Las ruinas circulares

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Las ruinas circulares por @jrherreraucv


Un hombre gris, taciturno y sin nombre, se propone crear un hombre nuevo a través de sus sueños e imponérselo a la efectiva objetividad del mundo. “Su propósito no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. Este es, grosso modo, el hilo conductor de la trama que va tejiendo Jorge Luis Borges en uno de sus cuentos-ensayos más célebres: Las ruinas circulares.

Hombre en ruinas.

La alquimia del proyecto se había convertido en la gran obsesión de su prescindible existencia: “Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado”. Al principio, todo el esfuerzo fue inútil. Pero frente a esos primeros y razonables fracasos por crear una existencia salida de sus sueños, pronto comprendió aquel hombre, ya maduro y desgarbado, que “el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de la que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara”.

Purificado e inspirado, fue soñando, uno a uno, los órganos vitales de su nueva creación. En sus largas jornadas de sueño, que parecían años (casi veinte), logró, finalmente, soñar “un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido”, como si se tratara –valga la expresión cartesiana– de un auténtico “sueño dogmático”. El nuevo Adán no lograba ponerse de pie: “Tan inhábil y rudo y elemental como Adán de polvo era el Adán del sueño que las noches del mago habían fabricado”. Hasta que, echado a los pies de la efigie de tigre o de potro –no se sabe bien– que aún gobernaba el circular templo en ruinas, logró soñar con un bastardo de tigre y potro, de toro y rosa y tempestad, a la vez. La deidad le habló. Su nombre era Fuego. Le prometió animar su fantasma hasta que toda criatura lo pensara de carne y sangre. Y, asumiendo seguir las instrucciones dadas por aquella deidad, “en el sueño del hombre que soñaba, el soñador se despertó”. Ahora, sí, iba a poder estar con su creación. Su “hijo”, aquel espectro onírico exento de recuerdos –sólo el devenir sabe que es una simulación–, finalmente estaba listo para nacer. Hay candidatos que olvidan que durante los últimos años han sido presidentes y responsables de las ruinas circulares.

Desde la filosofía presocrática, y según las sugerencias dadas por el Obscuro efesio, fuego es movimiento, flujo incesante, precisamente: devenir. Pero todo devenir es un andar y todo andar se va haciendo, al tiempo que va dejando a su paso el recuerdo (no la Gedächtnis sino más bien el Erinnerung) del calvario de su propio recorrido. Corso e ricorso. Es experiencia a la cual en su más antigua acepción –la jónica– se le identificaba con el saber. No hay Realpolitik sin Hautepolitique, como no hay sujeto sin objeto. El resto es crasa ignorancia de quienes no logran comprender que la soberbia no es más que el sello que rubrica su propia tosca ignorancia. Y es que, en realidad, no hay experiencia sin conciencia ni conciencia sin experiencia. De ahí que el saber sea experiencia que deviene conciencia. Fin del simulacro. O, tal vez, sea esta la denuncia de la ahistórica duplicación del simulacro de un simulacro, del Golem de un Golem, esa suerte de “mal infinito” sorprendido en las abstracciones de una ficción.

Al final del cuento borgiano –¡oh, sorpresa!– la mórbida reiteración continua, el mismo estribillo sobre el mismo tiovivo, el despropósito de la circularidad –la circularidad del despropósito– nietzscheana, el nunca poder avanzar, el avanzar para retroceder: “se había repetido lo acontecido”, el una y otra vez de la horrible pesadilla de la Matrix fascista, soviética, castrista, en fin, despótica, que se sustenta en los mitos de un “hombre nuevo” y siempre viejo: “Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”. Corolario necesario: nunca tuvo un espectro, esa vana apariencia que se autoextraña y duplica, la facultad de ser sí mismo. Desde el inicio, el hombre gris fue el sátrapa de otro sátrapa. Nada se puede esperar de “aquellos alumnos que aceptan con pasividad una doctrina”, por más dignos de compasión o buen afecto, dado que nunca pueden ascender a la condición de individuos. Diría Borges, el mayor de los spinozistas de la América hispana, que prescindir de las determinaciones, es decir, de modos y atributos, equivale nada menos que a la muerte de Dios, si es verdad que Deus sive Natura. La ya inesquiva presencia de las ruinas circulares, de los espectros materializados para sí, anuncian, en consecuencia, si no la muerte, la pérdida de Dios. Como dice Bertolt Brecht, “¿no hemos tenido suerte? No esperes respuesta, salvo la tuya”.

Dice Hegel que en la historia los grandes hombres creen trabajar para sí mismos sin percatarse de que han trabajado para la razón. Pero, ¿para quiénes trabajan los pequeños liliputienses, ruines copias de otras copias? En momentos carentes de toda racionalidad posible, de absoluta pérdida de todo concepto en sentido enfático, en momentos en los cuales corrupción y miseria se han identificado recíprocamente, las fronteras entre los términos opuestos se difuminan y se pone de relieve el imperio de la canalla vil, en medio del cual el Espíritu, ya afectado en sus cimientos, sufre la peor de sus consecuencias: la barbárica pobreza que, cual cáncer terminal, carcome sus entrañas. Quienes se autoproclaman como los más puros, genuinos y auténticos defensores del ideal democrático son los primeros que arremeten contra toda naturaleza y principio democrático. Han hincado sus colmillos y han terminado por infectar al ser social y a su conciencia los espectros de la ruin circularidad descrita por Borges. Esperan un “salvador”. Se ha objetivado la ficción del “hombre nuevo” y, con ella, la pérdida de toda sobriedad. Exaltados los humores caudillescos, la figura del tiranuelo de turno ha encarnado, una vez más, en medio de la peor y quizá la más triste de las crisis orgánicas padecidas por sociedad contemporánea alguna. Grave error el haber subestimado la necesidad de profundizar la formación cultural, la educación estética; el haber despreciado el saber por la mera instrucción; el haber sustituido el mérito por el compadrazgo, el trabajo por el rentismo y el facilismo, la eticidad por el pragmatismo populista y por el militarismo, la previsión por la improvisación. El sueño de un sueño ha terminado ocupando el lugar de las ideas y valores republicanos. Para poder superar los defectos de una sociedad es menester revisarse, romper el círculo vicioso y comenzar a corregir los propios defectos. Entre tanto, día a día, la pesadilla de las ruinas se sigue acumulando en circular disposición insomne.
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