Por Jonatan Alzuru Aponte.
Estaba en su oficina, ubicada
en el segundo piso, justo al finalizar las escaleras, de aquel pequeño edificio
que transformaron hace treinta años. Antes era una residencia para las
señoritas chilenas que estudiaban en la UACh. Su escritorio estaba a un lado de
un ventanal. Desde allí observaba la entrada al jardín botánico de la
Universidad.
Eran las diez de la mañana y
el invierno volvía como un eterno retorno de lo mismo. No quería trabajar ese
día. Movía con el cursor de la computadora uno y otro archivo. Cerraba uno,
abría el otro, sin leer nada. Las páginas de las redes sociales las visitaba y
sin leer, las cerraba. A nadie le comentaba lo que le sucedía. Días antes
recibió un golpe emocional, uno más… su esposa tardaría unos días, quizás unas
semanas en llegar a Valdivia, pero todo amor es desesperado, aunque la
conociese desde su niñez, la deseaba. Habían pasado cuatro días y no había
podido recuperar ni las lecturas de aquella frígida maestría en guion de cine,
ni la apasionante aventura de internarse en los textos que era una novedad para
él ni siquiera la alegría de las películas lo atraían. La rutina del trabajo le
parecía una cárcel y él vestido de negro parecía que fuese a un funeral. De pronto, se le ocurrió, para levantar su
ánimo, imaginarse que dictaría una clase sobre guiones.
Entonces, decidió ir a la
biblioteca. Se levantó de aquella silla negra, ajustada perfectamente a su
espalda y casi sin pensar, empezó a caminar rápido. Bajó las escaleras, aún más
de prisa. Recorrió los dos largos pasillos alfombrados con un desgastado color
vino tinto y cuyas paredes siempre le recordaban al Aula Magna de su Alma
Mater, porque son de una madera preciosa; pero ese día no posaba su mirada en
ninguna parte, iba acelerado, al trote, pero como un autómata, como un drogadicto
en busca de su droga o como quien corre a buscar una medicina que posiblemente
salvaría a su madre de una muerte inminente.
Llegó al bello edificio de
cristal donde reposan centenares de libros. Sin saludar, corrió al estante de
Filosofía, buscó la poética de Aristóteles. Olió sus hojas y un torbellino de imágenes
le cruzaron en segundos; la biblioteca de su casa, la sala de lectura del
Centro de Investigaciones donde pasó horas, meses, años, leyendo, conversando,
disfrutando la pasión por esos conocimientos antiguos y modernos; la
Universidad, sus amigos.
La bella edición de Gredos
estaba un poco maltratada, quizás por el uso de tantos lectores. Abrió y cerró
el libro. Decidió solicitarlo. Se dirigió de forma pausada, como si el motor de
su cuerpo hubiese adquirido otra revolución. Fue al despacho del bibliotecario
que se encontraba ubicado como el home, la base donde los beisbolistas batean,
porque la estructura de la sala abarrotada de saberes, parecía un campo de
béisbol. Entregó su carnet de funcionario, así le llaman a quienes no son
académicos, a los que tienen una profesión, pero están incapacitados para
dictar clase. En aquella lámina verde que tenía su foto y le daba la identidad
de sus funciones, le recordaba que la vida le había cambiado; él era un
apasionado del aula. Años atrás, cuando todavía ejercía como docente, escribía
sus clases. Eso lo aprendió leyendo la biografía de Teodoro Adorno, porque
decidió emularlo y la imitación, según los antiguos, era la primera experiencia
para aprender; pero la nostalgia aquel día no se apoderó de él. Empezó a leer aquella
joya magistral del conocimiento, de la estética, mientras hacía el camino de
vuelta. Al llegar a su oficina, lo leyó
con frenesí. Él sabía que allí debía estar la esencia del guion contemporáneo,
tenía esa intuición, aunque los pocos autores que había leído lo colocaban como
una referencia lejana.
Tomaba apuntes de forma
rigurosa, colocando alguna anotación para darle coherencia a las citas:
Lo más importante de estas
partes es el entramado de los hechos; pues la tragedia no imita a los hombres,
sino una acción, la vida, la felicidad o la desgracia; ahora bien, la felicidad
o la desgracia están en la acción y la finalidad de una vida es un obrar; no
una manera de ser. Y en función de su carácter son los hombres de tal o cual
manera, pero es en función de sus acciones como son felices o infortunados. Por
consiguiente, los personajes no obran imitando sus caracteres, sino que sus
caracteres quedan involucrados por sus acciones. De manera que los hechos y la
fábula son el fin de la tragedia y el fin es en todas las cosas lo primario (Aristóteles, 6; 1450ª)
Aristóteles
define de la siguiente manera (…) llamo
fábula al entramado de cosas sucedidas; llamo carácter a aquello que nos hace
decir de los personajes que posee tal y cuales cualidades; llamo manera de
pensar a todo lo que los personajes dicen para demostrar alguna cosa o para
explicar lo que deciden.” (Aristóteles, 6; 1449b)
Continúa
afirmando Aristóteles: Añadamos que la
principal fuente de placer para el alma del espectador está en las partes de la
fábula, es decir, en las perspicacias y los reconocimientos. (Aristóteles,
6; 1450ª)
Define
Aristóteles qué es perspicacia y reconocimiento, de la siguiente forma:
Perspicacia es un giro de la
acción en un sentido contrario al que venía siguiendo… y esto, una vez más,
según la verosimilitud o la necesidad (Arist, 11; 1452ª)
El reconocimiento, como ya el
mismo nombre lo indica, es una transición de la ignorancia al conocimiento,
llevando consigo un paso de odio a la amistad o de la amistad al odio, en los
personajes destinados a la felicidad o al infortunio. El más bello
reconocimiento es el que va acompañado de perspicacia. (Arist. 11; 1452ª-1452b)
Además,
de la perspicacia y el reconocimiento, Aristóteles considera otra
característica para hacer la fábula bella, el hecho patético:
(…)
es una acción que hace sufrir, por
ejemplo, las agonías representadas en una escena, los dolores agudos, las
heridas y otros hechos del mismo tipo. (Arist. 11; 1452b)
Pasó la mañana, absorto en el
trabajo autoimpuesto. Al terminar la lectura con todos sus apuntes. Estaba como
transportado. Sonreía, se sobaba la cabeza con ambas manos, respiraba hondo,
quería gritárselo al primero que entrase: “¡Eureka! Los teóricos del guion lo
que han hecho es ampliar y utilizar el lenguaje contemporáneo para expresar lo
que estaba en Aristóteles. ¡Carajo! ¡Cómo es posible que le llamen estructura
hollywoodense, a los tres actos con final cerrado! ¡Esa vaina es Aristóteles!
¡Cómo es posible que cuando describen que el personaje es acción, no citen al
maestro Aristóteles! ¿Por qué carajo, no empiezan un curso de guion con la Poética
de Aristóteles, si allí está condensado todo, estrictamente todo?
Se levantó. Bajó a fumarse un
cigarro. Caminaba sin dirección por aquellos jardines. ¿Por qué repiten
errores? ¿Acaso será porque Syd Field y Robert Mackee, estadounidense,
escribieron los libros más vendidos sobre guiones y son considerados los gurú
del guion y le atribuyen entonces, la definición a ellos y no a Aristóteles? ¿Cómo es posible que le llamen
paradigma de Syd Field o la Arquitrama
de Mckee, a la estructura de los tres actos?
Como solía hacer desde muy
joven se aprendió la cita de memoria, como si fuese a debatir con sus
compañeros en el Centro de Investigaciones o fuese a dar la clase; era una
táctica que siempre le daba resultado y performativamente, disminuía a su interlocutor,
citar de memoria, incluyendo capítulo, página y editorial. Se repetía, capítulo
siete de la poética, 1450b-1451ª, titulado “Extensión
de la acción”, editorial Gredos, página 85; lo inicia Aristóteles
diciendo: “Hemos sentado que la tragedia
es la imitación de una acción completa y entera, dotada de cierta extensión, ya
que una cosa puede ser entera pero no tener una cierta extensión. Es completo
lo que tiene comienzo, medio y fin” y
al final del capítulo establece qué es extensión: “(…) y para sentar una regla general, decimos que la extensión que
permite a una secuencia de acontecimientos, que suceden según la verosimilitud
o la necesidad, hacer pasar al héroe de la desgracia a la felicidad o de la
dicha al infortunio, constituye un límite suficiente”
¡Carajo! Es exacto a la
definición de Syd Fiel o de Mckee, a lo que llaman cine hollywoodense,
Casablanca, El Padrino, Rocky, La Bella y la Bestia o la versión realizada por
Guillermo del Toro, La Forma del Agua, tienen esa estructura… Gesticulaba,
movía sus manos como si estuviese discutiendo con alguien; se veía,
exactamente, como esos dementes que deambulan por la calle que discuten con
fantasmas; así paseaba sin rumbo en los jardines universitarios, en ese trance,
para él el clima le era indiferente, aunque lloviznaba y la neblina se
apoderaba del lugar. La multitud de jóvenes empezaban a salir de sus clases en
grupos con algarabía rumbo a los comedores, pero él no los veía; estaba en
aquella polémica imaginaria. De pronto se detuvo. Se quedó paralizado con la
mirada fija, pero sin observar nada, su respiración se hizo, delicadamente,
pausada. Cabizbajo movió la cabeza como un péndulo. No puedo escribir la clase,
alguien, algún teórico tiene que haber realizado un trabajo mostrando que cada
capítulo de la poética, puede leerse en clave cinematográfica. Abstraído en aquel pensamiento, decidió
internarse en la selva de libros, hasta conseguir, aunque fuese un autor que
hiciera la relación, su perspicacia como investigador, lo conducía esa
conclusión.
Pasó horas, haciendo el
ritual, tomar un libro del estante, revisar índice y devolverlo a su lugar, en
orden, fila por fila. Había en aquellos estantes de caoba, como unos doscientos
libros sobre cine. Estaba seguro que alguien tenía que haber reparado en
aquella falla que se repite y repite de un libro a otro. Abrió un libro que lo
hubiese descartado por el título sino fuese por el ritual que emprendió, Taller de escritura para cine, compilado
por Lorenzo Vilches. El Capítulo tercero estaba escrito por un académico de la
Universidad de Barcelona, Pere Luís Cano, nombre extraño pensó Pere, parece que
le faltase la zeta, se dijo así mismo. El título era “Las fuentes clásicas del guion”, abrió el libro en la página 73,
tal como lo señalaba el índice. Allí leyó: “En
las próximas líneas se intenta resumir aquellas partes del texto aristotélico
que los guionistas siguen usando hoy día, conscientemente o sin saberlo.” Reclinó su cabeza en la columna, disfrutando
su hallazgo y pensó, otro día escribo la clase, debo ir a la oficina a
trabajar.
Por Jonatan Alzuru, contáctame por email: jonatan.alzuru@uach.cl
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