(A propósito del historicismo filosófico)
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Pensar
este 'aquí y ahora' se nos ha hecho tan imprescindible que, en buena
medida, de ello depende nuestra propia existencia como ser social,
como Bildung, la
superación del actual desgarramiento que ha terminado por penetrarlo
todo, dejando a su paso temor y fanatismo, corrupción y miseria, que
son los pilares sobre los cuales se sustentan los regímenes
autocráticos.
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A
Giulio F. Pagallo, in Memoriam
I
Pensar
la filosofía 'aquí y ahora', la tarea que, siguiendo el pulso de la
filosofía clásica antigua, definieran los grandes exponentes del
idealismo alemán como el hic
et nunc:
ésta, más allá de todo tecnicismo escolástico, pareciera ser, más
que un mero desiderato, una ineludible necesidad entre nosotros. Y,
como toda necesidad, en estricto sentido kantiano, los
convencionalismos y las formalidades, en este punto, sobran,
especialmente a la hora de dar cuenta precisa de la verdad de la cosa
(Das Sache)
que se pretende adecuar, es decir, de la cabal adequatio
del
sujeto y del objeto del que se pretende dar razón. Tarea, como se
comprenderá, nada fácil y que, muy por el contrario, comporta un
desafío, un reto para la inteligencia, para el intelligere,
tal vez como nunca antes en nuestra historia.
Pensar
este 'aquí y ahora' se nos ha hecho tan imprescindible que, en buena
medida, de ello depende nuestra propia existencia como ser social,
como Bildung, la
superación del actual desgarramiento que ha terminado por penetrarlo
todo, dejando a su paso temor y fanatismo, corrupción y miseria, que
son los pilares sobre los cuales se sustentan los regímenes
autocráticos. Más aún: no pensar este
ser en este tiempo
sellaría, para nosotros, el fin de los estudios filosóficos en
sentido estricto y, con ello, su justificación cultural, social e
histórica. Lo cual, además, representaría el triunfo de lo peor
del cinismo, de la
canalla vil,
de la complicidad con el 'mal banal' del que Hanna Arendt diera
cuenta, convirtiendo en artefacto de utilería, en auténtica
reliquia de lo muerto, al pensamiento vivo. La filosofía, de hecho,
no prospera en los museos de cera ni en las estanterías de los
boticarios; tampoco en las 'salas de las momias' ni en aquello que
Spinoza llamaba 'los asilos de la ignorancia'. Como decía el joven
Hegel, en el gabinete del coleccionista de la naturaleza, sólo yacen
los insectos muertos, las plantas secas, los animales conservados en
alcohol, y todo meticulosamente agrupado y separado, en estricto
orden analítico. Y ahí donde la naturaleza vinculaba estrechamente
con su lazo amistoso la diversidad infinita, ahora sólo se halla
presente la muerte.
“Junto
a la morgue, la sala de las momias y el depósito de esqueletos
-advierte Jacques D'Hondt-, el dogmatismo organiza también un
gabinete de monstruos. El visitante que recorre una sala tras otra
tiene la impresión de que está volviendo las páginas de un manual
de historia de la filosofía -es decir, un manual prehegeliano. Los
exhibidores de cadáveres no gastan mucho en la decoración de su
museo. Se ajustan a un sencillo formalismo, y se contentan con “la
paleta de un pintor que sólo tuviera dos colores, por ejemplo el
rojo y el verde, utilizado uno para la escena histórica y el otro
para los países según la demanda”. Pero el perezoso formalismo se
fatiga con esta dicotomía, todavía demasiado compleja y concreta
para su gusto, y se entrega progresivamente a la uniformalidad y al
vacío. De modo que su actividad “concluye en una pintura
totalmente monocroma, pues, escandalizado por las diferencias del
esquema, las sumerge, en cuanto pertenecientes a la reflexión, en la
vacuidad de lo absoluto, de modo que se restablezca la identidad
pura, el blanco uniforme”. Se alcanza así una “uniformidad de la
coloración del esquema y de sus determinaciones sin vitalidad
alguna; en suma, una identidad absoluta”.
Cambiar no es tarea fácil. Y, sin embargo, para nosotros, el cambio
se ha convertido en una cuestión de imperiosa necesidad.
La filosofía es, afirma Hegel, no sin énfasis, “el tiempo
aprehendido con el pensamiento”. Si el tiempo es abstraído de esta
correlación sustancial, entonces se traslada a la autoconciencia del
sujeto reflexivo y es fijado por ésta, es decir, por la reflexión;
mas, con ello, se encierra, se abstrae, y abandona su reciprocidad,
su compenetración, con la temporalidad de lo real como tal. Es el
entendimiento reflexivo el que pretende dar cuenta del devenir
temporal de la sustancia. Pero es el propio entendimiento el que no
se percata del hecho de que, al hacer de la sustancia un algo
temporal, hace del tiempo un algo sustancial.
Hay,
de hecho, tiempos felices, como los tiempos en los que predomina un
sistema completo y total. Pero también hay tiempos de escisión, de
crisis orgánica, como los tiempos presentes. En esos períodos, como
dice Marx, la filosofía tiene la necesidad de volver sus ojos al
mundo externo, no ya en plan de comprender sino, más bien, de
involucrarse con él, de “tejer intrigas con el mundo”, echándose
en el “corazón de la sirena mundana”. Con ello, prosigue Marx,
la filosofía entra en el período de su cuaresma, en un tiempo para
la penitencia, sin duda, pero también en un tiempo para la liturgia
que va preparando el terreno propicio para su resurrección. En tales
momentos, a la filosofía le es esencial abandonar el 'reino de las
sombras', el 'sistema de la lógica' pura propiamente dicho; y,
entonces, vela su rostro, mas no su mirada: debe, en consecuencia,
adoptar una máscara. Εϊρω
es verbum,
es decir, anunciar, discurrir, con-cordar. Pero más importante
todavía es el hecho de que el εϊρων
sea todo aquél que pregunte fingiendo ignorancia, esto es, quien
actúa: el εϊρων es, de hecho, el actor:
“La ironía socrática
-observa Marx-, la trampa dialéctica por la que el entendimiento del
individuo común cae no tanto a un saber cómodo y mejor, cuanto a la
verdad, inmanente en él, evadiéndose de su múltiple osificación.
Esta ironía no es sino la forma misma de la filosofía.. Que en
Sócrates tenga la forma de hombre irónico, la de sabio, se sigue
del carácter fundamental y de la relación de la filosofía griega
con la realidad.. Schlegel nos ha enseñado que la ironía es la
forma universal inmanente, es, por decirlo así, la filosofía”.
Irónico, pues -y concluye Marx- “es todo filósofo que pretenda
hacer valer la inmanencia contra lo meramente empírico”.
Quizá
sea esta la razón que permita explicar por qué,
así como “Deucalión, al crear a los hombres, echó a sus espaldas
piedras, del mismo modo la filosofía echa a sus espaldas los ojos
(la osamenta de su madre son lucientes ojos), cuando su corazón se
entrega decididamente a la creación de un mundo”. Y, “a la
manera como Prometeo, robado el fuego del cielo, se dio a levantar
casas y a hacer de la tierra su residencia, parecidamente la
filosofía, ampliada hasta hacerse mundo, vuélvese contra el mundo
aparencial”.
No
parece haber muchas alternativas, en consecuencia. La responsabilidad
que nos impone el oficio, nos compromete a abandonar las “lecturas
desinteresadas”, la nemotécnica del ocio, el absurdo formalismo
escolástico, el actuar de espaldas a la realidad, como si nada
estuviese pasando. Hay que echar los ojos a las espaldas, voltear la
mirada al pasado, para poder reconstruir este tiempo de ausencia de
objetividad y de pobreza espiritual. Cada página leída, cada autor,
cada disciplina filosófica, cada tema y problema, nos exige dar
cuenta, hacer con-cordancia, ser autores y actores del pensar lo que
se dice y del decir lo que se piensa, para volver a tejer este ser
que estalla en pedazos, transformándolo en el centro mismo de
nuestro discurrir. Dice Hegel, en la Realphilosophie,
que “los pueblos derriban a la tiranía porque ella es abominable,
vil, etc”. Pero -agrega Hegel-, en el fondo, la derriban “sólo
porque ha llegado a ser superflua”.
II
Y,
sin embargo, conviene tener presente el hecho de que hacer la
“filosofía mundana” o hacer “mundanal la filosofía”, no
quiere decir renunciar a la speculatio
constitutiva
del pensamiento. Como tampoco se trata, según lo que se representan
unos cuantos audaces -generalmente impreparados y plenos como están
de 'pasiones tristes'- al considerar el estudio, especialmente, de la
historia de la filosofía o de los grandes pensadores del pasado,
como si se tratara de un cuerpo anacrónico o de un grupo de figuras
fantasmagóricas, sin vigencia ni contexto y, por ende, sin ningún
interés efectivo para el presente. Se representan,
se ha dicho antes. Pero conviene recordar que el representarse
(vorstellen),
la mera re-presentación, no tiene, no comporta, el mismo significado
de pensar (es
decir, del denken),
ni, mucho menos, del re-conocer
(Erkennen),
que en realidad quiere decir voluntad
sapiente.
Nadie puede poner en duda, ni siquiera sus malos lectores, el que
Hegel haya dado cuenta cabal de su época. Y es, por cierto, de Hegel
esta frase:
“La
campesina vive en su ambiente junto con Lisa, su mejor vaca lechera;
también tiene una vaca negra y una pinta. Tiene a Martín, su hijo,
y a Ursula, la niña, y así sucesivamente. De manera similar son
objetos familiares para el filósofo la infinitud, el conocimiento,
el movimiento, la ley sensible, etc. Y así como la campesina tiene
presentes al hermano que vive lejos o al tío que murió, del mismo
modo el filósofo tiene presentes a Platón, a Spinoza, etc. Una cosa
tiene tanta realidad como la otra, con la diferencia de que los
filósofos tienen la eternidad delante de sí”.
Nada
extraordinario, en consecuencia, ninguna diferencia abismal, entre la
cotidianidad de la faena campesina y la cotidianidad del oficio
filosófico, a no ser por un detalle: el hecho de tener la
eternidad por delante.
No sin razón, observa Maquiavelo, en El
Príncipe,
que existen tres géneros de “cerebros”, o para decirlo con
Spinoza, tres géneros de la percepción: el primero, es “el que
entiende por sí mismo”; el segundo, “el que discierne lo que
otros entienden”; y, el tercero, “el que no entiende ni por sí
mismo ni por otros”.
Al segundo de estos géneros, mencionados por Maquiavelo, pertenecen
los amantes del relativismo tout
court,
esos que, según Hegel, desprecian la eternidad, es decir, la
infinitud. Pero al tercero de ellos, en cambio, pertenecen los que
repiten, una y otra vez, que “el tiempo de Dios es perfecto”. Sin
duda, por la abismal extensión de lo que el espíritu ha llegado a
perder en el tiempo presente, se puede medir lo poco que necesita
para alcanzar su contento. El conformarse con las sobras que caen de
la mesa de la corrupción no es, por cierto, una de las
características del espíritu filosófico, si es verdad, como apunta
Marx en la Differenz,
que “Prometeo es el más distinguido santo y martir del calendario
filosófico”.
Es
verdad que el historicismo filosófico experimenta un enorme apetito
de cambio continuo y que detesta lo positivo, lo rígido, lo fijo, lo
estático y, una vez más, lo muerto. No obstante, conviene advertir
que lo que permanece, lo imperecedero, es aquello que mantiene
intacta su vitalidad, como fuente inagotable de incesante interés.
Como en el río de Heráclito, para el historicismo filosófico el
agua fluye eternamente aunque proyecta la misma imagen, la cual,
simultáneamente, jamás es la misma: unidad de la unidad y de la
no-unidad, realidad viviente, disolución perpetua, salto disperso
que se reúne y concentra para dispersarse de nuevo, siempre de
nuevo, immer
wieder.
Realidad que no se funde jamás en una masa única. Esta es la
agitación continua del λόγος,
el νούς,
la ενέργεια,
la actio mentis,
en fin, la sustancia-una
y, más tarde, la sustancia
como sujeto
que, retrospectivamente, ofrece la con-creciente idea de la eticidad
como conquista del saber y de la libertad. Es la tela de Penélope,
el recuerdo y el
calvario del espíritu.
III
Mirada,
pues, retrospectiva, con los ojos echados a la espalda: el inmenso
lienzo -la battista
viquiana-
de la acción del sujeto-objeto, en medio de la extremadura de la
tensión de la Fortuna
y
la Virtù,
magistralmente
delineadas por el ilustre florentino, Nicolás Maquiavelo. Un lienzo,
un entramado, siempre uno y múltiple, que incorpora el ser y la
consciencia de las diversas formaciones sociales, de los Estados, de
los individuos, de los modos infinitamente variados que
incansablemente se suceden, uno tras otro, incluyendo sus
particulares maneras de concebir la verdad, el bien y la belleza, así
como los objetivos y las metas conquistadas e, incluso, las
spinozianas manifestaciones de la esperanza y el temor. Todas éstas,
determinaciones que, en un momento suscitan las más heterogéneas
manifestaciones de barullo, de una algarabía que aún no ha
terminado de aparecer, de manifestarse, cuando ya otra cosa ha
surgido para ocupar su lugar. Es, pues, el delirium
báquico.
Y, no obstante, en medio de su inagotable devenir, la verdad como
index sui et
falsi,
la razón como autoconsciencia y sistema de la razón y de la
sin-razón, la permanencia en el cambio, la transubstanciación
cabalmente definida por el Maestro García Bacca. En síntesis: se
trata de la superación
que conserva.
La verdad, para el historicismo, crítico y dialéctico, se resume en
una expresión: es la vida del espíritu. Pedes
eorum, qui efferent te sui ante ianuam: hay
que dejar que los muertos entierren a sus muertos, pues los
pies de quienes te van a enterrar ya están ante tu puerta.
La
tarea de la filosofía no consiste en hacer malabarismos con los
conceptos, sustituyendo de manera subrepticia las determinaciones de
un concepto por otras determinaciones del mismo concepto. Ese tipo de
inconsecuencias, de abiertas manipulaciones, son semejantes a la
sofística, pero en ningún caso se identifican con la praxis
filosófica. Por el contrario, lo que se exige de la filosofía es
que utilice el intelligere
para poder aprehender, en sentido enfático, su objeto de estudio y
confrontar de continuo tal aprehensión del concepto con aquello a lo
cual se refiere, hasta el punto de mostrar que, entre el concepto y
la cosa, se pueden producir insospechadas incompatibilidades que,
progresivamente, obligan, con el avance mismo del 'seguir pensando',
a modificar el concepto, sin por ello tener que renunciar a las
determinaciones que el concepto mostraba en sus primeros principios.
No se trata, pues, de la abstracta eliminación de las figuras que
conforman la historicidad de su saber, cabe decir, del proceso de
formación de la experiencia del saber de la cosa. Se trata, más
bien, de conquistar, en clave retrospectiva, su re-conocimiento, su
necesidad y valor, en y para la concreción de la Adequatio
del
sujeto y del objeto. La cosa se sabe en virtud del proceso de su
reconstrucción integral, esto es, del ordo
et conectio
de las diversas figuras o determinaciones que ha sufrido a través de
la experiencia de su conciencia. “Nada hay -advierte Hegel en la
Lógica-
en el cielo, en la naturaleza, en el espíritu o donde sea, que no
contenga al mismo tiempo la inmediatez y la mediación, así que
estas dos determinaciones se presentan como unidas e inseparables, y
aquella oposición aparece sin valor”.
Como dice Marx “la anatomía del hombre es la clave para comprender
la anatomía del mono”, porque “los indicios de las formas
superiores en las especies animales inferiores pueden ser
comprendidos sólo cuando se conoce la forma superior”.
En
este sentido, va la exhortación de la mejor herencia filosófica, a
objeto de concentrarse en la comprensión de la experiencia dialógica
fundamental, a partir de la reconstrucción de la
cosa misma,
es decir, del con-crecimiento del objeto, y no desde la
pre-concepción o la pre-suposición de una teoría formal, de un
modelo previamente constituído y cerrado, puesto,
meramente
subjetivo, al que el entendimiento abstracto, en los últimos
tiempos, se ha dado a la tarea de designar con los pomposos nombres
de “ciencia” o de “método”. “¿A qué cosa se le llama
Ciencia hoy? -se pregunta Hegel-: al “labrador de terrazas y todo
su arte”. De igual modo, podría llamarse ciencia también a la
extracción de turba, a la construcción de chimeneas, a la crianza
de bestias, etc.”. “Un poco de carbono, oxígeno, nitrógeno e
hidrógeno vertidos juntos en un cartucho de mapa, al que le han
inscrito garabatos de polaridad y cosas semejantes, revueltos con la
varita de la vanidad, etc. Luego disparan sus ráfagas por el aire y
creen estar exponiendo el Empíreo”. En una expresión, “El más
vulgar empirismo aunado al formalismo de la materia y la polaridad,
adobado con analogías irracionales y fulgores de pensamiento de
borrachín”.
Una supuesta investigación, así encaminada, solicitará
perentoriamente la presentación de los resultados de la misma antes
de llevarse adelante; o valorará más las llamadas “Normas APA”
que los conceptos expuestos que se derivan del movimiento del objeto;
solicitará del investigador el exhaustivo y meticuloso “marco
teórico” y el “marco metodológico”, así como la “visión”
y la “misión” de la novísima contribución. Y si el
investigador en cuestión corre con la suerte de cumplir con todos
los requisitos exigidos por la institución, su trabajo será, a
todas luces, muy exitoso, sin importar cuál sea el objeto de estudio
al cual se dirige, pues, a fin de cuentas, “la institución no se
compromete con los conceptos emitidos por el investigador”. En
suma, el “cartucho de mapa” descrito por Hegel -nuestro actual
“porta título”- ya puede ser revuelto con la varita de la
vanidad. ¡Felicidades, al nuevo graduando! ¡En hora buena!
La verdad es que se equivocan quienes juzgan al historicismo
filosófico como un relativismo, más cercano a Savigny o a Burkhardt
que a Hegel. Del mismo modo como se equivocaron los Bertrand Russel o
los Karl Popper, quienes, inmersos en la llamada “guerra fría”,
llegaron a considerarlo como una versión del peor de los
absolutismos, como la filosofía propia de las sociedades no
abiertas, las sociedades de las autocracias totalitarias. En ambos
casos, se trata de lecturas parciales, sustentadas en prejuicios y
resentimientos ideológicos. Fue un hegeliano, Alexandre Kojeve,
quien fuera reconocido, oficialmente, como el precursor de la
construcción de la Unión Europea. Las investigaciones que se
hicieran, ya desde principios de los años '60 del siglo pasado, a
partir de los trabajos de Max Horkheimer, Teodor Adorno y Herbert
Marcuse, y, más tarde, a mediados de los '70, con Karl-Heinz Ilting,
Manfred Riedel, Hans-Georg Gadamer, Jacques D'Hont y Jürgen
Habermas, a los cuales se suman las más recientes contribuciones de
Axel Honneth, Robert Buford Pippin y Terry Pinkard, entre otros, han
puesto al descubierto el fraude de haber aproximado a Hegel con el
totalitarismo y al historicismo con un vulgar evolucionismo
mecanicista, inmerso en la ideología de la tradición, externo al
proceso histórico propiamente dicho. Pero, sobre el particular, no
vale la pena hacer ningún otro señalamiento, porque semejantes
distorsiones forman parte de un pasado ya sin vida, perteneciente al
desolado y patético mausoleo positivista.
Insistir
en la comprensión del presente y lo real, develar las
inconsistencias de la mitología que insiste en sobre-exaltar el
pasado, calificándolo de “heroico” y “glorioso”, con el
firme propósito de manipular hasta la nulidad el presente, con el
objetivo de mantener un régimen caracterizado por su condición
reaccionaria, extraño a la verdad, a la razón y a la voluntad
libre, enemigo de la inteligencia y del pensamiento, crasamente
totalitario, despótico y barbárico. Cultivar la pobreza espiritual
de los pueblos es la premisa para que la filosofía levante su voz y
reclame el sagrado
derecho a decir que no.
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