Adán y Eva
iniciaron la era de sus dificultades y penurias
después de morder una dulce y jugosa manzana. El desventurado Paris
entregó a Venus, la más bella de las diosas del Olimpo, una manzana dorada. Los
resultados fueron tremendamente catastróficos para el mundo heleno. Por una
manzana el hijo de Guillermo Tell casi pierde la vida. Una manzana cayó sobre
la cabeza de Newton y el accidente terminó transmutando al objeto en sujeto e
invirtiendo la realidad en “ley universal”. La proclamación de la máxima
libertad e independencia de los individuos fue proclamada por Jobs en nombre de
una manzana. Al final, los individuos han quedado entrampados en la inmensa red digital, de la que
difícilmente puedan librarse. Es de Rousseau la exhortación para que la
humanidad recupere su estado natural, su manzana originaria, la primigenia y
salvaje bondad que la sociedad le arrebatara. De modo que, más allá del
conocido 'one apple day keep doctor away', todo parece indicar que las
manzanas pueden llegar a ser de cuidado. Como dice Hegel, para lo único que
sirve la ficción del estado de naturaleza es para salir de ella.
Nada más acorde con
la barbarie que padece el presente que las audacias de Giorgio Agamben, el
filo-posmo del momento. Toda una revelación en los medios académicos. Según él,
la humanidad consumada será teriomorfica. Esta es su profecía. Lo que sucederá,
según él, cuando “las relaciones entre los animales y los hombres tengan una
nueva forma y el hombre mismo se reconcilie con su naturaleza animal”.
Entonces, será posible la liberación de la
naturaleza más verdadera de los hombres: el más allá de los hombres. El
post-hombre de la post-historia. En realidad, la vuelta a la prehistoria.
Agamben podría fácilmente ser el ministro de educación del régimen
narco-terrorista de Maduro y sus secuaces y celebrar la quema de las
bibliotecas, pues para él la única vía posible para la redención de los hombres
es la de la renuncia a la “humanidad impura, prosaica, histórica”. Se trata
nada menos que de la renuncia a ser hombres. Es el reencuentro con Adán, con el
hombre “puro”, con el primer no-hombre.
Agamben anuncia,
cual heraldo de la miseria, la “definitiva despedida del logos y de la historia
misma”, prescindiendo del recuerdo y olvidando “perfectamente todo elemento
racional, todo proyecto de dominar su vida animal”. Ya no más Teseos para la humanidad, no más luchas
contra lo salvaje y el re-cordar para salir del laberinto del Minotauro. No más
humanidad. Ahora el “post-hombre” y el pre-hombre se identifican. Y, aunque al
final el camino conlleve a la definitiva despedida del logos, Agamben no duda en reconocer a los teriomorfos como los justos. La pregunta de rigor, en estos casos, radica en
saber cómo “los justos”, por encima de la más mínima racionalidad, puedan
saberse justos. Porque, hasta nuevo aviso, no es posible juzgar sin pensar. Y
pensar es, de hecho, nombrar, objetar, determinar, es decir, producir nomos. ¿Podría, entonces, haber nomos sin logos? ¿Podría haber justos sin la capacidad de juzgar?
Un “justo” sin capacidad de juicio no puede ser llamado
justo. El alambique con el cual Agamben intenta destilar manzanos, de algún
modo, pone en tela de juicio -sí, como se lee, porque no está demás recordar
que la expresión proviene del verbo juzgar- lo que es el hombre para los
hombres contemporáneos, hombres que van desahuciando la propia humanidad. Y en
este dolor que infringe el no saber lo que se es, en el dolor de no tener nomos propio, de haber perdido toda
pretensión de autonomía, se ha recurrido a estructuras que, por encima de la
propia determinación, por encima de lo determinado, determinen. Estructuras que
se elevan no sólo sobre los entes sino también sobre todas las potencialidades
y actualidades de lo real. Son las “soberanías” que, al estar por encima de
cualquier nomos, tienen como su gran
determinación la carencia de la facultad de determinarse. Son la pura
indeterminación, la pura nada con la que se pretende justificar la violencia
que gobierna a los hombres que han reducido su naturaleza a la nada.
En el siglo XV, Giovanni Pico Della Mirandola, se
despedía de doce siglos de indeterminación humana con un Discurso sobre la Dignidad del Hombre. En él convocaba a los
hombres a construir su propio destino. “¡Gran milagro, oh Asclepio, es el
hombre!”. El Renacimiento de la humanidad sólo fue posible cuando los hombres
asumieron la responsabilidad de su propia vida, pues sólo en ello hay virtud.
La virtud es más fuerte que el temor y la esperanza. Es asumir la fortuna y
transformar la vida. La virtud es de los vivos, no de los vivientes.
Cuando el 'Sumo Artífice' hubo terminado la creación,
relata Pico, decidió crear un ser que pudiese contemplarla: “Oh Adán, no te he
dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa
peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que
conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves.
La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas
leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te
la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto
en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe.
No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que
tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en
la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las
bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que
son divinas”.
Este
tiempo -signado por la paradoja-, ha hecho de la suma potencia humana la gran
contradicción del presente. Ha puesto fuera de sí la esencia al devenir mera
‘presencia’, esencia sin substancia, materia
sin forma, forma sin contenido. La contradicción inherente a la 'presencia'
pone su propia concepción. En la antigüedad, esta mediación es el devenir
como plenitud del ser, tensión de contrarios que se auto-determinan. En la
post-modernidad, la mediación se ha vuelto el sentido que, en sí mismo, es una
‘no existencia’ paradójica, el no-ser vacío. El nuevo siglo comienza con la
amenaza de un mundo dirigido por lo gansteril.
Venezuela
es el paraíso realizado de Agamben, la vuelta al estado de naturaleza: “Dios
extenderá sobre todo el mundo la gran ignorancia” y, con ella, “seremos
redimidos”: “Y así como la potencia anticipa al acto y lo excede, así la obra
de la redención precede la creación, la redención no es más que una potencia de
crear que ha quedado inconclusa y se vuelve hacía sí misma, se salva”. La
potencia de la historia universal convertida en impotencia. La búsqueda de la
salvación es la esperanza de los hombres impotentes, hombres no dispuestos a
renacer, a re-crearse. La sacralidad natural de Agamben redunda en la
perversión y el cinísmo de los narco-traficantes.
Por José Rafael Herrera /
@jrherreraucv
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