Las llamadas ciencias sociales han avanzado vertiginosamente, de modo exponencial, durante los últimos tiempos. Casi se podría afirmar que los muy respetables científicos sociales llevan puestas las botas de las siete leguas, las mismas que usara Pulgarcito para evadir al ogro que se oculta detrás de la realidad. Sus agigantados avances, su extensión por la sinuosa y escarpada geografía del conocimiento, se pierde tras el horizonte de las urbes, del primero al último de los mundos posibles. |
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Sus respuestas –siempre– están a la mano, como en las largas estanterías de los supermercados que, en épocas más felices, tenían a su disposición los consumidores venezolanos. Y cuentan, además, con una respuesta del peso y tamaño requeridos para la ocasión, para todo o para casi todo. La sociología, por ejemplo, cual caballero de reluciente armadura, porta en sus manos el escudo de la epistemología y la lanza del método. En su justa contra los molinos de viento metafísicos, ha dado cuenta de sus extraordinarias capacidades para pasar de las formas de la religión a las formas teológicas y, desde estas, a la ciencia pura y simple. Uno de esos distinguidos científicos sociales, auténtico heredero de las más sutiles revelaciones que se sustentan en las certezas provenientes de la reflexión del abstraktes Verständnis, es el lúcido y eminente profesor Fernando Mires, quien hace pocos días dejó caer sobre su cuenta de Twitter una sentencia tan 'clara y distinta' como plena de maravilla aristotélica: “Intelectual es toda persona que piensa. Los intelectuales no existen como profesión: existen profesores, escritores, pintores, dentistas, policías, obreros, albañiles, basureros (todas dignas profesiones). En todas esas profesiones hay gente que piensa: todos son intelectuales”.
Es verdad que, basándose en sus indiscutibles esfuerzos cognitivos y en sus inclinaciones por las certezas relativas, las ciencias sociales presuponen respuestas para toda ocasión, para cada circunstancia, porque ellas –entre 'eventos' y 'narrativas', como acostumbran decir– conocen de antemano, prevén, se anticipan. No como las sacerdotisas, echando mano del oráculo, ni por medio de las piedras de los druidas, ni de las cartas astrales de los divinari, sino –como respetables científicos que son– a través de sus sofisticados y rigurosísimos instrumentos metodológicos de última generación. Y sin embargo, cabe pensar –después de todo, “hay gente que piensa”– en la posibilidad, y solo a manera de hipótesis, de que, tal vez, sea por eso que sus grandes fortalezas pudieran llegar a poner de relieve sus grandes debilidades. En efecto, como ha afirmado recientemente el estudioso español, Alexandre Carrodeguas: “Las sociologías generales, más allá de lo que pueda ser su mérito, no le hacen justicia a la realidad, porque pretenden tener sistemáticamente una respuesta para todo. Con ellas sabemos de antemano lo que debemos encontrar, en qué casilla teórica, bajo qué concepto o rubro prexistente acomodaremos lo que hayamos observado”.
Y, más aún: “Se sabe de antemano, por ejemplo, que la realidad social se puede distribuir, sin restos, en unos órdenes o sistemas determinados. O que está edificada sobre elecciones individuales racionales. O, al contrario, que las sociedades se organizan como totalidades a priori, como si la sociedad prexistiera a sí misma, y los actores no hicieran otra cosa que aplicar los valores sociales, como sostiene el culturalismo, aplicar las funciones, según el funcionalismo u obedecer a unas reglas, como plantea el estructuralismo”. Tales escuelas o tendencias tienen una “respuesta para todo” y proponen “conceptos elásticos que llevan más a formular preguntas que a responderlas”. Y es que, después de todo, conviene plantear preguntas pertinentes, buenas preguntas, porque solo de ese modo resulta posible anticipar buenas respuestas.
Antonio Gramsci no era, para su desgracia, sociólogo. Lector de Vico y de Hegel, de Marx y Labriola, de Croce y Gentile, eligió la filología y la filosofía, no solo por convicción, sino también por profesión. En sus Cuadernos puede leerse que, ciertamente, “todos los hombres son ‘filósofos”, pero, eso sí: “definiendo los límites y los caracteres de esta 'filosofía espontánea', propia de 'todo el mundo', y de la filosofía que está contenida: 1) en el lenguaje; 2) en el sentido común y el buen sentido; 3) en la religión popular y en todo el sistema de creencias, supersticiones, modos de ver y obrar que se asientan en aquello que generalmente se denomina 'folclor'”. Y así, una vez que se demuestra que todos los hombres son “filósofos” inconscientemente, dado que “en la mínima manifestación de cualquier actividad intelectual –el ‘lenguaje’– está contenida una determinada concepción del mundo”, resulta necesario pasar a un segundo momento: al de la crítica y la conciencia, dado que no es posible pensar sin poseer “conciencia crítica, de un modo disgregado y ocasional, es decir, 'participar' de una concepción del mundo impuesta mecánicamente”.
No pocas veces, los silogismos pueden llevar a conclusiones que terminan en la más triste confirmación del populismo: “Todos los hombres son intelectuales. Trucu-trú es –muy a su pesar– un hombre. Ergo: Trucu-trú –muy a su pesar– es un intelectual”. A Dios rogando y..., dice un refrán popular, bien conocido por la gran mayoría de la intelectualidad nacional. No hay que estudiar, en consecuencia, para ser filósofos. Hay gobernantes que no llegaron a formarse, a educarse, en las universidades. No lo necesitaban: son intelectuales, o como dice Gramsci, “filósofos”. Todos lo son. Los hay, incluso, capaces de formular tautologías sin tener idea de que, efectivamente, son expertos en ellas, como aquel conocidísimo filósofo que solemnemente sentenció: “Y si me matan y me muero”. No: no es necesario estudiar para ser un intelectual. Bastará, como diría Spinoza en su Reforma del entendimiento –o sea, en ese intento suyo por enmendar, precisamente, el intelecto– con las percepciones de oídas o con la vaga experiencia. Y así, “como va viniendo, vamos viendo”. Que “el tiempo de Dios” sea “perfecto” o “que Dios proveerá”, son dos de las más grandes sentencias que se le han escapado de sus respectivos laberintos minotáuricos a dos grandes intelectuales, para devenir máximas de la novísima filosofía probada y comprobada, epistemológica y metódicamente, por uno de los más destacados científicos de la certeza sensible de este menesteroso presente. No sin razón, afirmaba Hegel que el entendimiento sin la razón es algo. A pesar de no tener profesión alguna, después de todo, habrá que “seguir pensando”.
Por José Rafaél Herrera / @jrherreraucv
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