Realidad e interpretación en las redes | ||||
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El ciberespacio: ¿evasión de la realidad o más bien una nueva versión de lo real? |
El hombre es un dios cuando sueña
y un mendigo cuando reflexiona.
F. Holderlin.
Tal vez esta vida
ausente que llevamos, donde lo virtual le gana terreno a la realidad, no esté
tan mal, en el fondo. Perdemos una dimensión, sí, pero ganamos otra. Quizá no
estemos muy presentes en el lugar donde estamos, pero las fotos y los
comentarios que colgamos sobre él construyen otro que se le parece. ¿No es eso,
para bien o para mal, lo que hemos hecho siempre? Creamos nuestro propio mundo
imaginario ―construido con
nuestras percepciones, nuestras impresiones, nuestras expectativas…― y nos desenvolvemos
en él como si fuera real. En ese juego del “como si…” reside el sentido, que es
completo en sí mismo, y nos queda más cerca que la siempre fragmentaria
realidad.
Muchas veces, cuando
voy de excursión, me descubro a mí mismo contemplando, en lugar de los bosques,
los riscos o las flores, estampas para fotos interesantes. ¿Me aíslo del
paisaje, o más bien lo estoy recreando? La pasión fotográfica limita, sí, mi
presencia en la naturaleza, la recorta por los límites de un determinado
encuadre. Pero, ¿no demostró Kant que es siempre así nuestra aproximación a las
cosas?
¿Quién puede abarcar
la infinitud de un lugar, de un solo instante? Vemos lo que queremos (o lo que
no queremos) ver, vemos lo que sabemos ver. Con ese concepto (encuadre o marco,
"frame"), es como algunos estudiosos denominan nuestra
peculiar ordenación de las percepciones: todo nos llega a través de nuestros
marcos personales. Es el modo de hacer las cosas nuestras, de adentrarnos en
ellas, de incorporarlas a nuestra particular construcción del mundo. Un mundo
al que accedemos haciéndolo propio, con la esperanza de que la versión de él
que concibe nuestra mente no se aleje demasiado del modelo que suponemos existe
“ahí fuera”. Los ignorantes y los locos, ¿son exiliados del mundo o de la
visión que se admite convencionalmente sobre él?
¿Acaso no estamos
todos un poco locos? ¿Acaso no somos todos ignorantes? Aprender es, quiere ser,
afinar nuestra visión para que gane en fidelidad a lo real. “Alta fidelidad”:
nuestras pantallas ganan en precisión, nuestros altavoces reproducen con
exactitud los sonidos originales. La tecnología es un mundo que imita al mundo
cada vez mejor. Pero la mente no imita: interpreta. Imprime significado. Lo que
vemos en la pared de la caverna platónica no son sombras, sino proyecciones.
Antes, los viajeros
escribían cartas o postales, pintaban cuadros o se llevaban objetos de recuerdo
para adornar sus salones. Bartolomé de las Casas retrató la crueldad de los
conquistadores. Montaigne glosó sus viajes como ejemplo de la diversidad de
modos de vida. Darwin siguió una larga tradición de expediciones científicas, y
de sus notas y sus dibujos surgiría un giro copernicano para la biología.
Montesquieu imitó el epistolario del viajero en sus Cartas persas, y Cadalso le imitó a él en sus Cartas marruecas. Los diarios de viaje integran un verdadero género
literario, que no busca tanto retratar lo que se ve como las impresiones de uno
ante lo que ve.
También hoy usamos
los lugares que visitamos para encontrar en ellos algo de nosotros. Por eso les
hacemos fotos, los grabamos en vídeo, los narramos por escrito, con la
intención de apropiarnos de ellos, además de hacerlos perdurar en la memoria y
atenuar así la insoportable levedad del ser. Pero lo que no se comunica es como
si no existiera, es como si nos perteneciera menos. Nuestro mundo interior anhela
verterse en el exterior. Por eso lo exponemos todo en ese gran escaparate de la
vida (tal como la queremos enseñar) que es internet. Allí lo encontrarán, sin
duda, muchas más personas que las que verían un álbum que guardamos en casa, y
cientos, tal vez miles de “amigos” desconocidos conocerán nuestras impresiones
en blogs o webs, en Twitter o en Facebook, y quizá nos dejen sus opiniones como
estelas congeladas de su paso…
Porque en internet
todo queda (y quizá más tiempo que nosotros). Es cierto que, a la vez, todo
pasa, arrastrado bajo el imparable aluvión de la permanente novedad, pero, ¿no
fue siempre así? Lo único que ha hecho la tecnología ha sido intensificar lo
que ya sucedía: acelera el tiempo (nuestro testimonio es inmediato, y a la vez se
disipa casi al instante), multiplica la cantidad al infinito (y comunicamos más
y a más, pero al mismo tiempo nuestros mensajes se arrumban en el gigantesco
depósito de remotos almacenes de información). Si todo eso desborda nuestra
medida es porque ha alcanzado la medida de nuestra imaginación: el Big Data es ya una monstruosa avalancha
de información que nos engulle si pretendemos abarcarla.
Confieso que a mí Facebook no me gusta. Me incomoda ir
dejando cada día huellas de mi rastro vital, y estar pendiente de lo que hacen
los otros. Quizá simplemente me aburra, o no me guste porque soy un solitario (también
cibernético), y en tal caso no puedo reprocharle nada. Pero de entrada me parece
que consume buena parte del tiempo libre, y se lo escatima a la presencia.
Sin embargo, a veces me
pregunto si no se tratará, más bien, de otro tipo de presencia. Porque no deja de
ser un modo de acompañarnos, de saber unos de otros, de escabullirnos un poco del
aislamiento que nos impone la sociedad de la producción. Mejor Facebook, supongo, que ver la
televisión, aunque a veces parezca que es como una televisión que habla de
gente conocida. Mejor Facebook, a
veces, que estar solo, aunque estemos solos cuando entramos en él, aunque
consista en una vida postiza. Porque hay presencias que parecen virtuales, y
virtualidades que quizá tengan más solidez que algunas presencias. Claro que
nada podrá sustituir al gesto, a la mirada, al contacto físico, pero es
evidente que no se trata de sustituir, sino de complementar, incluso de
interpretar, como las cartas y los libros, como las fotos y los diarios.
Siempre hemos vivido en un mundo paralelo: el de
nuestras fantasías, nuestros temores y nuestras esperanzas. Ahora lo hemos
hecho más rápido y más grande. Si eso acaba arrastrando nuestra vida, y
convirtiéndola en “líquida”, como reflexiona Zygmunt Bauman, tal vez sea porque
no queremos estar en ella, porque no nos atrevemos a quedarnos y preferimos
correr y correr, ciberesfera adentro… La vida ya era ilusión, a veces feliz y
otras terrible. Allá donde vayamos (también en internet) no encontraremos más
que nuestros ángeles y nuestros demonios. Esos son nuestros testimonios de
viaje. Ni más ni menos.
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