Entrados los años setenta, durante los gobiernos de Rafael Caldera y
Carlos Andrés Pérez respectivamente, en plena época de la llamada
“pacificación” de la guerra de guerrillas, las universidades y liceos públicos
venezolanos se transformaron en auténticos centros de resistencia de la
subversión izquierdista contra el statu quo democrático, que no sólo les
había derrotado y reducido a su mínima expresión, sino que les ofrecía la oportunidad
de enmendarse, de rectificar y de luchar por la conquista del poder no por
medio de las armas sino por medio de los votos. Más consenso y menos
beligerancia. Un grueso sector de la izquierda, proveniente de la juventud del
Partido Comunista y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, críticos,
además, de las prácticas totalitarias del “socialismo real” en la Unión
Soviética y China, aceptaron el reto de asumir las reglas del juego dialógico y
participar, desde sus posiciones críticas, en la consolidación de un país que,
finalmente, se proponía dejar atrás los rencores de las guerras de caudillos
-de las que tanto el militarismo como el populismo criollos no eran más que
reminiscencias- para entrar, definitivamente, a un nuevo ciclo de la historia.
En no pocos casos, se trataba de empalmar la agresión criminal con la política: “violencia de los ricos, violencia de los pobres”. Y, así, el potencial malandraje devino “militancia revolucionaria”. Pero no toda la
izquierda se pacificó. Un reducido sector, quizá el más atrasado, primitivo e
instintivo, quedó “picado de culebra”, con ganas de seguir en el frente hasta
“tomar el cielo por asalto”. Para ellos, “los abajo firmantes” de la
pacificación -los Pompeyo y Teodoro, los Moleiro y Martín, cabezas visibles del
“nuevo modo de ser socialistas”- eran unos traidores a la causa, unos
reformistas y revisionistas de las sagradas tablas del leninismo, el stalinismo
y el “pensamiento Mao-Tse-Tung”, como solían decir sus “camaradas” de otros
tiempos y ahora detractores. Merecían la muerte tanto como la merecían los
capitalistas, los adecos y los copeyanos. No había tregua posible y mucho menos
armisticio. Sólo quedaba dar “dos pasos atrás y uno adelante”, “desechar las
ilusiones y prepararse para la lucha (armada)”. Y comenzó la recluta de jóvenes
liceístas y universitarios, provenientes, en su mayoría, de las barriadas
populares, en las que el resentimiento alimenta la violencia y la transforma en
modo de vida.
No le fue fácil a
la recién incorporada izquierda democrática morigerar el clima de hostilidades
foquistas que, por un largo período, generaron los jóvenes estudiantes de la
llamada “ultra-izquierda”. Al principio, trataron de hacerlos entrar en razón,
de establecer medios de entendimiento, de negociaciones, de diálogos. Pero el
único lenguaje que “los compañeritos” manejaban era el de la confrontación a
través de la única vía posible para ellos: la violencia física, empírica,
auténticamente materialista, según las indicaciones bibliográficas dictadas por
el diamat (la dialéctica materialista), auténtica reinvención de una
“dialéctica” salida de los laboratorios de propaganda del stalinismo y el
maoísmo. Llegados a un cierto punto, las reyertas llegaron a causar
preocupación entre los dirigentes de la izquierda democrática, dada la cantidad
de heridos y muertos que eran capaces de causar. Y, entonces, se tomó la
decisión de derrotarlos políticamente en toda posible elección estudiantil,
pero, además, de no permitir más agresiones, de organizarse para repeler sus
ataques -más que con fuerza bruta con astucia- y no seguir cumpliendo el rol de
víctimas de sus habituales emboscadas. Es de aquella época que proviene el
irrefutable adagio: “cuando están solos, los malandros son cobardes”. La
estrategia resultó y, finalmente, perdieron el control “político-militar” -así
lo definían- de los liceos y universidades.
Pocos años después,
a mediados de los años ochenta, la ya no tan adolescente ultraizquierda
estudiantil se replegó en las universidades autónomas, aprovechando el hecho de
que la izquierda democrática centró sus intereses en otros propósitos, al
tiempo que iba abandonando el campo de la lucha ideológica -haciéndose cada vez
más “pragmática”- y, con ello, desatendiendo la presencia militante en los
centros de enseñanza. Iniciaba así la era de “el fin de las ideologías”, que
contribuyó en no poca medida con la laxificación de los rígidos esquemas de la
dogmática bolchevique, dentro de los cuales se había formado la nueva
generación ultraizquierdista. No fue por casualidad que el ex-rector Chirinos
la calificara de “boba”. Hasta que, al final, se produjo el “salto atrás”. Si
el resentimiento, la sed de venganza y la violencia están a la base de la forma
mentis de un determinado individuo que luego es adoctrinado, al resquebrajarse
las bases de su doctrina al individuo en cuestión sólo le queda saltar atrás,
sustentar sus acciones en el estado de naturaleza que le resulta familiar. Y,
así, la capucha del delincuente comenzó a cubrir el rostro del dirigente
estudiantil universitario. Fue durante ese período que florecieron los dondiego
de día, esa planta que no permite ver el rostro de sus capuyos en las
sombras. Se iniciaba el tránsito del político al delincuente, o del político de
día y delincuente al atardecer. Terminaron por imponer el chantaje, el terror y
el caos como expresión de lucha política. Lo más parecido a las Farc, cuyos
jerarcas habían iniciado una guerra contra el Estado colombiano y acabaron
gerenciando uno de los más perversos negocios criminales de la historia
contemporánea. Tampoco fue fácil su derrota en las universidades. Los daños
fueron considerables y aún quedan las heridas. Desde entonces, dejaron por
sentado el testimonio de que el único lenguaje que les resultaba familiar, su
único código, “en última instancia”, era el de la violencia.
Por José
Rafael Herrera
@jrherreraucv
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