“No hay culpables ni inocentes: en nuestra sociedad
todos somos a la vez víctimas y cómplices”
Carlos Fuentes, Las buenas conciencias
Existe en el presente la convicción de que el espectro del neo-macartismo recorre las redes sociales. Se trata de un macartismo “2.0”, como casi todas las nociones o representaciones que circundan en los actuales tiempos de opción final, limitada, maniquea, fanática. Pero, precisamente por eso, poco irreal. Es curioso, pero la ancestral confrontación entre el bien y el mal, o entre el mal y el bien, dependiendo de la posición que se defienda, no sólo no ha sido superada por la era del imperio de lo post -decretado por el afán escatológico, de las cosas últimas, propio del espíritu francés-, sino que aún sigue siendo el mapa estelar que guía -porque justifica- la embarcación de la historia de la humanidad, especialmente en época de tormentas cruzadas.
En todo caso, la llamada “doctrina” de Joseph Mc Carthy, afirman sus detractores, ha resuscitado de entre los muertos por obra y gracia de la tecnología de última generación. Lo que, en términos más coloquiales, quiere decir: no como resultado de un milagro, ni a consecuencia de una invocación promovida por Las brujas de Salem, de Miller, sino como el humeante y efervescente producto -la pócima- de la propia actividad re-productiva del sujeto-objeto, esta vez, vertido -en realidad, puesto- en y por la gran Matrix. Y así, con el reaparecido, la “cacería de brujas” pareciera haberse renovado y adquirido mayores fuerzas. Su alma en pena se niega a distinguir entre la Izquierda falsa y la verdadera, entre la mala y la buena. Y como, según el rasero universal de medida tecnológica, toda Izquierda es falsa y mala -vox dixit-, entonces sólo queda la alternativa de pasarse al bando de lo verdadero y lo bueno, o sea, al bando contrario, es decir, al de la Derecha. Llueve o no llueve, reza el ejemplo clásico de la lógica simbólica. De manera que, por simple extensión -more gallico demostrata- si se pone la lluvia como lo bueno y se pone la no-lluvia como lo malo, es evidente -¡mi querido Watson!- que no puede haber una no-lluvia buena. Sólo queda la hoguera.
Claro que saldrán los científicos sociales, unos cuantos politólogos y muchos políticos de oficio a acariciar la idea de las infinitas tonalidades que pueden llegar a tener los grises, porque, como acostumbran afirmar, “no todo es blanco o negro”, y de ello pueden dar cuenta, verbo y gracia, Claudio Fermín y Eduardo Fernández o, en su defecto, aunque con menos verbo y más gracia, Henry Falcón. Y, quién sabe, a esta letanía de lugar común también podría sumarse -no es improbable- el antepenúltimo de los mohicanos, Felipe Mujica. Todo con tal de contradecir la lógica de los silogismos con una “lógica” menos severa y más flexible, más fucsia y menos roja, según la descripción que recientemente ha dado de ella Diego Fusaro, quien en los últimos tiempos, en su rol de youtuber-star, sorprendentemente ha asumido como premisa de sus disquicisiones no la lógica de la oposición correlativa, que en otros tiempos defendió, sino el más burdo de los maniqueísmos, aunque, eso sí, desde el otro lado -el lado oscuro- de lo que denomina “el pensamiento único, políticamente correcto y éticamente corrupto”, es decir, “la ideología que glorifica el nuevo orden mundial clasista, centrado en las fuerzas globales, en la destrucción de los derechos sociales, en la lucha desde arriba contra la clase trabajadora y las clases medias, en la destrucción de todas las raíces éticas”, en suma, el “liberalismo cosmopolita”.
Con Fusaro, el lector descubre que el ser del universo entero, pero particularmente el ser social, el mundo civil, se compone de un arcoiris infinito en degrade. No solamente hay objetos que van del blanco al negro, pasando por una multiplicidad de grises. Hay, por ejemplo, Izquierdas que van desde el “roji-pardo” -que debe ser el color predilecto de tipos como el Stalin de Cúcuta o el Capone del Furrial- al naranja de Mujica y al rosa vieja de Falcón y Fermin, pasando por el magenta de Zambrano, hasta llegar al verde fosforescente de Fernández. Goethe quedaría impactado. Claro que Fusaro sigue la ruta hacia el rojo intenso, pero no hacia el “rojo-rojito” -de tono más mediocre- sino hacia el rojo de hoz y martillo en mano, mientras se lamenta -Aimè!- de las tonalidades de rojo desteñido, como el del “orgullo gay y el de los derechos civiles del consumidor individual”, más apreciados, en su opinión, por “el señor cosmopolita”. El de él, quizá sin detenerse a pensar demasiado en ello, es un rojo bolchevique, tan opuesto al azul del macartismo como el azul del macartismo se opone al rojo bolchevique. Mismo furor, misma vehemencia, mismo fanatismo maniqueísta. Una vez más, los extremos se tocan. Y es que ese parece ser el signo de los tiempos. La reaparición de lo uno es la reaparición del otro. Paradójicamente, y a pesar de la infinita gradación de los colores del arcoiris del ser, el viejo Zenón de Elea diría que la flecha está de un lado y el blanco del otro, y que Aquíles nunca alcanzará a la tortuga.
No hay ni una buena Derecha ni una mala Izquierda, como tampoco hay una mala Derecha y una buena Izquierda. En este punto, lo bueno y lo malo se transforman en etiquetas, tanto como lo son la Derecha e Izquierda. Y, por supuesto, al entendimiento abstracto le fascinan las etiquetas. El macartismo es, en realidad, el peor bolchevismo, tanto como el bolchevismo es el peor macartismo. Por eso mismo, Fusaro tiene razón en una cosa: él es un 'roji-pardo', porque su comunismo es tan fascista como su fascismo es comunista, si por fascismo y comunismo se entienden dos etiquetas. Su populismo, en el fondo, es idéntico al que reclama la peor propaganda de los enemigos de la politeia -los idiotas, en el sentido estricto del término-, aquellos que desprecian todo lo concerniente a los asuntos del Estado. El resto -arcoiris incluido- son payasadas de quienes pretenden justificar lo injustificable.
Confundir la contradicción con la correlatividad tiene sus consecuencias políticas. La sociedad no está hecha de silogismos sino de historia y nada más que historia. Y la historia es un proceso reconstructivo de si misma que crece y concrece. Para poder comprenderla, no se parte de una “premisa mayor”, sino de los latidos del corazón del viejo topo shakespeariano que, ciego como es, sin saberlo, va labrando el presente mientras constuye el porvenir.
Por José Rafael Herrera /
@jrherreraucv
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