Las primeras horas del atardecer de aquel aciago primer jueves de un marzo tórrido venezolano –otro marzo ígneo y desgarrado–, ya anunciaban penumbra, el acaso de las sombras que, al pasar las horas, se hizo exigencia del crispar de velas y emergentes lámparas –quizá improvisadas– que hicieran retroceder, o cuando menos morigerar en parte los ya inminentes e inevitables rigores de la oscurana. Esta vez, y a diferencia del habitual “ya llegará”, cayeron los últimos rayos de sol, pasaron las horas y se fueron los días en espera. Y la bendita esperanza, pan de cada día, se hizo maldito temor, hambre de cada día. Sin servicio eléctrico no solo no hay luz: no hay agua, y, tarde o temprano, no hay ni telefonía ni redes informáticas. Siguen pasando las horas y comienza a fallar el transporte –ya casi no hay gasolina en un país productor de petróleo–; los alimentos que requieren refrigeración comienzan a descomponerse; los locales comerciales se ven impedidos de funcionar con relativa normalidad, mínimamente, y se ven forzados a mantener cerradas sus puertas, al igual que las oficinas públicas; la banca no funciona, ni los cajeros automáticos, no hay dinero disponible, no funcionan los puntos de venta; las pocas fábricas que aún resisten los embates del cartel, de la narco-dictadura, se ven paralizadas; las clínicas y los hospitales colapsan; los cadáveres de la morgue comienzan a descomponerse; los centros educativos se ven desiertos, desolados; los aeropuertos dejan de funcionar, se paralizan los vuelos; las mercancías y encomiendas no salen de los puertos; no hay ni ascensores ni escaleras mecánicas. Los sistemas de seguridad fallan. El hampa se desborda, acecha en cada calle, en cada esquina, en cada rincón. El país se paraliza. Es el colapso en su totalidad. Finalmente se ha hecho explícito y evidente lo que hasta ahora se hallaba implícito y oculto. Ironía de ironías: tras la oscurana se llega a mirar con mayor claridad lo que a simple vista y a plena luz no se había –¡hasta ahora!– llegado a ver. Porque así como oír no es escuchar ver no es mirar. Este es “el final del túnel” del chavismo, pero también “el final del túnel” para el chavismo.
La infeliz y grotesca frase: “Esta es apenas una mínima parte de lo que somos capaces de hacer” se les ha invertido. Su recuerdo no será, a pesar de ser, tal vez, la frase más honda, más sentida, la que mejor define la oscura condición de la canalla, de ese grupo de gánsteres que raptó y saqueó al país, que lo sometió y humilló sin piedad hasta la miseria y la vergüenza. No será su recuerdo, porque carece de toda posible dignidad histórica, tanto como carece de humana condición el desdichado accidente, la verruga del ente, que la profirió. Sí quedará para el “nunca más” la infausta imagen, divulgada por todas las redes sociales, de la madre impotente que sostiene a su niña desvanecida, como si fuese una muñequita de finas telas, que se le durmió en los brazos para siempre. Se le quedó “dormida” por falta de servicio eléctrico. Imposible no recordar el rostro de esa madre, porque en ese rostro se hallaba compendiado todo el dolor del mundo, toda la oscurana del mundo.
De la oscurana no solo surge el horror en sí, sino su plena conciencia, la más enceguecedora de las claridades. El psiquiatra del diván ensangrentado –y padre putativo de esa figura cínica y retorcida, lesión cutánea de Mengele, que tanto daño le ha causado al país– los estigmatizó bajo el rubro de “la generación boba”. Pero sus bobadas, propias de su corto entendimiento, no son propias de la ingenuidad, sino más bien de la idiotez. Porque el idiota, aparte de ser considerado por los griegos clásicos como plebeyo, es decir, como “aquellos que no forman parte de la gente”, se caracteriza por preocuparse exclusivamente de sus propios asuntos y negocios. Un idiota es eso: es a quien nada le importa la suerte del otro y solo se preocupa de sus propias ruindades. Don Francisco de Quevedo les pinta bien: “Son rateros de la herramienta del parir, que han hurtado a las comadres sus trebejos y se han alzado con su oficio; que esta facultad en la Corte es hermafrodita, porque tiene ya macho y hembra. Ya con las licencias de un sexo y el desenfado del otro se entran por todas partes. Gente sucia e idiota, que no saben cuántas son cinco, ni tres, ni aun uno, porque no entienden de nones; que toda su aritmética es con las pares”. En la oscurana, el idiota se confunde con el criminal y el criminal con el idiota. Se hacen uno y lo mismo.
Entre iniquidades y tropelías, presa en las redes de un grupo de gánsteres que ayer ocultaban sus intenciones con capuchas y hoy las ocultan con trajes de seda, Venezuela ha llegado, finalmente, al llegadero. Los narco-usurpadores, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del jefe del cartel, quien gobierna desde La Habana, castiga a la población con la tortura de la oscuridad, por haber alzado su voz de protesta y haber acompañado, con decisión y coraje, a su Asamblea Nacional en el objetivo de recuperar el país. Evidente expresión de sus habituales prácticas de bárbaro primitivismo. Pero “la jugada”, por encima del dolor causado, de la desesperación, de la falta de agua, de alimentos, de transporte, de la pérdida de seres queridos, muy por encima del sufrimiento, la población se ha volcado a las calles. Las protestas en todo el territorio nacional no se detienen y, más bien, crecen con las horas. De la exigencia, del reclamo por la ya inaguantable falta de luz, de gas, de agua, de comida, se pasa de inmediato a la resuelta lucha contra la tiranía que usurpa el poder. El llamado al cese de la usurpación, al gobierno de transición y a las elecciones libres va tomando forma y contenido, en medio del más oscuro y triste panorama. No hay mercenario que pueda detener a una población decidida a cambiar. La oscurana se les ha devuelto y el fin de la tiranía marcha “a paso de vencedores”.
@jrherreraucv
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