La felicidad como promedio | ||||
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Parece que alegrías y penas tendieran a oscilar en torno a ese valor en el que la vida se nos antoja anodina y resulta que, en definitiva, solo es simple. |
El grado de satisfacción con
la vida, o, si se quiere, eso que llamamos “felicidad”, es algo variable que se
estira y se encoge según el color del cristal con que se mira. Spinoza ya nos
lo explicó: depende de la relación de fuerzas frente a las cosas con las que
nos topamos; a una picadura de mosquito le podemos, una picadura de araña tal
vez nos pueda.
Nos complace lo
que podemos vencer, y nos fastidia (o nos mata) lo que nos vence. En vano
soñamos con ir ascendiendo puestos en la escala del contento, si pretendemos que
las marcas alcanzadas se mantengan ya estables como territorio conquistado:
habrá golpes de viento que nos despeñarán. También hay oleadas
repentinas que nos elevan, a menudo misteriosamente, pero esas siempre son
menos. Ley de entropía: para caer basta con esperar lo suficiente; en cambio, para subir
hay que poner esfuerzo.
Pero con esto del
ánimo sucede otra cosa que me parece aún más interesante y asombrosa, y que si
llegáramos a asumir con convencimiento nos llevaría muy cerca de una alegría estable
o, al menos, de la ansiada paz. Si compensamos subidas y bajadas, parece que
cada uno de nosotros, según su fuerza y su talante, tiene tendencia a un nivel
de alegría promedio. Los desvíos son circunstanciales: más temprano que tarde,
lo probable es ir escorando hacia ese valor.
Una gran sorpresa
o el cumplimiento de un deseo nos harán sentir en el paraíso por unos
instantes; pero, con el paso de los días, las aguas irán volviendo a su cauce:
la dulce pareja se levantará a veces con el pie izquierdo, en el coche nuevo
habrá que limpiar el polvo. Es la eterna trampa del deseo, de la que ya nos
avisó Buda y sobre la que Schopenhauer escribe: “un deseo cumplido se parece a
una limosna recibida por un mendigo: lo mantiene hoy para que mañana vuelva a
estar hambriento”. Todos los brillos languidecen.
Una desgracia, por su parte, puede que nos
haya hundido en el lodo, pero a la larga nos acostumbraremos a ella, hasta que
un día nos parecerá algo blandamente triste, tristemente natural. Las
excepciones de cualquier signo, por definición, no duran, y al final de ellas
siempre nos espera lo habitual. Es la “regresión a la media” (curioso concepto
estadístico) de la cotidianidad, el poder de lo anodino, la prevalencia de lo
mismo.
Es como si
estuviéramos programados ―o
condicionados, para el caso es lo mismo― para un volumen determinado de gozo y sufrimiento, y nos las arregláramos
para volver a esa cota como a una vieja patria. Comprobamos, así, cómo las contrariedades
se ciñen a esa poderosa economía: cuando nos libramos de un grave problema en
seguida encontramos otro del que preocuparnos, y si no, lo inventamos. Nos
agobia una especie de horror vacui ante la falta de inquietudes.
Seguramente se refiere a eso la estremecedora sentencia del Ramayana que
cita Robert Johnson; a continuación del final feliz logrado por Rama y Sita
tras grandes penurias, apostilla: “Pero pronto se secó el pozo del sufrimiento
y tenían que tener lugar nuevos descontentos”.
Es
impresionante la disciplina con que los apuros se reemplazan unos a otros, como
soldados en el frente. En épocas difíciles luchamos febrilmente por sobrevivir,
soñando con un tiempo más benigno. Pero cuando al fin llega ese tiempo, tras un
breve alivio y un contento que se desluce aprisa, en seguida aparecen nuevos
problemas en sustitución del primero. Muchas veces son problemas nimios, pero igual nos abruman y cumplen su función: asegurar que no se
seca el pozo del sufrimiento, y que placer y dolor tienen siempre de dónde beber.
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