De admiradores, aduladores y vanidosos | ||||
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¿Quién no necesita escuchar de vez en cuando algún halago? ¿A quién no le apetece ofrecerlo? Sin embargo, como todo intercambio humano, el elogio también está sujeto a códigos; hay que contar con su gracia y su desgracia, su equilibrio y su exceso. |
Halagar es un regalo, pero,
como todo, tiene su oportunidad y su arte. A todos nos gusta que nos admiren, pero pocos confiaremos
en quien nos adule. Un elogio fuera de lugar puede ser recibido con recelo:
“¿Contra quién va ese elogio?”, ironiza un receloso personaje de Unamuno en su novela Abel Sánchez.
Desde los griegos,
y en particular Aristóteles, sabemos que el arte consiste ante todo en
hallar la justa medida. El arte del elogio no es una excepción: si se queda
corto, provocará seguramente frustración y despertará rencor; si resulta demasiado
ostentoso, sonará a coba interesada y tendenciosa (como en la fábula del zorro
y el cuervo). Con tantas leyes, rara será la ocasión en que el elogio deje
satisfecho a alguien.
Y es que pocas veces la alabanza es completamente sincera; debemos asumirlo en las ajenas y reconocerlo en las propias: incluso cuando expresan una franca admiración, es probable que disimulen algunas sombras de envidia. Unamuno iba más lejos en sus críticas al elogio: afirmó alguna vez que en todos ellos hay un tercero a quien se pretende desprestigiar, y en la mayoría una intención de ensañarse con el elogiado.
No es extraño que
las lisonjas nos pongan a la defensiva. Hay culturas que las rechazan
abiertamente, y se recibe con recelo tanto la felicitación por una buena
cosecha como los halagos a un hijo. Tras un adepto se insinúa un rival o un interesado,
y se comprende que a menudo respondamos procurando minimizar nuestros méritos,
no vaya a ser que el otro se los tome demasiado en serio y nos haga pagar por
ellos.
Pero también el halagador corre sus propios peligros. Hay por el mundo muchos egos hambrientos de reconocimiento, que por alguna razón ―inseguridad o mera petulancia― necesitan acaparar vorazmente continuas expresiones de admiración. Son como los niños, que nos rondan una y otra vez para que les repitamos lo bien que lo han hecho, y nunca tienen suficiente: “¡Mira, papá, sin manos!”.
El acaparador de
elogios interpreta sus prodigios, entre lo fastidioso y lo patético,
requiriendo las dulces loas del público, como aquel personaje de El
principito que levantaba el sombrero cuando alguien aplaudía. “Golpea tus
manos, una contra otra”, pide, y de entrada parece divertido, pero al rato
acaba por resultar monótono.
Los rastreadores
de aplausos se activan en cuanto dan con alguien dispuesto a prodigarles uno, y
desde ese momento no aceptarán que se les niegue su regalo. Cuando el público
se levante para ir a otra cosa, cambiarán de espectáculo o extremarán su
pantomima. Todo con tal de mantener al espectador como rehén. Y si uno insiste
en marcharse, tal vez incluso lo tomen a mal: qué falta de tacto, qué
desvergüenza, qué ignorancia no saber reconocer los méritos que se nos ofrecen.
En definitiva, el arte del elogio procurará cultivar la parquedad, la sutileza y la prudencia. Alabanzas, las justas, y mejor que el otro no parezca demasiado goloso de ellas. Todos necesitamos que nos reconozcan, y tampoco se trata de escatimar una adulación afable cuando nos sale del alma; bienvenido algo de dulce, pero sin empalagar.
El cariño se
complace en elogiar, a veces incluso exagerando, solo por el gusto de despertar
la alegría en el otro, como una manera juguetona de mimarlo. Yo conocí a una persona
tan gélida, tan poco dada a la empatía, que no solo era incapaz de regalar una lisonja
amistosa, sino que ni siquiera lograba comprenderlas, y las consideraba una
tontería. El que ama no necesita comprender nada. Pero amamos poco y queremos mucho, por eso nos
conviene ser cuidadosos.
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