Por JOSÉ RAFAEL HERRERA / @JRHERRERAUCV
Durante los primeros años setenta del pasado siglo, la brecha entre q
uienes desde la extrema izquierda insistían en mantenerse dentro del modelo de la lucha armada para “asaltar el poder” y quienes se proponían la construcción de un modelo democrático, moderado y de participación activa dentro de la vida institucional se fue haciendo cada vez más evidente. Los primeros se inspiraban en las prácticas revolucionarias que, desde el derrocamiento de la Rusia zarista hasta la salida del dictador Batista de la presidencia de Cuba, se habían convertido en una referencia modélica, en una suerte de “manual del usuario” revolucionario, que confirmaba la clásica tesis –sin duda, ya presente en Marx, aunque enfatizada hasta el paroxismo, primero por Lenin y luego por Mao Tse-tung– según la cual el único modo de derrocar a “los enemigos del proletariado” era a través de la vía violenta, es decir, por medio del derramamiento de “la sangre de los opresores”. La otra izquierda, en cambio –asistida por Gramsci y sus tesis sobre la distinción entre Oriente y Occidente, la sociedad política y la sociedad civil, la “guerra de movimiento” y la “guerra de posición”, etc.–, vindicaba los valores del humanismo y la democracia liberal y, con ellos, la tolerancia, el respeto a la disidencia y la toma de decisiones para los cambios políticos y sociales a través del voto. Era esa “la vía democrática al socialismo”, que más tarde se dio a conocer con el nombre de “eurocomunismo”.
Con el tiempo, ambas posiciones se fueron haciendo cada vez más pugnaces, más extremas, más opuestas entre sí. Para los primeros, los segundos no eran más que “reformistas” y “revisionistas” de la “doctrina” comunista, que fue la fórmula empleada, primero por Lenin y luego por Stalin, para referirse a los “traidores”, los cuales, progresivamente, fueron siendo incorporados al “libro negro” de la Internacional Comunista dirigida desde la Unión Soviética. Para los segundos, los primeros eran militantes de una anacrónica –decimonónica– idea de revolución, impulsada por el “foquismo” y el “voluntarismo” irracionales. De hecho, habitualmente se referían a ellos con el epíteto de “los locos”. Derrotados militar y políticamente, sus partidos fueron reducidos a pequeños grupos –casi a juntas de condominio– con una participación apenas perceptible en la vida nacional. Hasta que los “locos”, después de las fallidas intentonas golpistas contra un gobierno democrático legítimo y legal, tomaron la decisión unánime de presentarse en las elecciones que le dieron un triunfo indiscutible al “vengador”, al Buzz-Lightyear del llano. Lo extraordinario es que muchos de sus antiguos rivales, los de la llamada izquierda democrática, se sumaron a la nueva aventura de los extremistas, porque, finalmente, estos habían entendido que el camino al poder tenía que ser por la vía electoral, como en efecto había sucedido en esa oportunidad, a pesar de aquel indescifrable, aunque claramente amenazante, “por ahora” y de sus obvias implicaciones para el menesteroso presente.
Los así llamados “líderes históricos” de la versión democrática del socialismo, convencidos de que sería un error apoyar a un grupo de subversivos y militares insurrectos para conformar un nuevo gobierno, fueron expulsados del partido que habían fundado, para dar paso a ese gran “rompecabezas”, al “gran polo patriótico” que la “fusión cívico-militar” había logrado, finalmente, amalgamar. Pronto, más pronto de lo que se hubiesen imaginado, los nuevos aliados de los viejos bolcheviques fueron siendo eliminados de la alianza, y el río de la ortodoxia, inspirado en el mito de la muy antimarxista “teoría de la dependencia” –especialmente, en su versión paulista y habanera– volvió a su cauce, para hacerse del poder –a confesión de parte relevo de pruebas– für ewig. Y, una vez afianzados en el poder, terminaron transformando el Estado nada menos que en un gang, en un cartel que mantiene secuestrada a la sociedad civil. En una expresión, el “por ahora” devenido “por siempre”, hasta nuevo aviso. Se ha dicho que carecen de un proyecto de país y que solo poseen un proyecto para preservar el poder. Como si en realidad les interesara tener un proyecto de país. Y, en este punto, quizá sea conveniente recordar el hecho de que las mafias son ajenas a aquellos intereses que no les son de particular interés. Un Estado forajido no es un Estado. Es la opacidad del espejo de un espejo roto, carente de luz.
La descontextualización de los procesos históricos es asunto de graves consecuencias, especialmente para la real y efectiva conquista de la libertad y del derecho, y, más aún, en momentos en los cuales una determinada formación social se ha perdido a sí misma en el laberinto de su propia imaginación, dado que padece de la peor de las pobrezas espirituales sufridas por la experiencia de su conciencia. Las presuposiciones de la ya desgastada ideología de factura reformista no pueden ser –porque ya carecen del necesario sustento histórico y conceptual– un “modelo” fijo que, por cierto, pretende sustentarse en ficciones, traídas de otras latitudes, para transformarlas en reglas, patrones o axiomas políticos organizacionales que “deberían” ser instrumentalizados “rigurosamente” a los fines de poder llegar a ser “exitosos”. Uno de los grandes inconvenientes de una ciencia social o política que se ha dejado guiar por el entendimiento reflexivo y la ratio instrumental consiste en la pretensión de formalizar matemáticamente las inéditas determinaciones que son características específicas del espíritu de cada pueblo. El extremo de la violencia abstracta es, ontológicamente, idéntico al del electoralismo abstracto. En realidad, tanto el belicismo como el pacifismo tout cout alimentan esperanzas, por una parte, mientras, por la otra, ocultan sus grandes temores. Caras de una misma moneda. Los trillados ejemplos de las dictaduras del Cono Sur o de la Europa Central redundan en abstracciones ahistóricas, desdibujadas por completo de su contexto y de sus circunstancias específicas. Es como si, por ejemplo, de golpe y porrazo y de la noche a la mañana, después de una fervorosa campaña electoral se pudiera lograr el desalojo de una feroz dictadura que se niega a abandonar el poder, mediante la simple y mágica convocatoria de los comicios. Por si alguien aún no ha caído en cuenta, puede ser que el Muro de Berlín haya sido derrumbado. Pero eso no significa que, en realidad, la sustancia de la Unión Soviética haya desaparecido de la faz de la tierra. Que ya no porte ese nombre, que sus estandartes ya no sean los mismos, no significa que no se haya redimensionado y siga manteniendo viva, y amenazante, su tradicional concepción tiránica del poder. En nombre de la democracia y del mundo libre, no bastará con la simple participación en un proceso electoral para cambiar las cosas si no hay una resistencia organizada, capaz de defender la cultura y los valores republicanos.
Con el tiempo, ambas posiciones se fueron haciendo cada vez más pugnaces, más extremas, más opuestas entre sí. Para los primeros, los segundos no eran más que “reformistas” y “revisionistas” de la “doctrina” comunista, que fue la fórmula empleada, primero por Lenin y luego por Stalin, para referirse a los “traidores”, los cuales, progresivamente, fueron siendo incorporados al “libro negro” de la Internacional Comunista dirigida desde la Unión Soviética. Para los segundos, los primeros eran militantes de una anacrónica –decimonónica– idea de revolución, impulsada por el “foquismo” y el “voluntarismo” irracionales. De hecho, habitualmente se referían a ellos con el epíteto de “los locos”. Derrotados militar y políticamente, sus partidos fueron reducidos a pequeños grupos –casi a juntas de condominio– con una participación apenas perceptible en la vida nacional. Hasta que los “locos”, después de las fallidas intentonas golpistas contra un gobierno democrático legítimo y legal, tomaron la decisión unánime de presentarse en las elecciones que le dieron un triunfo indiscutible al “vengador”, al Buzz-Lightyear del llano. Lo extraordinario es que muchos de sus antiguos rivales, los de la llamada izquierda democrática, se sumaron a la nueva aventura de los extremistas, porque, finalmente, estos habían entendido que el camino al poder tenía que ser por la vía electoral, como en efecto había sucedido en esa oportunidad, a pesar de aquel indescifrable, aunque claramente amenazante, “por ahora” y de sus obvias implicaciones para el menesteroso presente.
Los así llamados “líderes históricos” de la versión democrática del socialismo, convencidos de que sería un error apoyar a un grupo de subversivos y militares insurrectos para conformar un nuevo gobierno, fueron expulsados del partido que habían fundado, para dar paso a ese gran “rompecabezas”, al “gran polo patriótico” que la “fusión cívico-militar” había logrado, finalmente, amalgamar. Pronto, más pronto de lo que se hubiesen imaginado, los nuevos aliados de los viejos bolcheviques fueron siendo eliminados de la alianza, y el río de la ortodoxia, inspirado en el mito de la muy antimarxista “teoría de la dependencia” –especialmente, en su versión paulista y habanera– volvió a su cauce, para hacerse del poder –a confesión de parte relevo de pruebas– für ewig. Y, una vez afianzados en el poder, terminaron transformando el Estado nada menos que en un gang, en un cartel que mantiene secuestrada a la sociedad civil. En una expresión, el “por ahora” devenido “por siempre”, hasta nuevo aviso. Se ha dicho que carecen de un proyecto de país y que solo poseen un proyecto para preservar el poder. Como si en realidad les interesara tener un proyecto de país. Y, en este punto, quizá sea conveniente recordar el hecho de que las mafias son ajenas a aquellos intereses que no les son de particular interés. Un Estado forajido no es un Estado. Es la opacidad del espejo de un espejo roto, carente de luz.
La descontextualización de los procesos históricos es asunto de graves consecuencias, especialmente para la real y efectiva conquista de la libertad y del derecho, y, más aún, en momentos en los cuales una determinada formación social se ha perdido a sí misma en el laberinto de su propia imaginación, dado que padece de la peor de las pobrezas espirituales sufridas por la experiencia de su conciencia. Las presuposiciones de la ya desgastada ideología de factura reformista no pueden ser –porque ya carecen del necesario sustento histórico y conceptual– un “modelo” fijo que, por cierto, pretende sustentarse en ficciones, traídas de otras latitudes, para transformarlas en reglas, patrones o axiomas políticos organizacionales que “deberían” ser instrumentalizados “rigurosamente” a los fines de poder llegar a ser “exitosos”. Uno de los grandes inconvenientes de una ciencia social o política que se ha dejado guiar por el entendimiento reflexivo y la ratio instrumental consiste en la pretensión de formalizar matemáticamente las inéditas determinaciones que son características específicas del espíritu de cada pueblo. El extremo de la violencia abstracta es, ontológicamente, idéntico al del electoralismo abstracto. En realidad, tanto el belicismo como el pacifismo tout cout alimentan esperanzas, por una parte, mientras, por la otra, ocultan sus grandes temores. Caras de una misma moneda. Los trillados ejemplos de las dictaduras del Cono Sur o de la Europa Central redundan en abstracciones ahistóricas, desdibujadas por completo de su contexto y de sus circunstancias específicas. Es como si, por ejemplo, de golpe y porrazo y de la noche a la mañana, después de una fervorosa campaña electoral se pudiera lograr el desalojo de una feroz dictadura que se niega a abandonar el poder, mediante la simple y mágica convocatoria de los comicios. Por si alguien aún no ha caído en cuenta, puede ser que el Muro de Berlín haya sido derrumbado. Pero eso no significa que, en realidad, la sustancia de la Unión Soviética haya desaparecido de la faz de la tierra. Que ya no porte ese nombre, que sus estandartes ya no sean los mismos, no significa que no se haya redimensionado y siga manteniendo viva, y amenazante, su tradicional concepción tiránica del poder. En nombre de la democracia y del mundo libre, no bastará con la simple participación en un proceso electoral para cambiar las cosas si no hay una resistencia organizada, capaz de defender la cultura y los valores republicanos.
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