Tentaciones místicas de un náufrago | ||||
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Robinson Crusoe se aferra al credo religioso para hacer frente a su solitaria vulnerabilidad. En un mundo frío y ajeno, donde todos somos náufragos, la lucidez es una obstinada batalla contra la tentadora calidez de la creencia. |
En la clásica novela
de Defoe, Robinson, después de diez días de enfermedad, desesperado, pide a
Dios que se apiade de él. “No tenía conocimiento divino. Esa era la primera
plegaria, si la puedo llamar así, que había hecho en muchos años”. El náufrago
duerme durante dos días y al despertar se siente mejor y hasta puede comer
algo. Bendice el alimento, toma una Biblia que había rescatado del barco
encallado y lee al azar: “Llámame un día de infortunio y Yo te liberaré y tú Me
glorificarás”. Robinson se siente mucho mejor. “Esa noche, antes de acostarme,
hice lo que nunca antes en mi vida había hecho: me arrodillé y le recé a Dios”.
A partir de ese día, Crusoe se impone leer un fragmento de la Biblia cada
mañana y cada noche. Y concluye: “Mi situación comenzó a ser entonces, si bien
no menos desgraciada en lo que respecta al modo de vida, sí mucho más llevadera
para mi mente”.
Aquí nos interesa ese
vuelco que Robinson logra para su ánimo instaurando ―o más bien redescubriendo― la creencia.
El autor describe bien
cómo su personaje vive esa transformación, dejándonos a nosotros sacar las
conclusiones. Solo, aislado, víctima de un infortunado naufragio, volcando
todos sus esfuerzos en la supervivencia, Robinson se halla probablemente al
borde de la desesperación, en ese punto en el que cualquiera podría darse por
vencido y dejarse morir. Para colmo, enferma de un mal que, tras muchos días de
fiebre y sin disponer de medicinas, se le antoja incurable. Entonces pide
ayuda, y se la implora invocando a la única presencia que puede esperar: Dios.
Sucede que entonces mejora: es tentador desistir de la idea de azar y querer
encontrar en esa coincidencia un significado. ¿Su plegaria, entonces, ha sido
atendida? Un nuevo azar la refuerza: la cita de la Biblia y la sugestión de que
Dios le habla y le promete protección si le glorifica. Definitivamente, es
difícil renunciar a que en esta secuencia de hechos no exista una voluntad
rectora. Sobre todo si uno la necesita.
Así, Robinson se
vuelve devoto. A partir de aquí cumplirá con la demanda que Dios le hizo: rezar
y leer el libro sagrado. Se siente mucho mejor, la creencia le da fuerzas; y
nos confiesa que su situación, que no deja de ser desgraciada, se le hace
“mucho más llevadera para su mente”. Es una curiosa manera de decirlo. A pesar
de la devoción recién instituida, Robinson nos insinúa que es consciente de que
ha completado un proceso mental, que ha implementado un recurso que le
proporciona paz mental. Al fin y al cabo, Crusoe no deja de ser el exponente de
una época en la que la religión se tambaleaba frente al predominio de la razón.
En las primeras páginas de la novela, el protagonista se nos revela inquieto,
emprendedor, deseoso de aventuras y a la vez pragmático. Abandona su casa a
pesar de la oposición paterna, pero el supuesto amor a los viajes por mar no le
impide convertirse en un terrateniente en Brasil, que acumula una considerable
fortuna en su plantación y naufraga precisamente cuando iba a negociar la
compra de esclavos en Guinea.
Robinson es, por
tanto, el prototipo de hombre de negocios inglés que hizo de Gran Bretaña un
imperio colonial extendido por todos los rincones del mundo. Triunfo del
capital productivo, unido al triunfo de la técnica sobre la naturaleza: ¿en qué
otra cosa consiste su inagotable actuación “civilizadora” en la isla,
construyendo, cultivando, domesticando animales? Sin duda, Robinson Crusoe es
una metáfora de la obstinación en la supervivencia de un hombre solo frente al
mundo ―y, en este sentido, la novela es bellísima y merece la eternidad
de los clásicos―, pero a la vez es el símbolo de la “civilización” mercantil
occidental, que extiende su dominio por la Tierra.
Nuestro pragmático
náufrago, pues, no deja de ver la ventaja práctica de la incorporación de la
creencia a su proyecto. “A Dios rezando y con el mazo dando”, dice el refrán:
seguiremos luchando por sobrevivir, pero la oración y la devoción nos harán la
situación “mucho más llevadera para la mente”. Abandonamos por ahora las
consideraciones históricas y nos detenemos en la operación psicológica. Defoe
se nos muestra consciente de la utilidad que tienen las creencias, y nos
insinúa su génesis: creemos porque estamos solos; creemos porque nos sentimos
desamparados y desesperados; creemos porque así todo se hace más soportable.
¿Hasta qué punto importa que nuestras creencias se correspondan o no con la
realidad? La cuestión es que hacen su efecto. Desde que reza y lee la Biblia,
Robinson se siente más contento, más seguro, más fuerte. Su inmensa soledad,
que lo convertía en un ser frágil y vulnerable, se convierte en una situación firme
y soportable gracias a la creencia.
Puede que Defoe nos
esté sugiriendo no solo un recurso, sino ante todo una necesidad. Al fin y al
cabo, todos estamos solos, todos somos náufragos en un universo frío y ajeno,
todos nos sentimos pequeños y frágiles en medio de la nada; concebir que
nuestra existencia está dotada de un sentido, de un diálogo personal con lo
superior, convierte de pronto al universo en un lugar habitable, un ámbito que
es nuestro porque en él somos alguien. Esa operación mental que es la creencia
nos aporta lo que creíamos perdido: la seguridad en medio de una inmensa
incertidumbre. La capacidad simbólica humana brilla aquí con todo su esplendor.
Al hilo de la
meditación de Robinson, se nos ocurre: ¿podemos vivir sin creencias?
Probablemente sí, pero es seguro que así la vida será más ardua: no contaremos
con una evocación protectora, un poder mágico que vele por nosotros como hacían
nuestros padres en la infancia, un sentido que calme nuestra angustia ante el
absurdo, una contención frente a la vulnerabilidad. La vida con creencias, como
dice nuestro náufrago, es más llevadera.
Camus se preguntaba si la vida merecía la pena de ser vivida, e indagaba si el
sentido era posible prescindiendo de la creencia. Concluyó que sí, refugiándose
en la belleza misma de existir; el hombre, que no es un héroe, adquiere
dimensiones heroicas cuando empuja, como Sísifo, su piedra por la ladera hasta
la cima, para verla correr de nuevo ladera abajo. “Hay que imaginar a Sísifo
dichoso”. En cambio, a Unamuno le torturaba la perspectiva de la disolución en
la nada de la muerte. Unamuno, como más tarde Hermann Hesse, añoraba la instauración
de una nueva trascendencia; ambos sentían una nostalgia incurable por regresar
al hogar de la religión y la creencia.
Podemos vivir sin
creencias, y el hombre que no se engaña intenta hacerlo. Sin embargo, ¡qué
consuelo, qué fuerza, qué alegría se encuentran al concebir la trascendencia!
¿Nos extrañará que en la segunda mitad del siglo XX surgiera un esfuerzo
multitudinario por recuperar la magia y el espíritu? Se le ha llamado New Age, una nueva era que se pretende más bien renacimiento, y ha consistido en un
cajón de sastre en el que se amontonan todo tipo de elementos que suenen a
espiritualidad, desde la música relajante al yoga, desde el chamanismo hasta el
hinduismo, desde el islam sufí hasta la meditación zen, desde el “piense y
hágase rico” a la sanación por intercesión de los ángeles.
La New Age ha intentado
restaurar una especie de religión sin religión, al menos al margen del catolicismo,
que se asimila a poder retrógrado y rígido. Millones de personas en todo el
mundo se fabrican su propia religión a medida, como lo expresó Salvador
Pániker, tomando un poco de aquí y otro poco de allá para su espiritualidad
personal. Una actitud, reconozcámoslo, muy acorde con la sociedad líquida del
capitalismo de consumo, que procura dotar de originalidad al frío artículo, fabricado
en serie, mediante una superficial “personalización”. Los Robinsones de la
actualidad no quieren renunciar a su libertad personal a la hora de elegir los
productos espirituales, pero tampoco parecen dispuestos a prescindir del
consuelo y la fuerza que procuran las creencias. Eso sin contar con las
multitudes que, en diversos grados, reavivan la ortodoxia de las viejas religiones,
entre las que se cuentan los soldados de las nuevas guerras santas.
En definitiva, la
razón es ardua, la lucidez difícil de sostener. Quien más quien menos sigue
buscando refugio a su manera, sin dar demasiada importancia a que ese amparo sea
coherente o se corresponda mínimamente con la realidad. Somos seres tribales y
arrastramos la nostalgia de la trascendencia; somos seres temerosos y buscamos
seguridad. La imaginación siempre nos dio las respuestas que no nos daba la
lógica; la magia estuvo ahí para curarnos de la angustia por la desnudez que
descubrimos al ser expulsados del Paraíso. Las creencias nos abrigan del frío
de la vida y de la muerte; la razón, en cambio, nos deja expuestos y solos a la
intemperie de nuestra isla desierta de náufragos. La vida envuelta en creencias
tal vez no sea más fácil, pero sin duda será, como dice Robinson, más
“llevadera”: la mente al servicio no de la verdad, sino de la supervivencia,
que es más apremiante.
Yo envidio un poco a
quienes se rinden a la creencia, y a veces incluso siento la nostalgia de la
profundidad mágica. Me encantan las historias épicas de Tolkien, en las que
late la belleza numinosa de ―como una vez me dijo mi
psiquiatra― lo primitivo y lo
omnipotente. Amo los mitos ―esos conglomerados de
poderosos símbolos―, juego a percibir el
mana de un enclave que podría ser
sagrado o un lugar que podría albergar “malas vibraciones”. A veces recito un
mantra, sobre todo cuando conduzco; en mi mochila llevo siempre un cochecillo
de plástico de cuando mi hijo era pequeño y una piedra que me regaló mi
sobrino; y si no se lo decís a nadie os confesaré que incluso he llegado a
darle las gracias a mi coche por completar sano y salvo un trayecto largo. Por
supuesto, he rezado compulsivamente en algún momento de desesperación, como
Robinson. Así que soy tan irracional como el que más.
Pero sé ―procuro recordarme― que detrás de todo eso no hay otra cosa que mi
vulnerabilidad y mi miedo, no hay más que un juego de símbolos con los que
pongo mi huella en el entorno para hacerlo más familiar, como quien coloca la
foto de sus hijos sobre la mesa de despacho y así la siente más suya. Me
encantaría encontrarme a mis muertos cuando muera, y sería muy alentador pensar
que me ayudan cuando lo necesito. Lamentablemente, no; no me lo creo. No juzgo
a nadie: allá cada cual con sus creencias, y con lo que gane o pierda con
ellas; yo no puedo comulgar con ruedas de molino. Qué le voy a hacer: aunque mi
vida sea menos llevadera, solo soy capaz de entregar mi devoción a la lucidez. Confío
en que ella me disculpe mis ocasionales extravagancias de náufrago.
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