunciado (una generalización sobre las ternas pitagóricas) pero las deducciones necesarias para probar el teorema se construyeron por alrededor de cuatrocientos años hasta que finalmente el enunciado pudo ser demostrado. En geometría esto es mucho más manifiesto; en particular, la parte de los descubrimientos. Supongo que por ello los intuicionistas suelen considerar a la geometría como una rama del saber independiente de la matemática. Por otra parte, como nos avisa Gödel en su teorema de incompletitud, se sabe ya que el pensamiento basado en deducciones hechas con lenguaje —la aritmética— tiene sus limitaciones. Es posible encontrar proposiciones verdaderas pero indemostrables dentro de un sistema formal con suficiente aritmética. ¿Es posible encontrar una conexión entre lo indemostrable en matemáticas y lo infinitamente autorreferenciable en esta ciencia? ¿Lo que carece de realidad empírica es siempre autorreferenciable? En este punto particular viene a mi mente lo siguiente: Reuben Hersh describe a la matemática como la ciencia que estudia objetos ideales con propiedades reproducibles. La belleza es: muchos de estos objetos, sus propiedades y comportamientos, se ajustan a la realidad, parecen describirla. Pero esto no tiene por qué ser extraño, dichos objetos los conocemos a través de actividades mentales hechas por personas. Las personas forman parte de la realidad y yo postulo que en nuestro código genético, en nuestros cerebros, en nuestras nervosidades cerebrales parece haber improntas, marcas, huellas, como sellos, de la realidad. Como si las mentes de algunos —o quizá las de todos— fueran esos escáneres que pueden decodificar el código de barras de la naturaleza. Y cuando se decodifica el código de barras el lenguaje en que sale escrito este código forma parte de ese cuerpo de conocimientos llamado matemática. ¿Pero es realmente un lenguaje? Es algo más que un lenguaje. Es la expresión simbólica, la expresión mental, racional o humana, si se quiere, del comportamiento de la naturaleza, comportamiento que, por ser nosotros parte de esta, puede llegar a ser por nosotros descifrado.
Es más, diré lo siguiente sin tener por ahora cómo probarlo, así que —yo sé— parecerá que brota de mí un cierto platonismo aunque yo creo que no es así: me parece que en nuestros cerebros hay una memoria de la naturaleza, desde su origen y evolución; me parece también que si le aplicamos a dicha memoria —casi como un mapeo— nuestra razón, y unimos a ello los datos que nos brinda la experiencia, entonces podremos tener más pistas acerca del funcionamiento de la naturaleza. Al grado incluso de poder hacer predicciones —conjeturas— sobre su comportamiento. Ahora entiendo por qué de entrada cuando tomaba mis clases de filosofía no me parecía tan dañado Platón cuando decía cosas como que el conocimiento yace durmiendo en nuestras mentes. De modo que, cuando Galileo Galilei afirmaba: «La Filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el Universo, pero no se puede entender si antes no se aprende su lengua, a conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus símbolos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las cuales es imposible entender ni una palabra», me parece que se hallaba cerca de una comprensión amplia si no es que ontológica de lo que es la Matemática. Ahora que, si bien sé que hay otras formas de interpretar a la realidad —las emociones, por ejemplo— tampoco puedo negar que ligadas a todas nuestras facultades está siempre la razón. Le cedo preeminencia a la razón pero no unicidad. Porque, además, por contradictorio que se escuche, la razón también se equivoca. De esto anterior se deduce que lo que yo entiendo por «razón» va más allá de la simple «razón lógica» o de un cálculo racional.
La razón, como aparato mental, incluye la intuición, la imaginación, las operaciones analíticas y la voluntad, y de allí que habría que especificar a qué exactamente nos referimos con la razón cada que hablamos de ella.
Y quiero decir una cosa más: la razón se expresa a través del lenguaje —uno, el que sea— y no deja de ser bien asombroso para mí —cartesiana— cómo para lograr comunicar mis ideas he tenido que elaborar primero algunos razonamientos, algunas construcciones mentales (por eso lo a priori es la razón, esa facultad que nos es intrínseca) homologables a una expresión lingüística. Pregunta. ¿Cuando pensamos hablamos? Y si no hablamos, ¿lo hacemos con imágenes? ¿Sonidos?
Ahora bien, para terminar de exponer cómo entiendo yo el papel de la razón y de las intuiciones detrás del quehacer matemático —que vendrían a ser también instrumentos— voy a traer como ejemplo la creación musical porque creo que lo más parecido a la matemática es la música. Claro que como yo no he estudiado música hasta ahora, incurriré en algunos errores resultado de sólo suponer.
El músico, inspirado por un numen, en algún momento de iluminación crea una melodía. Pero ¿en dónde se crea? ¿Cómo la crea? ¿Dónde la escucha? Yo me imagino, por ejemplo, que muchas personas —como a mí me pasa— escuchan cancioncitas en su cabeza. No pocas veces en mi vida he, digamos, inventado una canción. Pues bueno, yo primero la escucho en mi cabeza y como no sé notación musical por lo regular la melodía se me olvida, salvo que me haya gustado mucho y la grabe en mi celular. El músico la escucha en su cabeza y luego la transcribe en la notación musical apropiada. Pues, bueno, a mí me parece que detrás de esto hay un acto intelectivo, allí se halla operando la razón y la razón, como parece que nos hemos dado cuenta ya, utiliza símbolos —un lenguaje— como vehículo. La razón nos permite plasmar nuestro hallazgo, hacer comunicable nuestra invención.
Si bien por otra parte yo también comparto el rechazo tajante a ese pensamiento univocista según el cual la razón científica es el non plus ultra del conocimiento humano también estoy segura de que la razón científica sabe eso —esa es su ventaja— y que, salvo que sea uno algún empirista lógico a ultranza, o cosa por el estilo, raramente podrías desechar a priori el conocimiento proveniente de otros medios excepto si no existe un lenguaje ad hoc para comunicarlo [3]. De allí que para nosotros los científicos los conocimientos musicales sean distinguibles de otra suerte de conocimientos no falsables a los que no podríamos tildar con el epíteto de científicos. Lo que quiero decir, es que sea como sea, al final, el artista no prescinde de la razón, ni de algún lenguaje, a fin de comunicar su hallazgo.
Pero, si bien es verdad que el simbolismo adoptado es el medio para comunicarlo, también lo es que el creador experimentará, de entrada, alguna emoción previa al hallazgo: la contemplación de una obra pictórica, la lectura a un poema épico, el roce de unos labios, etcétera, que pueda ser motivo suficiente para detonar en él su melodía. Entonces, hay algo allí no razonado —tal vez opere a nivel inconsciente— que nos lleva a la creación de nuestro objeto. Y esto no razonado son, me parece, intuiciones y/o experiencias que en algunos casos vienen acompañadas de alguna carga emotiva. La carga emotiva después apela a la razón y, transformada en lenguaje, logra ser una melodía capaz de producir en sus escuchas los más profundos vértigos. Cada quien experimentará su propio vértigo, pero pocas veces alguien será ajeno al vértigo.
Considero que las personas que decidimos dedicarnos en la vida a estudiar matemáticas o alguna ciencia de las llamadas puras sabemos que detrás de esa elección hay una fuerte componente de disfrute. Y si bien es disfrute resolver una integral —a veces—, como gozar de una buena cátedra en la que un buen maestro te enseña enunciados, teoremas y demostraciones sobre alguna parcela del conocimiento matemático, lo más gozoso es, a mí parecer, la creación matemática. Está bien resolver integrales y esas cosas —y qué triste que se tenga la idea de matemáticos como de contadores, como si todo lo que hiciera uno fueran cuentas y despejes de ecuaciones—, pero lo sustantivo de la matemática, y lo mejor desde mi punto de vista, es la parte creativa. Yo, personalmente, por mi inevitable querer arribar a otros puertos del conocimiento, no he estado tan inmersa en esa parte creativa como en verdad me gustaría estarlo. Pero sí que lo he hecho y puedo decir que es de las cosas más placenteras y más mágicas que he vivido en mi vida. Y cuando uno hace la metacognición de esas cosas —que, muchas veces, se hace en paralelo— es muy clara la forma en cómo, de pronto, se te aparecen especie de intuiciones sobre aquello que estás trabajando. Y es así, de de pronto. Aunque no tan de pronto. Por lo regular previamente ya habías estado en contacto con algo de lo trabajado. Por eso no es raro oír decir a matemáticos cosas como que pudieron encontrar la solución a un problema durante un sueño o cuando lavaban los trastes o estando bajo la regadera. Y lo mismo se ocurren conjeturas, enunciados, entes ideales propios de la matemática. Y esto sucede como por un proceso inconsciente, como por un trabajo de la mente del que uno no es del todo consciente que hace que dichos descubrimientos lleguen como a través de intuiciones. Cuando eso sucede te das cuenta de que aunque en apariencia tu mente estuvo entretenida en otras cosas, lo cierto es que una parte no consciente de esta continuaba resolviendo el problema. Yo por eso he llegado a pensar que la parte más inteligente de mi cerebro es mi inconsciente, ese resuelve lo que mi pobre y enclenque consciente apenas si logra atisbar. En realidad, todo este proceso de parir conocimiento en matemáticas es muy parecido, yo creo, al momento de iluminación previo a la creación de alguna obra musical o de alguna obra artística. Por eso me llega tanto la frase de Karl Weierstrass, que alguna vez referí en algún post de mi blog, que recita: «Es verdad que un matemático que no tenga algo de poeta nunca será un matemático perfecto». Porque un poeta es esencialmente un creador, como lo afirma su etimología. Un artista. La matemática es en sí misma un arte y por su método de validación una ciencia. Aunque más bien yo diría que su método de validación —y lo que por éste se prueba— ha devenido al paso del tiempo, en el corazón de las ciencias puras, método deductivo de elaboración de conocimiento.
El proceso de descubrimiento de aseveraciones matemáticas empieza muy a menudo con una intuición. Luego, se puede apelar a métodos inductivos o a métodos heurísticos con el propósito de ahondar más en ella, en su naturaleza y viabilidad. Luego, se recurre a la razón lógica —su aparato— para validar el descubrimiento o rechazarlo. Así, se llega, por ejemplo, al enunciado de un teorema. La parte de formalización del descubrimiento es en mi opinión más fácil de desmenuzar y comprender puesto que se apela a un simbolismo —un lenguaje— para lograrlo. Aquí intervienen axiomas, postulados, un cálculo deductivo y en suma un sistema formal: un alfabeto, reglas de inferencia, etcétera. En esta parte —la parte de la formalización del conocimiento matemático— hay una que sirve de juntura, de ligazón, con el proceso menos formal y más intuitivo de la Matemática. Y esta parte son los axiomas, conocidos también como enunciados analíticos.
Una comprensión cabal y honesta del quehacer científico no da cabida a dogmas y cuando los ha habido se debe, a mi parecer, a un déficit en la comprensión de este quehacer. Claro que los yerros del juicio nos son harto inherentes, y por eso, los dogmas dentro del quehacer científico no es que sean imposibles. También los hay.
Ahora bien, en cuanto a la posible existencia de métodos de adquisición de conocimiento válido distintos a los que ya se tienen por admitidos, cabe preguntarse, ¿qué clase de conocimientos será posible aprehender con dichos métodos, si es que los hay? Todo lo que pueda uno contestar aquí no serán sino especulaciones y, por eso, internarse en esta clase de preguntas requiere en mi opinión de un mínimo de escepticismo porque, si no se tiene, puede llegarse a caer en el error de asumir como verdadera la existencia de objetos de los que uno podría hipotéticamente suponer la existencia de métodos para su detección, aún no existentes, y por ende, aceptar con anticipo dicha existencia; cuando que, en realidad, lo más sano que uno puede proferir sobre la posible existencia de tales objetos es eso, que uno no puede ni decir que sí existen, pero tampoco que no. En resumidas cuentas, a falta de método, de instrumento para comunicar la cosa, ¿podemos por ello negar a la cosa? No podemos, pero no podemos tampoco aceptarla, mientras no sepamos, mientras no contemos con el medio para asirla.
Este poder —o no poder— no lo veo como prohibición o imposibilidad; lo veo como deber, es decir, como resultado de una elección racional dentro de un paradigma epistémico. Y si bien sé que hay quienes prefieren apelar a su voluntad para aceptar o rechazar la existencia de tales entidades, como si la voluntad las creara o las desapareciera y que entre estas últimas personas —y supongo que lo hacen— hay gente con mucha más apertura para aceptar como válidas todas las posibles elecciones, todas las suposiciones que, sobre un particular, puedan establecerse aun a costa de lo que sea, yo creo que yo todavía ando muy desfasada en relación a este tipo de ideas porque no puedo aceptar que sea con la pura voluntad con la que debiera elegirse cosas. Pero, tontita de mí, en la praxis es así como funciona. Claro que aquí ya es meterse en el debate de ¿qué opera, si es que algo más opera, detrás de la voluntad? Y en consecuencia, ¿qué cosa es la voluntad?
Pero yo quiero volver a la ciencia y no al debate —no por ahora— de la voluntad. Vuelvo para señalar una importante ventaja que le encuentro a la ciencia. La posibilidad de, conociendo su historia, su método, sus límites y sus alcances, apelar a la misma como bastión fundamental para el arribo hacia una civilización más humana, más consciente de sus yerros, más dispuesta a admitirlos para mejorarlos, menos ignorante de la propia ignorancia.
[1] No tiendo a ser indulgente, la ciencia no es mi excepción. No tengo tampoco problemas en aceptar todas las estupideces que se han cometido en aras del progreso científico. Finalmente, la ciencia es un quehacer humano y no se halla por tanto exenta de los dislates típicos de la especie.
[2] Este es un ensayo libre en el que divago ampliamente acerca del quehacer científico y de la creación en matemáticas. Así que aunque el ensayo es muy especulativo y pareciera no llegar a ninguna conclusión irrevocable, se trata no obstante de un acto deliberado: el ensayo está escrito con la intención de evadir conclusiones definitivas.
[3] Aunque tampoco vamos a aceptarlo si no hay algún modo de validación que lo verifique. Quiero decir, no vamos a aceptarlo en tanto que conocimiento probable.
Es más, diré lo siguiente sin tener por ahora cómo probarlo, así que —yo sé— parecerá que brota de mí un cierto platonismo aunque yo creo que no es así: me parece que en nuestros cerebros hay una memoria de la naturaleza, desde su origen y evolución; me parece también que si le aplicamos a dicha memoria —casi como un mapeo— nuestra razón, y unimos a ello los datos que nos brinda la experiencia, entonces podremos tener más pistas acerca del funcionamiento de la naturaleza. Al grado incluso de poder hacer predicciones —conjeturas— sobre su comportamiento. Ahora entiendo por qué de entrada cuando tomaba mis clases de filosofía no me parecía tan dañado Platón cuando decía cosas como que el conocimiento yace durmiendo en nuestras mentes. De modo que, cuando Galileo Galilei afirmaba: «La Filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el Universo, pero no se puede entender si antes no se aprende su lengua, a conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus símbolos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las cuales es imposible entender ni una palabra», me parece que se hallaba cerca de una comprensión amplia si no es que ontológica de lo que es la Matemática. Ahora que, si bien sé que hay otras formas de interpretar a la realidad —las emociones, por ejemplo— tampoco puedo negar que ligadas a todas nuestras facultades está siempre la razón. Le cedo preeminencia a la razón pero no unicidad. Porque, además, por contradictorio que se escuche, la razón también se equivoca. De esto anterior se deduce que lo que yo entiendo por «razón» va más allá de la simple «razón lógica» o de un cálculo racional.
La razón, como aparato mental, incluye la intuición, la imaginación, las operaciones analíticas y la voluntad, y de allí que habría que especificar a qué exactamente nos referimos con la razón cada que hablamos de ella.
Y quiero decir una cosa más: la razón se expresa a través del lenguaje —uno, el que sea— y no deja de ser bien asombroso para mí —cartesiana— cómo para lograr comunicar mis ideas he tenido que elaborar primero algunos razonamientos, algunas construcciones mentales (por eso lo a priori es la razón, esa facultad que nos es intrínseca) homologables a una expresión lingüística. Pregunta. ¿Cuando pensamos hablamos? Y si no hablamos, ¿lo hacemos con imágenes? ¿Sonidos?
Ahora bien, para terminar de exponer cómo entiendo yo el papel de la razón y de las intuiciones detrás del quehacer matemático —que vendrían a ser también instrumentos— voy a traer como ejemplo la creación musical porque creo que lo más parecido a la matemática es la música. Claro que como yo no he estudiado música hasta ahora, incurriré en algunos errores resultado de sólo suponer.
→Abundando más sobre la razón, pero ahora detrás del arte
El músico, inspirado por un numen, en algún momento de iluminación crea una melodía. Pero ¿en dónde se crea? ¿Cómo la crea? ¿Dónde la escucha? Yo me imagino, por ejemplo, que muchas personas —como a mí me pasa— escuchan cancioncitas en su cabeza. No pocas veces en mi vida he, digamos, inventado una canción. Pues bueno, yo primero la escucho en mi cabeza y como no sé notación musical por lo regular la melodía se me olvida, salvo que me haya gustado mucho y la grabe en mi celular. El músico la escucha en su cabeza y luego la transcribe en la notación musical apropiada. Pues, bueno, a mí me parece que detrás de esto hay un acto intelectivo, allí se halla operando la razón y la razón, como parece que nos hemos dado cuenta ya, utiliza símbolos —un lenguaje— como vehículo. La razón nos permite plasmar nuestro hallazgo, hacer comunicable nuestra invención.
Si bien por otra parte yo también comparto el rechazo tajante a ese pensamiento univocista según el cual la razón científica es el non plus ultra del conocimiento humano también estoy segura de que la razón científica sabe eso —esa es su ventaja— y que, salvo que sea uno algún empirista lógico a ultranza, o cosa por el estilo, raramente podrías desechar a priori el conocimiento proveniente de otros medios excepto si no existe un lenguaje ad hoc para comunicarlo [3]. De allí que para nosotros los científicos los conocimientos musicales sean distinguibles de otra suerte de conocimientos no falsables a los que no podríamos tildar con el epíteto de científicos. Lo que quiero decir, es que sea como sea, al final, el artista no prescinde de la razón, ni de algún lenguaje, a fin de comunicar su hallazgo.
Pero, si bien es verdad que el simbolismo adoptado es el medio para comunicarlo, también lo es que el creador experimentará, de entrada, alguna emoción previa al hallazgo: la contemplación de una obra pictórica, la lectura a un poema épico, el roce de unos labios, etcétera, que pueda ser motivo suficiente para detonar en él su melodía. Entonces, hay algo allí no razonado —tal vez opere a nivel inconsciente— que nos lleva a la creación de nuestro objeto. Y esto no razonado son, me parece, intuiciones y/o experiencias que en algunos casos vienen acompañadas de alguna carga emotiva. La carga emotiva después apela a la razón y, transformada en lenguaje, logra ser una melodía capaz de producir en sus escuchas los más profundos vértigos. Cada quien experimentará su propio vértigo, pero pocas veces alguien será ajeno al vértigo.
→Las intuiciones
Considero que las personas que decidimos dedicarnos en la vida a estudiar matemáticas o alguna ciencia de las llamadas puras sabemos que detrás de esa elección hay una fuerte componente de disfrute. Y si bien es disfrute resolver una integral —a veces—, como gozar de una buena cátedra en la que un buen maestro te enseña enunciados, teoremas y demostraciones sobre alguna parcela del conocimiento matemático, lo más gozoso es, a mí parecer, la creación matemática. Está bien resolver integrales y esas cosas —y qué triste que se tenga la idea de matemáticos como de contadores, como si todo lo que hiciera uno fueran cuentas y despejes de ecuaciones—, pero lo sustantivo de la matemática, y lo mejor desde mi punto de vista, es la parte creativa. Yo, personalmente, por mi inevitable querer arribar a otros puertos del conocimiento, no he estado tan inmersa en esa parte creativa como en verdad me gustaría estarlo. Pero sí que lo he hecho y puedo decir que es de las cosas más placenteras y más mágicas que he vivido en mi vida. Y cuando uno hace la metacognición de esas cosas —que, muchas veces, se hace en paralelo— es muy clara la forma en cómo, de pronto, se te aparecen especie de intuiciones sobre aquello que estás trabajando. Y es así, de de pronto. Aunque no tan de pronto. Por lo regular previamente ya habías estado en contacto con algo de lo trabajado. Por eso no es raro oír decir a matemáticos cosas como que pudieron encontrar la solución a un problema durante un sueño o cuando lavaban los trastes o estando bajo la regadera. Y lo mismo se ocurren conjeturas, enunciados, entes ideales propios de la matemática. Y esto sucede como por un proceso inconsciente, como por un trabajo de la mente del que uno no es del todo consciente que hace que dichos descubrimientos lleguen como a través de intuiciones. Cuando eso sucede te das cuenta de que aunque en apariencia tu mente estuvo entretenida en otras cosas, lo cierto es que una parte no consciente de esta continuaba resolviendo el problema. Yo por eso he llegado a pensar que la parte más inteligente de mi cerebro es mi inconsciente, ese resuelve lo que mi pobre y enclenque consciente apenas si logra atisbar. En realidad, todo este proceso de parir conocimiento en matemáticas es muy parecido, yo creo, al momento de iluminación previo a la creación de alguna obra musical o de alguna obra artística. Por eso me llega tanto la frase de Karl Weierstrass, que alguna vez referí en algún post de mi blog, que recita: «Es verdad que un matemático que no tenga algo de poeta nunca será un matemático perfecto». Porque un poeta es esencialmente un creador, como lo afirma su etimología. Un artista. La matemática es en sí misma un arte y por su método de validación una ciencia. Aunque más bien yo diría que su método de validación —y lo que por éste se prueba— ha devenido al paso del tiempo, en el corazón de las ciencias puras, método deductivo de elaboración de conocimiento.
→Concluyendo
El proceso de descubrimiento de aseveraciones matemáticas empieza muy a menudo con una intuición. Luego, se puede apelar a métodos inductivos o a métodos heurísticos con el propósito de ahondar más en ella, en su naturaleza y viabilidad. Luego, se recurre a la razón lógica —su aparato— para validar el descubrimiento o rechazarlo. Así, se llega, por ejemplo, al enunciado de un teorema. La parte de formalización del descubrimiento es en mi opinión más fácil de desmenuzar y comprender puesto que se apela a un simbolismo —un lenguaje— para lograrlo. Aquí intervienen axiomas, postulados, un cálculo deductivo y en suma un sistema formal: un alfabeto, reglas de inferencia, etcétera. En esta parte —la parte de la formalización del conocimiento matemático— hay una que sirve de juntura, de ligazón, con el proceso menos formal y más intuitivo de la Matemática. Y esta parte son los axiomas, conocidos también como enunciados analíticos.
2. Ciencia, ¿qué es?
Ciencia es el conjunto de certidumbres que el hombre a lo largo de los siglos ha logrado alcanzar y también los instrumentos con que las ha alcanzado. Pero estas certidumbres están todo el tiempo —por lo que se ve— sujetas a nuevas interpretaciones ante nuevos paradigmas. Y estas certidumbres lo son para los humanos, porque han sido humanos quienes a través de sus instrumentos las han alcanzado. Los instrumentos por otra parte que ha utilizado la ciencia son grosso modo el método científico y el pensamiento formal. Cabe preguntarse si serán estos los únicos métodos de generación de conocimiento válido. Resultaría muy aventurado decir que no, lo mismo que decir que sí. En todo caso, sea cual sea la respuesta estoy segura que de existir esos métodos, la ciencia terminaría por subsumirlos a la postre en su propio corpus de conocimiento. La ciencia no existe en sí misma y por sí misma y por eso, al menos para mí, es muy odioso quien pretende ver en su alusión un argumento de autoridad. Quien así piensa es porque, posiblemente, está muy lejos de conocer sus métodos y del conocimiento de su origen y su evolución. Pero también por eso mismo, pretender apelar a ella para explicar o justificar cosas, exige de uno de total honestidad y no de una fatua simulación.Una comprensión cabal y honesta del quehacer científico no da cabida a dogmas y cuando los ha habido se debe, a mi parecer, a un déficit en la comprensión de este quehacer. Claro que los yerros del juicio nos son harto inherentes, y por eso, los dogmas dentro del quehacer científico no es que sean imposibles. También los hay.
Ahora bien, en cuanto a la posible existencia de métodos de adquisición de conocimiento válido distintos a los que ya se tienen por admitidos, cabe preguntarse, ¿qué clase de conocimientos será posible aprehender con dichos métodos, si es que los hay? Todo lo que pueda uno contestar aquí no serán sino especulaciones y, por eso, internarse en esta clase de preguntas requiere en mi opinión de un mínimo de escepticismo porque, si no se tiene, puede llegarse a caer en el error de asumir como verdadera la existencia de objetos de los que uno podría hipotéticamente suponer la existencia de métodos para su detección, aún no existentes, y por ende, aceptar con anticipo dicha existencia; cuando que, en realidad, lo más sano que uno puede proferir sobre la posible existencia de tales objetos es eso, que uno no puede ni decir que sí existen, pero tampoco que no. En resumidas cuentas, a falta de método, de instrumento para comunicar la cosa, ¿podemos por ello negar a la cosa? No podemos, pero no podemos tampoco aceptarla, mientras no sepamos, mientras no contemos con el medio para asirla.
Este poder —o no poder— no lo veo como prohibición o imposibilidad; lo veo como deber, es decir, como resultado de una elección racional dentro de un paradigma epistémico. Y si bien sé que hay quienes prefieren apelar a su voluntad para aceptar o rechazar la existencia de tales entidades, como si la voluntad las creara o las desapareciera y que entre estas últimas personas —y supongo que lo hacen— hay gente con mucha más apertura para aceptar como válidas todas las posibles elecciones, todas las suposiciones que, sobre un particular, puedan establecerse aun a costa de lo que sea, yo creo que yo todavía ando muy desfasada en relación a este tipo de ideas porque no puedo aceptar que sea con la pura voluntad con la que debiera elegirse cosas. Pero, tontita de mí, en la praxis es así como funciona. Claro que aquí ya es meterse en el debate de ¿qué opera, si es que algo más opera, detrás de la voluntad? Y en consecuencia, ¿qué cosa es la voluntad?
Pero yo quiero volver a la ciencia y no al debate —no por ahora— de la voluntad. Vuelvo para señalar una importante ventaja que le encuentro a la ciencia. La posibilidad de, conociendo su historia, su método, sus límites y sus alcances, apelar a la misma como bastión fundamental para el arribo hacia una civilización más humana, más consciente de sus yerros, más dispuesta a admitirlos para mejorarlos, menos ignorante de la propia ignorancia.
NOTAS
[1] No tiendo a ser indulgente, la ciencia no es mi excepción. No tengo tampoco problemas en aceptar todas las estupideces que se han cometido en aras del progreso científico. Finalmente, la ciencia es un quehacer humano y no se halla por tanto exenta de los dislates típicos de la especie.
[2] Este es un ensayo libre en el que divago ampliamente acerca del quehacer científico y de la creación en matemáticas. Así que aunque el ensayo es muy especulativo y pareciera no llegar a ninguna conclusión irrevocable, se trata no obstante de un acto deliberado: el ensayo está escrito con la intención de evadir conclusiones definitivas.
[3] Aunque tampoco vamos a aceptarlo si no hay algún modo de validación que lo verifique. Quiero decir, no vamos a aceptarlo en tanto que conocimiento probable.
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