“Nadie es mejor que su tiempo, a lo sumo es su propio tiempo”. G. W. F. Hegel
No resulta tarea fácil la pretensión de poner en duda las capacidades intelectuales de un pensador de la talla de Karl Popper, autor de una Lógica de la investigación científica, con sus criterios de demarcación y su doctrina del “falsacionismo”. Por fortuna, el “principio del orden espontáneo”, que el prestigioso autor compartió desde siempre con Von Hayek, da cuenta de que no siempre lo que es bueno para el pavo es bueno para la pava. Entre austríacos te veréis. De modo que, por ejemplo, si bien La sociedad abierta y sus enemigos es un ensayo que recoge algunas verdades de peso, que permiten dar sustento y justificación al devenir de la democracia occidental, el ensayo sobre la Miseria del historicismo es, a lo sumo, una vergüenza, no solo textual –¡que lo es!–, sino esencialmente contextual. La versión popperiana de la conocida sentencia de Wittgenstein: “Quien sea incapaz de hablar con claridad debe callar hasta poder hacerlo”, se vuelve en contra de su propio autor.
El historicismo, según el punto de vista que de él ha dado Karl Popper, es una concepción cuasi mística, plena de palabras infladas y pretensiosas sin mayor significado, que pretende profetizar cuál es el origen y cuál será el fin de la historia universal. Según el filósofo austríaco, existen dos tendencias o tipos de historicismo: los “anticientíficos” y los “procientíficos”. Los primeros están cargados de un esencialismo totalizante, holístico, místico-religioso, si se quiere, que niega de plano el incuestionable triunfo de las ciencias físico-matemáticas y de la metodología de la investigación científica en el abordaje de los procesos políticos y sociales, que los historicistas pretenden sustituir con la intuición y el “esencialismo” que emana de la “comprensión vivencial” de las realidades históricas. La segunda, parte de lo que apenas es una tendencia conceptual –una hipótesis– y termina presentándola como un postulado conclusivo, como una “ley inexorable y universal” de la historia. En todo caso, en ambas tendencias se presentan los mismos defectos: creen que las fuerzas ocultas de la historia determinan las acciones humanas y que el conocimiento del pasado permite prever el futuro. Y es así como tales creencias son convertidas en leyes, en mandatos supremos. Es por eso que para Popper el historicismo es miserable, porque termina siendo el gran causante de la justificación de los peores totalitarismos padecidos por la humanidad. He aquí la lista negra de los “rufianes”, de “los más buscados” por mister Popper: Platón, Aristóteles, Hegel y Marx.
El entusiasmo con esta versión popperiana del historicismo tuvo un éxito formidable entre no pocos científicos de la política y la sociedad, particularmente entre los años setenta y ochenta, una época marcada, como se sabe, por la progresiva “muerte de las ideologías” y el advenimiento de los adioses a las viejas convicciones de unos cuantos ex camaradas que, en el fondo, nunca lograron tramontar, a pesar de sus muy sinceros y denodados esfuerzos, el más allá de la tercera página de la Fenomenología de Hegel o de los dos primeros párrafos de la Dialéctica negativa de Adorno. La era de las grandes ideologías y, con ella, de las complicaciones argumentativas –es decir, ”dialécticas”– en el horizonte de la comprensión histórica, había –¡por fortuna!– culminado, y ahora el vasto territorio del sentido común quedaba libre a sus anchas para poder cumplir el anhelado retorno a esas pequeñas satisfacciones de la vida, al fruto de las cosas más elementales –pero dulces–, en el que los viejos resabios de la abuela, el chinchorreo, la sabiduría popular, la buena cerveza y la metodología de las ciencias sociales se confunden y hermanan en un abrazo. Se trataba, finalmente, de dar “el salto del aguilucho” y de transmutar los rigurosos acordes de la Quinta sinfonía de Mahler por los cálidos compases del “Chiquitita” de Abba o el “Lady” de Kenny Rogers.
Lo cierto es que ningún historicista, plenamente consciente de serlo, puede permitirse el toupet de ser juzgado ni como un profeta del pasado o del futuro ni como un amante de los totalitarismos, según la ligereza de ignorantes y prejuiciosos, entregados a los brazos del entendimiento reflexivo. Más aún, ningún historicista, por respeto a sus propias consideraciones, podría llegar a argumentar la mamarrachada de representarse el porvenir como la predeterminada conclusión de “lo que pasó ayer”, y menos aún de concebir que “son los hechos” los que, por sí mismos, “tejen una cadena de eslabones inseparables”, fabricados con el material de los errores que, cual espantos, persiguen y se empeñan en acorralar a la humanidad.
El señor Popper ha sido, sobre todo, un severo y respetable crítico de los dogmas y los esquematismos, en cuanto al estudio de las “ciencias duras” se refiere. Pero la subordinación que hace en sus obras del saber histórico al uso y abuso –como solía afirmar Federico Riu– de sus intereses políticos inmediatos lo transforma en el peor de los fanáticos, capaz de representarse a Platón o a Hegel como los antecesores de Mussolini o de Hitler y a Stalin como el más legítimo heredero de Marx. Por ese camino, el general Pérez Arcay o el taimado Luis Miquilena –los primeros mentores de Chávez– terminarían siendo calificados como supremos historicistas convencidos, por más aventurado y temerario que resulte afirmar que sus vidas estuvieron consagradas a la lectura de –por lo menos– una sola página de la obra de Hegel, prestos, como en efecto, al servicio de la verdad y la libertad.
Claro que Popper tenía sus méritos. Eso es innegable. Pero no así sus repetidores de oficio. Afirmar que historicismo significa esa “manía de que los fenómenos son producto inevitable de las condiciones y de fuerzas históricas indetenibles”, además de mal escrito, sería como afirmar que el gran descubrimiento de Arquímedes consistió en inventar el jacuzzi y que Newton se hizo un nombre con la invención de los ordenadores Apple. Todo lo contrario, es el hombre, al decir de Marx, quien permite comprender la anatomía del mono, no la del mono al hombre. Ni son las “fuerzas históricas indetenibles” las que predestinan a la humanidad, sino que es la humanidad la que, con sus errores y virtudes, sus aciertos y desaciertos, se va labrando su propio destino en la historia. Es más, las tales “fuerzas” de la historia no son más que la objetivación de la propia acción de los hombres. Y es que tales “fuerzas” son, al decir de Vico, de “factura humana”, porque justo donde termina la creación de los hombres comienza la objetividad. Y a la inversa. Verum et factum convertuntur. Tampoco el historicismo se preocupa por pretender definir el futuro de la historia, porque su preocupación se centra en el presente y lo real. De hecho, como dice Hegel, la filosofía es el propio tiempo aprehendido con el pensamiento.
En el presente, y a diferencia de los férreos años de la dictadura neopositivista sobre el pensamiento libre, la vulgata de los esquematismos –tesis, antítesis y síntesis incluidas– contra el historicismo filosófico ha sido desechada por fraudulenta. Todo lector contemporáneo sabe bien que Hegel nada tenía ni de prusiano ni de totalitario y que entre Marx y el marxismo se alza, por cierto, una inmensa barrera, un auténtico “criterio de demarcación”. Y no se diga más de Platón y Aristóteles, por respeto a la inteligencia. Quizá una buena actualización contribuya a desechar los viejos prejuicios de otros años en unos cuantos y hasta contribuya a despistar los síntomas de la peligrosa peste de la mediocridad.
Por @jrherreraucv
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