“Sentí que
había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu”
Jorge Luís Borges, El espejo y la máscara
Es el puño de Abraham, a punto de asesinar a su propio hijo
por mandato de divino, a la espera de que ocurra, en el último instante, el
milagro de una contraorden. La misma condición religiosa, que el pensador
danés, en su dialéctica externa, ubica por encima de las esferas estética y
ética, hace que el camino para su conquista no pueda prescindir de esa
tortuosa, trémula y terrorífica experiencia de la medrosidad. En él -en el
miedo- se confunden realidades y apariencias que son proyectadas como un horror
en sí mismo, porque el horror en sí mismo es desdoblamiento y el desdoblamiento
termina siendo el miedo mismo. Más que una incertidumbre, el miedo es una
presunción, una sospecha proyectada sobre el sí mismo.
El miedo
-precisamente, bajo la figura de la confusión de realidades y apariencias- es
el arma más potente con que cuenta el gansterato aquí y ahora. Con él se
propone premeditadamente ocultar sus propios temores, proyectarlos y
expandirlos. Y es que el miedo es la afección que, según el bueno de Spinoza,
dispone a los humanos de tal modo de no querer lo que quieren, o de querer lo
que no quieren, toda vez que “el hombre queda dispuesto por él a evitar un mal
que juzga va a producirse, mediante un mal menor. Si el mal que teme es la
vergüenza, entonces el temor se llama pudor. Si el deseo de evitar un mal
futuro es reprimido por el temor de otro mal, de modo que no sabe ya lo que se
quiere, entonces el miedo se llama consternación, especialmente si los males
que se temen son de los mayores”. Como nunca antes, la sombra, la duplicación
del miedo, pende sobre los hombros de la totalidad del ser y de la conciencia
de la consternada Venezuela.
La consternación,
pues, es el miedo como intento de evitar mediante un mal menor otro mayor al
que se teme. Por ejemplo, sería preferible llegar a un “entendimiento” con un
grupo de gansters antes de verse inmerso en una -imaginaria- invasión o en una
-no menos imaginaria- “guerra fraticida”. La pusilanimidad consiste en el
despreciable y repugnante temor a un mal al que nadie teme. Es el caso de quien
se llena de temor tan sólo de pensar en las terribles consecuencias que le
pudiese acarrear el citar una frase de alguien que ha llamado a los terroristas
por su nombre. Pero la consternación -que es una suerte de pusilanimidad,
oculta tras un “humanismo” cortesano y decadente- consiste en la vana intención
de permitir un mal frente al asombro que se llega a sentir por el mal que se
teme. Es un vivir en el terror, con la sombra del miedo a cuestas. Es, como
dice Spinoza, “el miedo que mantiene al hombre hasta tal punto estupefacto o
vacilante, que no puede liberarse del mal”. Estupefacto, porque su deseo de
liberarse del mal es reprimido por su asombro. Vacilante, porque supone que ese
deseo es reprimido por el temor a otro mal que, de igual modo, le atormenta, al
punto que no sabe de cuál de los dos debería liberarse. La consternación no
consiste tanto en desconfiar de todo como de no confiar en sí mismo. No se fía
de sí mismo el secuestrado, pero tampoco se fía de sí mismo el secuestrador,
quien recientemente ha sido definido a cabalidad como “un cobarde con armas”. Sus
temores no sólo no le permiten liberarse sino que, muy por el contrario, lo
convierten en esclavo de sí mismo. Si hay algo que no es libre es el miedo. Y
cuando el miedo institucionalizado deviene modo de vida, nervio central de la
cotidianidad, la libertad se tuerce en esperanza, en pasiva espera, y juntando
las palmas de las manos, con la mirada puesta sobre el cielo o sobre el Norte,
ruega la llegada de la redención, de algo o de alguien que atienda las súplicas
de una multitud despavorida y extrañada que -hace tiempo- perdió las virtudes
públicas.
Según Vico, la
antigüedad, por lo menos hasta la llegada de la barbarie ritornata, supo
transformar sus temores en mitos, sobre los cuales lograron construir, paso a
paso y con 'mente heróica', la historia de la humanidad. El pasaje viquiano es
inversamente proporcional a la dialéctica de las medianías kierkergaardianas,
ya denunciadas por Adorno. Vico muestra filológica y filosóficamente, en la Scienza
Nuova, cómo el temor condujo al religare y cómo éste dió lugar a la
eticidad que fraguó los cimientos de la poiesis estética, es decir, nada
menos que aquello a lo que define Platón como “la causa que convierte cualquier
cosa que consideremos de no-ser a ser”. En otras palabras, enfrentar los
propios miedos, mirarlos cara a cara, es vencer a la muerte (no por caso, la
palabra latina mor es la raíz de ti-mor y de mor-te: el
temor es la muerte invertida). Quizá sea
por eso que la virtud no consista tanto en la capacidad de producir
determinados efectos plausibles, virtuosos, como en la condición propiamente
viril (vir significa hombre libre) de donde proviene su
significado. La virtus omnia vincit.
Pero la escuela del
miedo, su perfeccionamiento y sistematización a los fines de someter a las
mayorías por medio del terror, es otra cosa. Cabe reconocer a Torquemada como
el auténtico pionero de semejante industria. Pero fue durante la edad
contemporánea, con un fascismo inspirado en las viejas prácticas tiránicas
orientales -es decir, en el instante en el cual tuvo lugar el proceso de
inversión de la historia-, lo que hizo posible que la “cobardía armada”
obtuviera uno de sus más efectivos recursos para asegurar su propia
estabilidad. Y es que el miedo es la base firme sobre la cual se erigen esos
regímenes en los que resulta imposible distinguir las prácticas despóticas de
la acción gansteril y en los que la política se solapa -se encapucha- con la
corporación criminal.
Al terminar la
Segunda Guerra mundial, una vez que las tropas soviéticas se apoderaran de la
mitad de Alemania, los nazis, “expertos” en difundir el miedo para someter a
los ciudadanos, pasaron a formar parte de la nómina de empleados del régimen
stalinista. Al final, se trataba de lo mismo. Allí se adiestrarían más tarde
los pistoleros cubanos que durante los últimos veinte años han dictado cátedra
a los “cuerpos de seguridad” del gansterato que ha secuestrado a Venezuela y
que, además de conducirla premeditada y alevosamente a la miseria, la ha
convertido en una punta de lanza del narco-terrorismo internacional. Hoy el
miedo es la institución más sólida con la que cuenta el gansterato venezolano.
Su sombra cuelga sobre los hombros de la ciudadanía para mantenerla
consternada. Y será necesario recuperar, muy por encima del espejismo de la
esperanza, la virtud, el coraje y la inteligencia necesarias, para poner fin al
yugo opresor y poder recuperar el país. Hay que sacudirse el miedo y hacer que
se apodere de sus promotores. “No tengas miedo”, afirmaba el último gran Papa
del siglo XX. Cuando el secuestrador comprenda que ha caído en su propia
trampa, que ha sido secuestrado por sí mismo, Venezuela será libre.
Por José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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