La tarea del temblor | ||||
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El miedo nos desmantela, pero es también la oportunidad para el valor. La vulnerabilidad y la inseguridad de la vida nos arrinconan en su angustiosa celda. Las creencias y el conocimiento nos alivian pero no nos salvan. Nos queda la lucidez de afrontarlo y el coraje de caminar por encima de sus brasas, con el destino a cuestas. |
Hola, Miedo. Aquí estamos de nuevo. Tich
Nath Hanh
Dicen algunos
entendidos que el meollo de la felicidad es la ausencia de miedo. A poco que
miremos en nuestro interior, confirmaremos esa tesis: siempre hay algún miedo
agazapado tras nuestros desvelos, y todos los deseos convocan el miedo de no
verse realizados. “La gente es infeliz o por miedo
o por apetencia infinita y vana”, sentenciaba Epicuro. Rechazamos a personas que nos amenazan, o convertimos en
amenaza a quien repudiamos. La envidia es el miedo a quedar atrás; incluso el
resentimiento se ocupa de mantenernos en guardia contra quien nos dañó, y con
la venganza rabiosa no solo restituimos la sensación de equidad, sino que
exorcizamos el miedo a quedarnos solos con nuestro dolor, que querría
paralizarnos, haciendo partícipe de él a quien nos lo provocó.
El miedo es
corrosivo, resquebrajante, demoledor. El miedo es enemigo de la vida, puesto
que la asedia. Solo si no nos quedamos quietos nos sobreponemos a él, nos
rescatamos de su celda sombría y volvemos a empuñar una espada en la mano. Al
actuar trascendemos el miedo porque el temor es impotencia, arrinconamiento,
menoscabo. Le damos la vuelta al miedo, que sigue ahí, pero que ya no nos
aplasta. Al responderle, le miramos a los ojos, tal vez temblando ―porque sabemos que él siempre nos lleva ventaja―, pero volvemos
a ser alguien frente a él al desafiarlo, dispuestos a desafiar su tiranía. Aun
sucumbiendo, habremos vencido, porque habremos recuperado la dignidad. De eso
se trata: de volver a levantarse, aun con miedo, frente al miedo.
No siempre logramos
hacer acopio de ese valor, sobre todo cuando el miedo nos parece demasiado
grande y nosotros nos sentimos demasiado pequeños. El miedo se lleva dentro,
pero también se aprende, como han demostrado los psicólogos. Los animales se adiestran
en hacer determinadas cosas para evitar, por ejemplo, descargas eléctricas;
pero si de repente el mecanismo de evitación deja de funcionar, y el animal
recibe la descarga haga lo que haga, el estrés acabará por afectarle la salud, e
incluso le hará incapaz de volver a aprender: lo que ha interiorizado, y de forma
indeleble, es su incompetencia.
Pocas experiencias más
demoledoras que la sensación de inseguridad y de imposibilidad para controlar
lo que nos pasa. Los niños son especialmente sensibles a las rutinas, que les
permiten concebir un mundo previsible y seguro; por eso agradecen un cierto
grado de disciplina, siempre que se ejerza de modo coherente. Nada más
desesperante que no poder prever lo que va a pasar, hagamos lo que hagamos. Si
la vida nos somete repetidas veces a la impotencia o al caos, pronto dudaremos
de nosotros mismos y nos sentiremos incapaces de controlar nuestro entorno. El
miedo se cuela así por las rendijas del alma, y tal vez llegue a parecernos
invencible.
Cuando el miedo se
instala y nos educa en la incapacidad, puede que respondamos con una conducta
caótica y desquiciada. Tal vez hagamos un esfuerzo desesperado por instaurar
algo de orden por nuestra cuenta, sea expresando una rabia permanente, sea
entregándonos a rituales obsesivos. También podemos retirarnos a lamernos las
heridas, a llorar la insignificancia. Si nos quedamos demasiado tiempo ahí, si
no encontramos pronto una salida, si arrebujarse al fondo de la cueva se
convierte en costumbre, tal vez el camino de regreso se nos antoje cada vez más
remoto e improbable. En esa rendición, en esa renuncia consagrada, nos desplomamos
a merced del miedo, incapaces de plantarle cara; y cada retroceso hacia el
fondo nos disminuye un poco más, refuerza nuestra posición y nos convierte en
sus esbirros y sus colaboradores. Se puede acabar trabajando para el miedo.
Algo así debe ser la depresión.
¿Hay algo que pueda
ayudarnos? Tal vez encontremos fuerzas en la propia desesperación. El que está
convencido de no tener nada que perder es más fácil que se anime a rebelarse.
Podemos llegar a concluir que una vida sometida al miedo no vale la pena, y que
cualquier cosa será mejor que continuar sumidos en ese fango putrefacto del que
no podemos esperar nada. La desesperación es crisol de valientes compulsivos:
valentía que tiene sus peligros porque es más bien temeridad; arrolladora pero
frágil, pues basta un atisbo de esperanza para desarmarla.
La esperanza puede
que nos ayude a aguantar, pero difícilmente será nuestra aliada a la hora de
actuar. La esperanza es como una bocanada ansiosa de aire cuando nos estamos ahogando:
nos reconforta por un instante antes de volver a caer. En eso consistía,
precisamente, la tortura de la crucifixión, una de las más horribles que se
hayan concebido. En cambio, el desesperado no deja nada atrás, camina sobre
tierra quemada y sin horizonte; esa es la fuerza que tal vez le permita
liberarse, o que le inmole definitivamente. ¿Cómo no recordar aquella escena
cumbre de la película Thelma y Louise,
en la que las protagonistas, cercadas por la policía y ya sin salida, deciden
apretar el acelerador y despeñarse por un precipicio? Muchos asedios
históricos, como el de los cátaros o el del sitio de Numancia, terminaron así:
con una masacre. La desesperación es el patrimonio de los suicidas elevados a héroes.
Todos ellos sucumbieron, pero es verdad que trascendieron el miedo.
La convicción es
también una fuente de valor, y por eso sacamos tanta fuerza de nuestras
creencias. Las creencias son promesas simbólicas en las que, a falta de otro
apoyo, nos sustentamos para lanzarnos hacia el futuro. Muchos guerreros han
hallado ímpetu frente al miedo a la muerte invocando otra vida donde aguarda la
recompensa de los dioses: el Walhalla, el Elíseo, el paraíso celestial transido
de gentiles cantos y dulces placeres sin fin. La expectativa de la aprobación
de Dios es un buen alivio del temeroso. Los mártires cristianos debieron apelar
a esta fortaleza mientras rezaban en la arena justo antes de ser descuartizados
por los leones hambrientos (dudo que mientras eran devorados pudieran sentir
otra cosa que dolor y espanto). Siglos más tarde serían sus descendientes los
verdugos, y Giordano Bruno o Luis Vives tal vez se aferraran a sus propias
convicciones para caminar con entereza hacia el patíbulo de la irracionalidad. Porque
ese es el peligro de las creencias: del mismo modo que nos refugian, cuando
responden al fanatismo y se desentienden de la tolerancia exigen a menudo su
impuesto de sangre.
El conocimiento es,
por cierto, un gran aliado contra el miedo, puesto que reduce la incertidumbre
y promueve la sensación de control; la ignorancia, en cambio, es una eterna
valedora del miedo (salvo cuando es perfecta y no deja resquicios), como saben
quienes la promueven en beneficio de su propio poder. Toda la ciencia se
justifica, en última instancia, como un poderoso baluarte contra el miedo, un
repertorio de antídotos contra la inseguridad. El conocimiento científico es
uno de los más nobles instrumentos de nuestra entereza: frente a las creencias,
que apelan al sentimiento, el saber se funda en el empeño en la verdad, que es territorio
siempre escaso pero firme.
Esa virtud marca su esplendor
y su límite: la valerosa verdad es siempre, sin embargo, provisional y frágil,
si la comparamos con el poder absoluto de la creencia. Por eso, a la vez que
nos reconforta, nos deja solos. Como proclama con poesía conmovedora el aprendiz
de El club de los poetas muertos, la
verdad es una manta que por mucho que la movamos siempre nos deja una parte al
descubierto. La creencia, en cambio, inunda la imaginación: uno puede
sumergirse en su gracia por completo. El diagnóstico médico y los remedios
científicos contra una enfermedad alivian nuestro cuerpo y nuestro miedo, pero
apuntan solo a posibilidades y confiesan su frontera; un ritual, en cambio,
tiene al cosmos entero de su lado, convoca a todas las fuerzas del universo, y
su único límite es la voluntad inescrutable de los dioses.
Así que la lucidez no
nos salva, pero cuando somos capaces de empecinarnos en ella, ¡qué resplandor
para el proyecto humano! Si uno es capaz de mirar al miedo a la cara y oponerle
su dignidad desnuda, y aceptarlo como un honroso rival ―aunque sea
siempre más poderoso, aunque nos tenga condenados de antemano, como le sucedió
a Héctor cuando fue a luchar, lleno de miedo y honor, contra el divino Aquiles―, y no retroceder
ante sus pasos de gigante, y aun temblando mantenerse firme frente a él, ¿no
justifica ese instante de afirmación toda una vida? ¿No es la cura más genuina
del miedo, que a la vez lo asume y lo vence, transmutándolo en coraje? ¿No se resume ahí el más profundo
poder de la condición humana? Algo así debió querer decir Nietzsche con aquella
famosa divisa: “Lo que no me mata me hace más fuerte”.
En el fondo de lo que nos abruma, en definitiva, siempre alienta de algún modo el miedo de los miedos, el miedo a la
muerte. El poder de la muerte reside en su fatalidad y en que es
siempre una posibilidad inminente: solemos olvidarlo, pero hay épocas de la
vida en que nos llegan ecos de sus trompetas, y cómo no temblar al escucharlos;
el budismo, como los estoicos y Montaigne, recomienda ejercitarse en hacerla presente, y supongo que hace bien, aunque no
tengo claro que eso nos ayude a afrontarla cuando llegue. Epicuro, en cambio, era partidario de no dedicarle un ápice de nuestros desvelos: "Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros... Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos".
Con la muerte y con el miedo, en fin, todos los consuelos son buenos, pero siempre se quedan cortos. A la postre no hay más remedio que
vivirlo, sentir su sablazo y seguir con su desazón, meterlo en la maleta y continuar caminando. Ya que el miedo es ineludible compañero de viaje, convirtámoslo en tarea e inventemos el valor. Porque también las derrotas nos componen y nos acompañan. Hay
que asumir la certeza de la inseguridad. Hay que mirar de frente a nuestros
miedos. Ojalá tengamos suficiente con la lucidez y con el amor.
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