Poder y orden de un sistema

Hay una necesidad de renovar continua e incansablemente su propio sistema filosófico, utilizar un extraordinario recurso, una aguda metáfora, un bien que permite comprender el esfuerzo por doblegar, una y otra vez, esa constante descomposición a la que todo parece estar sometido, eso que se daña o se va dañando irremediablemente y que se muere o se va muriendo, para pasar de la original determinación de lo útil e innovador a enmohecido trasto inservible.
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En Tropykós por José Rafael Herrera

En alguna parte, Benedetto Croce, al referirse a la necesidad de renovar continua e incansablemente su propio sistema filosófico, utiliza un extraordinario recurso, una aguda metáfora, que bien permite comprender el esfuerzo por doblegar, una y otra vez, esa constante descomposición a la que todo parece estar sometido, eso que se daña o se va dañando irremediablemente y que se muere o se va muriendo, para pasar de la original determinación de lo útil e innovador a enmohecido trasto inservible.


Y es que, con la complicidad del tiempo, la entropía lo toca todo y todo lo va des-haciendo hasta llevarlo a la irreversible condición de inútil desecho. Solo la plasticidad a flor de piel, propia de la “forma mentis” de Croce, pudo detenerse a observar el hecho de que un sistema de pensamiento es como una casa: con el pasar del tiempo, las paredes se van ensuciando, los techos se van filtrando, los grifos comienzan a gotear, los muebles se manchan, se rayan o ensucian, el piso se curte y se opaca, los aparatos eléctricos colapsan, los jardines se llenan de maleza. En fin, si no se interviene con el debido afán, si no se hace el esfuerzo por mantener e incluso mejorar los más diversos elementos que conforman la casa, esta “se nos viene encima”, se convierte en un “chiringuito”, como llaman en la costa ibérica a los cada vez más apiñados “ranchos” que asfixian el verdor de la ciudad de Caracas y de la mayoría de las ciudades de la provincia venezolana.

Lo que pasa con un sistema de pensamiento que no se renueva es, pues, similar a una casa a la que no se le ha dado, en años, el adecuado mantenimiento. La entropía conspira contra el estado de composición, contra el orden interno y externo del universo entero. En su momento, el gran Spinoza lo advirtió, con toda la extraordinaria fuerza de su pensamiento: “El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas”. Un entorno desordenado no puede no ser la expresión manifiesta de mentes desordenadas. Algunas de esas mentes, además, están curiosamente convencidas de que sin ellas no habría ni “orden” ni “conexión” alguna. Son las “brillantes” mentes de ciertos gobernantes que –suponen, antes y después de ellos “el diluvio”– se regocijan al contemplar la gran “chiringueada” en la que pueden llegar a convertir a toda una nación entera. Piratas del Caribe y en el Caribe. Expresión cabal de entropía tropical: ¡en-tropykós!

Hay, en efecto, sociedades mórbidamente entrópicas, a la cabeza de las cuales se encuentran mandatarios en-trópicos. Para muestra, un botón o, más bien, una sociedad a punto de cierre, de clausura, toda descompuesta, des-hecha, de cuerpo y espíritu. Se niegan a comprender que, precisamente, todo aquello que se cierra, para poder cerrar-se, tiene por necesidad que poder abrir-se.

En su momento, Reds –Rojos– fue una extraordinaria película de Warren Beatty. Basada en la vida del periodista y autor de Diez días que estremecieron el mundo, el norteamericano John Reed describe los acontecimientos que terminaron en la Revolución de Octubre y la consecuente toma del poder en Rusia. Pronto sus firmes convicciones lo transformarían en un “peligroso” enemigo del creciente poder estalinista. Una frase de Reed aún retumba en la consciencia de todo aquel que se proponga poner en orden una casa –un sistema o una sociedad– que ha sido irremediablemente afectada por la magnitud de las fuerzas entrópicas: “No puedes cambiar un estado de cosas si no eres capaz de cambiarte a ti mismo”.

Los “Piratas del Caribe” –una de las proteicas formas de llamar a la Malandritud– se caracterizan por querer cambiarlo todo sin lograr cambiarse –a fondo– a sí mismos. Conquistado el poder, siguen siendo los mismos “malandros' de siempre, solo que, ahora, con poder, con mucho poder, con un poder exponencialmente más destructivo y letal. Nada bueno, nada constructivo, sale del odio, del resentimiento o de la sed de venganza. Pasiones tristes, las llama Spinoza. Puro temor al temor mismo. Miedo al miedo que proyecta la propia imagen de sí, en su espectral inadecuación.

¿Cómo podría un saqueador velar por el tesoro de una nación? ¿Cómo podría un piromaníaco hacer las veces de estadista sin intentar incendiar la ciudad? ¿Cómo podría un pésimo padre, un “cornuto” o un mediocre, sin revisarse, sin cambiar en y para sí, adjudicarse la responsabilidad de toda una población, serle fiel a su país o asumir las líneas maestras que permitan reconducir la nación, más allá de las legítimas diferencias, por los senderos de la mejor educación y la mayor productividad? ¿Cómo alcanza una “educación estética” quien agrede con la vulgaridad del grafiti un mural de Manaure, o quien precipita un transporte público contra una de las obras maestras de Vigas? Lo puramente negativo deja abierta la sospecha de su absoluta positividad. Es posible concebir una situación de entropía ilimitada cuando, de modo abstracto, algunos aprovechados pretenden aferrarse a ella sin comprenderla ni superarla, haciendo de ella el peor y más patético de los nihilismos: el de un Estado que se sustenta en la alucinación narcótica de “la última batalla” contra el “Imperio”. Psico-tropykós-entro-pikós, acaso diría el presidente Arias. Por lo pronto, conviene acotar que el deterioro de esta particular “casa” croceana no es una alucinación, sino que, muy por el contrario, cada día luce peor. El techo se precipita inexorablemente sobre sus empobrecidos habitantes. La casa se volvió ruina.
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