La vida no es un asunto tan personal

El universo no tiene planes para nosotros; somos fruto del azar y la evolución. Vivir sin expectativas nos libera del egocentrismo.
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De causas ciegas y azares indiferentes

El Big Bang no soñaba con las estrellas. Epicuro estaba convencido de que, si había dioses, los insignificantes asuntos humanos les traerían sin cuidado. Nos gustaría creer que el universo tiene planes para nosotros, y esperamos que escuche nuestros deseos; pero los planes y los deseos son cosa humana, demasiado humana. 

El Big Bang no soñó con estrellas por causas ciegas y casualidades indiferentes. Epicuro estaba convencido de que si hubiera dioses, los insignificantes asuntos humanos no les importarían. Nos gustaría creer que el universo tiene planes para nosotros y esperamos que escuche nuestros deseos; pero los planes y los deseos son humanos, demasiado humanos.


Nos tomamos la vida como algo demasiado personal. Todavía estamos contaminados por ese egocentrismo infantil que nos convencía de que todo el mundo gira alrededor de nosotros. Pero la vida sencillamente sucede, el universo se expande por su cuenta, sin ninguna finalidad, y menos la de nuestra pequeñez. Nosotros no hemos hecho más que caer aquí, como vino a decir Heidegger, fruto del sucederse ciego de las generaciones y la criba en el cedazo de la evolución. Somos la confluencia fortuita de muchas causas que no nos buscaban y muchos azares que nada sabían de nosotros. Somos una flor de primavera que agosta el verano, o una seta de otoño que congela el invierno. El sentido es un capricho de nuestra mente. Un empeño que, al no sernos concedido, nos hace sufrir.
En realidad no hemos venido aquí: somos esto tat twam asi, dicen los hindúes, en un lugar y un tiempo concretos. Mañana seremos otra cosa dentro de un conjunto que será también diferente. Somos una ola en un mar en perpetuo movimiento. No nos marcharemos porque jamás vinimos. Lo que se perderá con nuestra desaparición no es más que un remolino en el río del acontecer. Nuestro drama es que hemos cobrado conciencia de nosotros mismos y hemos llegado a creer que esa idea se correspondía con algo real. Pero lo único real es el fluir constante de la materia y la energía a través del tiempo, el sucederse de formas que cambian sin cesar. A la forma le gustaría perpetuarse, pero las mismas fuerzas que la configuraron la van deshaciendo poco a poco, como las montañas que se elevan y se erosionan en su escala de tiempo de gigantes.

Tal vez lo más coherente sea vivir nuestra aventura con una sonrisa y sin grandes pretensiones. Seamos lo que somos, porque es bello y valioso; pero sin dejar de tener en cuenta que al final tendremos que entregarlo y el viento se lo llevará. Esculpamos castillos con arena, puesto que nos hace felices; pero no nos amarguemos porque al final suba la marea y los derribe. Ni la arena ha sido creada frágil para que se derrumben nuestros castillos, ni las olas la remueven con el propósito de que no quede nada nuestro. Lo nuestro solo nos concierne a nosotros, y si fuésemos un poco más sabios ni siquiera a nosotros nos importaría. Tal vez entonces podríamos recitar con Bertrand Russell: “Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer; nuestros éxitos y fracasos, a fin de cuentas, no importan gran cosa... El ego de una persona es una parte insignificante del mundo.”
Creemos que el universo tiene intenciones porque proyectamos en él las nuestras. Pero Darwin ya nos enseñó que la vida se despliega sin teleología, es una fuerza ciega que no busca nada. No hay ninguna pena esperándonos para caer sobre nosotros; tampoco se nos ha reservado ninguna alegría. Es un gozo ser amado, pero nadie ha sido puesto ahí con la misión de amarnos: sencillamente, las personas se cruzan y a veces se aman; lo cual es una suerte solo para ellas. Un día sucede que dejan de amarnos, y, como se interrumpe lo que esperábamos, nos angustiamos o nos enojamos. Deberíamos sentirnos agradecidos por el pecio que las olas trajeron a nuestra orilla, en lugar de reprocharles que se lo lleven.
Con las aversiones pasa lo mismo: el que haya quien nos odie, o nos parezca odioso, tampoco es algo tan personal, como no lo son los aerolitos que caen sobre la superficie de los planetas, llenándolos de heridas y cicatrices. Las personas se cruzan y a veces se chocan. Es normal que duela, pero, ¿qué culpa tienen los meteoritos de ir a la deriva por el cosmos y un buen día ser atrapados por un planeta? ¿Qué culpa tienen los planetas de que exista la gravedad? Y la gravedad, que es solo un rostro de la materia, ¿tiene alguna culpa? Incluso cuando una persona nos hace daño deliberadamente, ¿sabe realmente por qué lo hace? ¿Tiene una idea cabal de quién es ese a quien se lo hace? ¿Acaso ha inventado ella el odio? Cierto que eligió ensañarse con nosotros, pero lo que le empujó fue un impulso ciego, sin trascendencia, algo dentro de ella de lo cual tal vez ni siquiera sabría dar cuenta cabal. En cualquier caso y esto es lo más extraordinario no es a nosotros a quienes dirige su ataque, sino a un concepto de su imaginación que se parece vagamente a nosotros. En definitiva, su inquina es algo exclusivamente suyo, que acontece dentro del teatro de su mente, y que se proyecta en el mundo a través de una imagen. ¿Qué tiene que ver con ella nuestra realidad?

Así que el mundo gira por su cuenta, y si nosotros lo hacemos con él es por puro accidente. Nada, ni lo bueno ni lo malo, suele ser concebido pensando en nosotros: bastante tiene cada ser con pensar en sí mismo, con esforzarse en perseverar, como enunciaba Spinoza. Se dirá que de todos modos nos afecta, y que eso es lo que cuenta. Sin duda. Si estamos en el camino de una bala, la bala atravesará nuestro cuerpo; si alguien nos lanza un puñetazo, nos dolerá lo mismo aunque sepamos que aquel a quien pega no somos nosotros, sino una fantasía en la mente del agresor. Pero para la mayoría de los conflictos cotidianos, cuando no llega la sangre al río, ser capaz de no tomarlos como algo demasiado personal nos libra de muchos sufrimientos inútiles: los de la susceptibilidad, los de la humillación, los de la frustración y el rencor. Las ofensas pierden casi todo su poder, ya que apenas nos implican; el bálsamo de la compasión y el perdón nos queda más a mano para aquietar el alma. Podemos pedir sin que la negativa nos frustre demasiado: al fin y al cabo, nadie nos debe nada, y no es a nosotros a quienes rechaza, sino al mundo, a esa parte del mundo que le reclama, quizá, demasiado. Podemos liberarnos de nuestra propia fantasía de egocentrismo, salir de sus estrechos muros, minimizar nuestros apegos y mirar el universo, al fin, con ojos limpios. Y cuando somos capaces de hacer eso, estamos en condiciones de exclamar, como el protagonista de American Beauty: “¡Hay tanta belleza!”

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