Elogio y crítica de la deconstrucción | ||||
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Aprender es, demasiado a menudo, repetir. La incertidumbre nos hace conservadores. Hay que reconocerle a la posmodernidad el mérito de atreverse a cuestionar las convicciones aparentemente más firmes. Ya nada es intocable. El aire fresco de esa relatividad, sin embargo, nos deja ateridos y a la merced de los vientos que soplen con más fuerza. Tras los escombros de la deconstrucción hay que atreverse a construir otra vez. Desaprender para aprender. |
Ortega y Gasset
hablaba de nuestra “ilimitada capacidad de aprender”, y cifraba en ella la
esperanza de progreso, tanto personal como colectivo. Nuestra extraordinaria
predisposición al aprendizaje nos hace más adaptables y menos rígidos que la
mayoría de nuestros primos animales. Los seres humanos inventamos instrumentos,
materiales e imaginarios; los compartimos, los imitamos, los perfeccionamos, y
su conjunto configura la cultura. Transmitida y remodelada de generación en
generación, la cultura es el dispositivo colectivo que nos mantiene
relativamente al margen de la presión evolutiva.
La cultura es el acervo
de aprendizajes heredados y actualizados con el que organizamos, de manera más
o menos eficaz, nuestra actividad, que es siempre social. Es una amalgama de
recursos, mecanismos, recetas y convicciones que hemos ido consolidando entre
todos a lo largo del tiempo, y que configuran el marco en el que convivimos y
luchamos, sobrevivimos y morimos, sacamos partido de la naturaleza y nos
vinculamos a ella. El individuo se engarza al colectivo mediante la cultura;
todo lo que concibe de sí mismo se basa en ella. Luego la cultura es nuestra
principal fuente de identidad: ensancha el minúsculo territorio individual y, a
la vez, perfila sus fronteras.
Lo magnífico de la
cultura, por consiguiente, es su versatilidad y su capacidad para poner en
nuestras manos herramientas forjadas por la cadena vertiginosa de nuestros
antepasados. Pero, precisamente porque se transmite de modos estereotipados,
porque representa la persistencia frente al cambio, la cultura plantea sus
propias rigideces, sus resistencias a cambiar. Y aquí la educación juega un
papel clave.
La educación es de
esencia conservadora, tiende a reproducir las cosas tal como le han sido dadas,
y a presentarlas como válidas por sí mismas, por el mero hecho de proceder “del
que sabe”, es decir, del que llegó primero. Lo que se consideró útil una vez, y
por tanto fue asumido como tal, se resiste a ser revisado, por el mero hecho de
que fue tomado como válido. Incluso cuando no se sostiene o a alguien se le
ocurre algo mejor, incluso cuando muestra un evidente desajuste con unas
circunstancias que han cambiado. Como el borracho del chiste, buscamos las
llaves donde hay luz, no donde se nos cayeron.
Nuestra capacidad de
aprender quizá no sea tan ilimitada como quería Ortega. Aferrarse a lo que
creíamos saber y cerrar los ojos a aquello que lo contradice es humano,
demasiado humano. Las costumbres reducen la inseguridad natural del flujo de la
vida, atenúan la incertidumbre, instauran la ilusión de que las cosas pueden
mantenerse fijas y previsibles. Nos resistimos a la renovación porque tememos
perdernos en ella. Incluso mientras sobrenadamos nuestro mundo líquido, sin
tocar pie, o quizá por ello, echamos mano de los pocos agarraderos que parecen
quedarnos como herencia de nuestros antepasados. Pero la naturaleza de las
cosas ―también de las humanas― es cambiar.
La misma aversión
innata a la incertidumbre que consolida las culturas nos impulsa,
individualmente, a darnos la razón a nosotros mismos. Si estamos o no en lo
cierto es secundario: se trata de evitar a toda costa lo que cuestione nuestras
convicciones sobre el mundo, y especialmente sobre nuestra propia identidad.
Más que una coherencia racional, nos interesa una coherencia emocional, o más
bien existencial. Si parto de la base de que yo soy bueno ―y necesito partir de esa base, o se tambalearían todos los
cimientos de mi autoestima, y correría peligro mi estatus entre los demás―, cualquiera que
colisione conmigo tiene que ser a mis ojos, necesariamente, malo. Necesito
creerlo, y, puesto que se trata de una convicción frágil y en el fondo
arbitraria, debo apuntalarlo constantemente con nuevos argumentos. La
percepción selectiva, esa que pone todos los focos sobre lo que nos reafirma y
deja de lado lo que nos cuestiona, destacará una y otra vez el comportamiento
funesto de aquel a quien no queremos perdonar, hasta que no nos quepa duda de
que es imperdonable. Y la disonancia cognitiva se encargará de reinterpretarlo
todo a favor de nuestra convicción, considerando insignificante o tendencioso
cualquier hecho que la contradiga.
Es más: empujaremos
al otro, conscientemente o no, a ir encajándose cada vez más en el nicho que
necesitamos que ocupe. Le reprocharemos que no nos salude, sin admitir que
nosotros tampoco le hemos saludado previamente. Descubriremos en cada uno de sus
actos malas intenciones, sin reparar en cuántas veces estamos contemplando una
proyección de las nuestras: ¿cuántas veces “me odia” es una componenda de “le
odio”, mucho más aceptable para nuestro endeble ego? Redoblaremos nuestra
indignación al comprobar que decepciona las oportunidades que le damos, sin
reconocer que esas oportunidades estaban envenenadas, que obedecían solo a
nuestros intereses sin tener en cuenta los suyos. Obligaremos al cónyuge a
acompañarnos a un acto social en el que sabemos que se sentirá incómodo ―“si no vienes es que
no me quieres”―, y luego le
reprocharemos que sea un aguafiestas o que ni siquiera sea capaz de hacer ese
pequeño esfuerzo por nosotros. En cambio, cuando lo haga, a menudo no sabremos
valorarlo, o desconfiaremos de él: “Algún interés tendrá”.
Así que aprender
tiene sus límites. Unos límites que, en buena parte, obedecen a nuestra
naturaleza innata. Para empezar a aprender de verdad hay que mirar con nuevos
ojos lo conocido; hay que ponerlo en duda, analizarlo críticamente, y estar dispuesto
al difícil ―a menudo doloroso― ejercicio de admitir
que nuestras convicciones sobre ello sean falaces. Como ya señaló el
psicólogo francés Jean Piaget, cada nuevo conocimiento nos interpela, nos
obliga a revisar el edificio, construido a rachas, de lo que ya sabíamos, o
creíamos saber; o más bien cabría hablar de lo que creíamos, porque la mayor
parte de lo que consideramos conocimientos son, en realidad, creencias:
transmitidas por la tradición, compartidas con los que nos rodean, consolidadas
firmemente por nuestros esquemas de comportamiento, a menudo sin ningún
análisis previo.
De ahí que, como nos
recomendó Descartes, todo nuevo saber empiece por una duda; y la duda tiene
siempre algo de inquietante. La duda hace tambalearse nuestro edificio mental,
que nos parecía tan sólido y del que estábamos tan orgullosos; es comprensible
que nos disguste su aparición. Pero si tras la duda asoma la sospecha, el temor
fundado de que algo está mal, tal vez peligren los cimientos del edificio
entero, y eso puede resultarnos más angustioso de lo que podemos tolerar. No
siempre nos sentimos preparados para mirar a la cara a la verdad, cuando esta
nos contradice.
La tarea descrita
requiere un esfuerzo, y nunca nos esforzamos sin motivación: este es el otro
factor, clave y difícil, del trabajo de conocer. La curiosidad o la ambición
son buenos acicates, pero su alcance es superficial: rara vez intentamos
aprender algo realmente nuevo si no nos vemos obligados por el naufragio de lo
viejo. La mayoría de la gente está convencida de que las personas no cambian, y
probablemente tienen bastante razón, pero habría que matizar: no cambian
fácilmente; y añadir: no cambian si no se ven obligados a hacerlo. Los budistas
ya lo han señalado repetidamente: nos instalamos cómodamente en nuestra ignorancia
hasta que el dolor nos obliga a buscar el conocimiento. Esta economía del
conocimiento tiene su sentido práctico: la vida es demasiado complicada, y si
podemos sobrellevarla con lo que tenemos mejor no buscarle tres pies al gato.
Solo cuando el gato tropieza a menudo hay que empezar a preguntarse si no
deberá aprender a caminar de otra manera.
En definitiva, la
motivación que nos impulsa al aprendizaje es un componente emocional: salir de
la angustia o sentirnos mejor. Con el cambio de siglo se nos ha desvelado la
importancia de la inteligencia emocional, y hoy la convicción ya está tan
consolidada que cuesta creer que valga la pena una inteligencia que no lo sea.
Sin embargo, las emociones, sin el temple de la razón, presentan sus propios
peligros: tanto pueden impulsarnos hacia lo nuevo como aferrarnos a una defensa
irracional de lo viejo. El resquebrajamiento de las certezas ha impulsado a
mucha gente a refugiarse ávidamente en el cálido abrazo de las tradiciones, y
ahí tenemos, alcanzando a veces lo grotesco, las olas de nueva espiritualidad,
el renacer de los nacionalismos y la estremecedora plaga de los fanatismos
neoplatónicos. Erosionada la promesa de la razón, se apela de nuevo a
instancias esotéricas, como la religión o las naciones, que tal vez alimenten
más nuestras emociones que la simple, austera, quizás un poco fría razón.
A esa desconfianza en
la razón han contribuido intensamente los pensadores posmodernos, desde
Foucault a Derrida, desde Lyotard a Vattimo… Su trabajo de relativización de
los valores y de deconstrucción de los grandes relatos resulta una iniciativa
valiosa, imprescindible: se atrevió a instaurar la duda allá donde la
convicción se había convertido en una mecánica repetición de divisas simplistas
que muchos ya no comprendían, o no se paraban a comprender.
Había que revisar la
Ilustración, cuyas luces pueden acabar calcinando al hombre si pretenden arder
por encima de él, como denunciaron Adorno y Horkheimer; la lógica estricta, sin
el matiz de los afectos, puede convertir al hombre en un autómata al servicio
de ideales abstractos que acaban por aplastar a las personas: en última
instancia, puede conducirnos a Auschwitz. Incluso el marxismo y cualquier otro
ideal de justicia se desvirtúan si piensan en el hombre como masa y lo someten
como individuo, si no admiten dentro de sus rígidos dogmas la sinuosidad de la
naturaleza humana.
Pero con su
deconstrucción, los posmodernos (que quizá no hayan hecho más que consagrar una
tendencia colectiva) han dejado al mundo a merced del relativismo, de la
sospecha permanente, desorientado en su incapacidad de proponerse nuevas metas.
No basta con demoler, hay que hacerlo siempre con el horizonte de qué
construiremos después; de lo contrario, el hombre se queda solo, con la presión
de la incertidumbre, y frente a ella recurre a lo primitivo: el instinto, la
fantasía, el mito y la batalla; y queda a merced de los oportunistas, que lo
someten a su manipulación, aprovechando la renuncia a limitarlos. Los
ciudadanos del siglo XXI vagamos entre sombras, nos peleamos, deslumbrados, por
baratijas, y a veces nos quedamos hipnotizados frente a los prestidigitadores.
Añoramos valores como la solidaridad y el entusiasmo, pero no sabemos muy bien
qué hacer con ellos. Tenemos que volver a pensar, volver a aprender.
Sobre el aprendizaje,
los posmodernos nos han recordado algo esencial de lo que aún no hemos extraído
todas las consecuencias: del mismo modo que para construir hace falta
deconstruir, para aprender también hay que desaprender, es decir, des-prenderse
de lo inadecuado, de lo que lastra nuestra conciencia y le impide contemplar lo
nuevo con mirada clara. Ahora también se habla bastante de la necesidad de
desaprender, que alude, en definitiva, a una actitud crítica y valiente,
insobornable y rigurosa. Sabidurías milenarias ya lo habían descubierto, pero
hemos tenido que dar una larga vuelta para recuperarlo: “Cuando el ojo está
limpio, el resultado es la visión”.
Hay, pues, que
limpiar los ojos; hay que echar a un lado los mitos y los dogmas y atreverse al
difícil ejercicio de pensar por uno mismo. Hay que evitar el recurso fácil de
reanimar viejos prejuicios, y, si de revolver entre los trastos del desván se
trata, dirigir nuestra atención a aquellos griegos fundadores del logos que nos enseñaron a pensar, que no
estaban dispuestos a comulgar con ruedas de molino, por tradicionales o
socialmente establecidas que estuvieran, o por provocadoramente novedosas que pareciesen.
Aprender es inventar, ejercer la libertad desde la observación y la reflexión,
pero antes hay que estar dispuesto a poner en cuestión lo que nos parece
inamovible (que a menudo es lo que le parece indiscutible a la mayoría). Nada
se puede dar por sentado. El peligro mayor es el prejuicio. Dialoguemos:
hablemos, escuchemos, fundemos sin cesar nuevos puntos de encuentro. Desaprendamos,
pues, para aprender; con lucidez; con persistencia; apasionadamente.
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