El soliloquio puede ser
interpretado como un defecto de la razón. Quien habla para sí mismo en voz alta
rompe las reglas de la intimidad racional, trastoca el pudor propio de la
conciencia y exhibe sin recato, cual mujerzuela, lo que habría de ser exclusivo
para el Yo. Ahí está el niño de la calle contándose las historias que emanan
del bote de cemento del que acaba de inhalar; ahí está la indigente esquizofrénica
narrándose un presente incierto mientras empuja el carrito de súper en el que
cabe todo su mundo, ahí está el escupe fuego expulsando barbaridades humeantes
con tufo a gasolina. Quien grita al aire sus pensamientos sin reparar en los
otros, sus oyentes, no toma en cuenta su existencia: los otros sólo son en
tanto que importan, y si no importan no son. He ahí la locura del que se
comunica en monólogos; que el mundo no es más que su individualidad arrojada al
exterior.
Hamlet
decide fingir que está loco. Tan pronto como recibe el mensaje del fantasma de su
padre sobre su asesinato pone en marcha ese plan y empieza a expresarse en
soliloquios que resultan incomprensibles para los oyentes. Efectivamente lo
creen loco; porque su proceder rompe los esquemas propios del cabal
comportamiento social, mas quienes lo escuchan notan en sus argumentos una
lógica difícil de descifrar. ¿Está realmente loco Hamlet?, se preguntan. Así lo
quieren creer y adjudican la causa primero al mal de amores y luego a una
enfermedad mental cuyos efectos lo inclinan a la desilusión y la desesperanza.
Pero
la falta de alegría de Hamlet, que es real, no proviene de su locura puesto que
no está loco; más bien es al revés, la supuesta locura obedece a su desilusión.
Cuando Hamlet se entera que su tío, actual rey y esposo de su madre, fue quien
derramó veneno en el oído de su padre mientras dormía, confirma que el ser
humano es una criatura malvada y alevosa. “Todos somos insignes malvados”, le
dice a Ofelia. Porque a pesar de ser el hombre “la criatura más hermosa de la
tierra, el más perfecto de los animales”, al ser esclavo de sus pasiones es
irremediablemente un pecador. “El hombre no me deleita… ni menos la mujer…”, le
dice a sus compañeros de la infancia, y si el hombre ha levantado el edificio
de este su mundo, el mundo con todos sus sin sabores tampoco le apetece a
Hamlet.
La
demencia fingida es entonces el mecanismo de defensa que el príncipe construye
para enfrentar ese mundo. Detrás de esta barrera protectora encuentra las armas
que le ayudarán a equilibrar el caos: su pensamiento y su palabra. Se cuenta a
sí mismo lo que sufre; en voz alta quizás para que su alter ego participe más
activamente en resolver el acertijo, ¿cuál?, el de no saber exactamente qué
papel desempeñar en ese caótico entorno. El fantasma le exige vengar la muerte
de su padre y Hamlet, en vez de decidirse a hacerlo, se pierde en sus
soliloquios existenciales. Se hace cuestionamientos sobre la muerte, interpreta
el deber, pone en duda el amor, le da validez absoluta al destino y se pregunta
una y otra vez si su proceder es el correcto. Antonio Pagés define
perfectamente la situación del príncipe, “Hamlet es un hombre que está cazando
su propia alma y nunca la encuentra”.[i]
Ante
el caótico desorden interno en el que vive, resultado éste de su desorientación
existencial, del no saber qué hace en el mundo, la locura puede servir de
solución, sobre todo una locura como la suya, asumida como método de reflexión.
Si el loco de verdad es una criatura incrustada en sus visiones exteriores, un
enajenado perdido en el laberinto de sus fantasías, un ser que se vacía al
proyectarse en lo que no existe, el loco de mentiras es justo su opuesto. Sus
visiones no apuntan al exterior, sino muy dentro de sí, apuntan al núcleo, y si
bien sufre en su intento de asir esa volátil esencia, pues su núcleo es
ininteligible de manera absoluta, las fantasías y proyecciones definen su ser
por la vía negativa, es decir, por lo que no es. La introspección en este
sentido permite a Hamlet descubrir que él, a pesar de ser soberbio y vengativo,
no es un asesino ni un hombre corrupto ni una bestia carente de virtudes. Así
mismo, el mundo de los hombres dentro del cual él también vive no es el mundo
que él quiere ni para el que nació, de ahí que ese mundo sin sentido no le deja
otro recurso que inventarse uno propio.
La
locura fingida dio a Hamlet espacio para replegarse. Así, sus vacilaciones y
dudas se mantuvieron ceñidas al drama de su individualidad. Sólo en ese
escenario uno ha de buscar la sustancia propia del personaje que encarna. Creo
que el príncipe iba por buen camino. Pero no alcanzó a cazar su alma porque la
muerte se interpuso. Aunque quizás, entre sus últimos estertores, la neblina se
disipó y la comprensión llegó, justo al momento cuando su soliloquio llegó a su
fin. “¡Oh! Para mí sólo queda ya… silencio eterno.”
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