Ingenio frente a autocompasión. | ||||
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Ya que no podemos evitar la fragilidad, sentemos plaza en ella y hagamos de su manejo un arte: en lugar de lamentarnos por nuestros puntos débiles, tal vez podamos aprender a sacarles partido con lucidez e inteligencia. |
La habilidad
y la constancia son las armas de la debilidad. Maquiavelo.
Vulnerabilidad: término arduo y grumoso como
un trabalenguas, con el que nos referimos a algo tan simple y fatal como esas
grietas en las que nos hace mella la corrosión de la vida, esos puntos débiles
del yo en los que flaquea el conatus, allá donde la intemperie lacera
fácilmente cuando nos tantea con sus uñas afiladas.
Por eso, porque
hay puntos en los que se nos traspasa sin estorbo, es lógico que sea en ellos donde
más procuremos guardarnos, donde nos mantengamos más cautelosos. Aquiles solo
tenía uno y fue suficiente para arrasar toda su magnificencia divina. Solemos
llamarlos defectos, con una amargura que pone al descubierto nuestra secreta fantasía de
perfección, pero procurando excusarlos tras el parapeto del destino. Componendas que, en el fondo, no hacen más que rotular patéticamente la cartografía de nuestra
debilidad.
Hay que temer a
las vulnerabilidades, porque es donde se ensaña el dolor oportunista, y, como dice
Marguerite Yourcenar, no conviene tomar a broma lo que podría dañarnos. Sin
embargo, sería poco inteligente desaprovechar lo que las fragilidades tienen de
ocasión: son el enclave donde se nos ofrece la oportunidad de renunciar a la
vana omnipotencia, de templar el aguante y explorar el valor, de convocar
fuerzas inéditas y asentar la prudencia.
Allá donde la vida tiende a ponerse difícil, se descubre interesante. Allá donde podrían vencernos fácilmente, la mera persistencia es un triunfo. Hay personas disminuidas que han encontrado en su carencia un acicate para el coraje: puesto que todos cojeamos de uno u otro pie, esa es una grandeza que siempre está a nuestro alcance. Porque nada nos motiva más que lo que nos falta, y de nada nos vemos tan espoleados a hacer virtud como de la necesidad.
Sobran los
ejemplos, pero vale la pena oponerlos a la tentadora autocompasión.
Cuentan que el gran orador griego Demóstenes era tartamudo, y se había obligado
a la curiosa disciplina de ponerse, al hablar, piedras en la boca. Newton aprovechó su
misantropía para convertirse en el mayor científico de la historia. La amargura
por descubrir la pobreza y la muerte impulsó a Buda a indagar el alivio del
sufrimiento. Es el cuento del patito feo: ¿quién nos asegura que en nuestras fealdades
no alienta la potencialidad de cierta insólita belleza?
La vulnerabilidad
no es una suerte ni una ventaja, pero ahí está, y, bien manejada, puede
convertirse en una aliada de nuestras fortalezas. En Maratón, los griegos
aprovecharon la debilidad de su frente para envolver a los persas en una mortal
tenaza. En Termópilas y Salamina compensaron la inferioridad numérica atrayendo
al enemigo a cuellos de botella donde la monstruosidad del ejército de Jerjes era un inconveniente. “Si se consigue obtener ventaja del terreno, hasta las
tropas débiles e inconsistentes podrán vencer”, medita el antiguo militar chino
Chang Yu comentando El arte de la guerra, y T’sao T’sao concluye: “Pondera
los peligros inherentes a las ventajas y las ventajas inherentes a los peligros”.
Parece prudente, pues, ocultar nuestras vulnerabilidades, y procurar hacer juego allí donde nos sabemos fuertes. Pero a menudo no es posible: aparece alguien más sagaz, o sencillamente se nos ve el plumero. Entonces lo más sensato quizá sea admitirlo sin reticencia: al menos no tendremos que gastar energías en disimular, y podremos dedicarlas a aguzar el ingenio y concebir lo inesperado. Ulises compensaba sus muchas debilidades con astucia, que es el arte de aprovechar las vulnerabilidades del otro de manera que no le sea fácil explotar las nuestras. La vulnerabilidad nos expone, pero no nos condena.
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