No son pocos los
que suelen autodefinirse como “realistas”, aunque cabe advertir -por si las
dudas- que quienes gustan definirse de ese modo poco tienen que ver con los
que, en otros tiempos, representaban a los nobles y comprometidos caballeros,
defensores de la “realeza”. En todo caso, a lo que algunos de ellos sí se
aproximan es a la definición de los afanosos amantes de “los reales”, que es
otra cosa. Pero, más específicamente, aquí el término “realistas” hace
referencia a los que dicen prescindir de las fantasmagorías y los insondables
fastidios del pensamiento abstracto, para concentrarse, más sensatamente, en
los pensamientos “sólidos” que brotan de la experiencia misma, esos que son
tangibles, “positivos”, acordes con la naturaleza propia de “la realidad
concreta”, tan dura y pesada como un ladrillo. Coinciden -quizá sin haberse
percatado de ello, o tal vez como consecuencia de tanta concreción- con Hugo
Chávez, quien en una de sus insufribles cadenas televisivas definió el sentido
común -Descartes por delante- como “la cosa mejor repartida de este mundo”,
porque, en su opinión expertísima, todo el mundo tenía y disfrutaba equitativa
y democráticamente de “el sentido del tacto, del olfato, del oído, del gusto y
de la visión”. ¡Oh sublime y dulce poesía, para las largas y agudas orejas de
tan refinados hinchas, de tan acerada formación metafísica!
Lo curioso es que,
a pesar de haber hecho uso -y no pocas veces abuso- de los mencionados cinco
sentidos, el citado profeta de “lo concreto” no parece haber dado las mayores
muestras de sentido común, para no tener que decir de buen sentido. Y es
improbable, en consecuencia, que aquello a lo cual se refería el racionalista Descartes
en su Discurso del Método tuviese algo que ver con “los sentidos” a los
que hacía mención el flamante Sócrates de Sabaneta. Más que de metafísica,
cosas de geografía. Porque quién sabe
si, en vez de Zaraza, resulta ser Sabaneta la auténtica “Atenas del llano”.
Sólo se sabe que no se sabe. A pesar de la cicuta cubana, algún inaudito
cartel, roído y amarillento, venido a menos, aún pareciera indicarlo: “Aquí no
se habla mal de Sócrates”. Al parecer, últimamente las cosas no le han salido
del todo bien a la versión retaca de Alcibíades, hijo insigne del Furrial.
¡Si supieran los amantes de la sensorialidad, de lo empírico, de la “auténtica realidad”, esos que tanto huyen de las abstracciones como de la pandemia, que la conquista de lo concreto no consiste en darle la espalda a las abstracciones y voltear sus sentidos para estrellarlos contra la dura “realidad” sino, precisamente, en poder traspasar las abstracciones, saber destejerlas y volver a entretejerlas! Se trata de superarlas y conservarlas, como observaba Hegel. Porque el único modo posible de conquistar lo concreto -Marx dixit- es “por la vía del pensamiento”. En una expresión, y paradójicamente, aquellos que se autodefinen como los más realistas de todos, los mayores cultores de la realidad, los detractores de las gaseosas y fantásticas abstracciones, son, en verdad, los más abstractos de todos, por más que se nieguen a creerlo y, en consecuencia, a aceptarlo.
Qué sea lo concreto
depende de una adecuada definición de lo abstracto, porque se trata de términos
opuestos correlativos. No es que lo abstracto sea motivo de desprecio sino más
bien de temor. Tampoco se trata de que las abstracciones resulten ser muy
comunes, sino de que, por el contrario, son imaginadas como cosas muy elevadas
y distinguidas, aunque de poca utilidad “práctica”. Y sin embargo, se trata de
presuposiciones que poco o nada tienen que ver con la realidad a la que tanto
se suele apelar. Son los prejuiciosos y los insensatos los que piensan
abstractamente, no los juiciosos ni los sensatos. Bastará con un ejemplo para
mostrarlo. Un dirigente político ex-chavista es sometido y llevado a la prisión
del gansterato. Para el común de la gente opositora, el dirigente en cuestión
ahora sufrirá en carne propia lo que tantos opositores han sufrido. “¡Se hará
justicia!”. Quizá alguien llegue a afirmar que, en el pasado, el dirigente se
equivocó, que tuvo una idea errada de los narco-gansters, que en su momento
creyó en la buena fe de quienes ofrecían cambio, equidad, justicia y más democracia.
Pero unos cuantos afirmarán que esa opinión es insensata y hasta terrible.
“¿Cómo puede haberse equivocado un malandro?, ¿cómo alguien puede atreverse a
pensar que ese desgraciado rectificó y afirmar que, por más que desde hace años
luche en contra del régimen, se le pueden perdonar sus vínculos históricos con
esa gente? ¡Bien bueno que lo apresaron! Los que opinan de ese modo deberían
estar acompañándolo en la cárcel, y deberían ser torturarlos también!”. Y
agregará algún fiel seguidor del cristianismo más puro: “¡esa es la verdadera
corrupción de la moralidad!, ¡Es culpa del izquierdismo que prevalece entre los
intelectuales universitarios!”.
Esto significa
pensar abstractamente: no ver en el dirigente incriminado más que una parte de
su trayectoria política y fijarla, es decir, que fue chavista y, a través de
esa única caracterización, anular de un plumazo todo el resto de sus
experiencias existenciales, políticas, sociales. En fin, el resto de sus
determinaciones. Poco importa que el dirigente en cuestión comenzara
oponiéndose a los abusos de un régimen que fue haciéndose progresivamente menos
político, menos vinculado a una determinada concepción del mundo y de la vida
y, en esa misma medida, más corrupto y delincuencial, más cínico, más cruel. Como
tampoco importa que ese dirigente, que pudo perfectamente haberse “hecho el
loco”, no se dejara comprar, ni se hiciera el de “la vista gorda”, con lo cual
hubiese sido premiado. Y es probable que lo hubiesen nombrado gobernador,
alcalde, ministro o embajador. Se lo hubiese ganado, sin duda, con “el sudor de
su frente”, lo que para un ganster del cartel significa adular, vestir de rojo
sangre, aplaudir como una foca, sacar el “carnet de la patria”, repetir viejas
e insostenibles estupideces y, sobre todo, mantener cerrado “el pico”. Pero no.
El hoy preso de la “justicia” gansteril -vaya usted a saber el tamaño de
semejante contradicción- tomó la decisión de unirse a la lucha contra la
disolusión de la democracia, la desvergüenza, el robo sin miramientos, el
saqueo de lo que queda de país, la destrucción del aparato productivo y de las
fuerzas armadas, el amordazamiento de los medios de comunicación y la hambruna
general, el entierro de las universidades y del sistema de salud pública, los
asesinatos extra judiciales y los encarcelamientos masivos, entre otros rubros
de no poca importancia. En fin, decidió sumarse a lo concreto, a la síntesis de
múltiples determinaciones, a la comprensión unitaria de lo diverso. Todo ello,
a pesar de los que tadavía creen que las abstracciones pertenecen
exclusivamente a las matemáticas o -¡peor aún!- a la filosofía. El precio de
asumir el pensamiento concreto no ha sido bajo. Hoy celebran las voces del
gansterato y celebran la de los fariseos, igualmente incultos, igualmente abstractos.
Dos personas concreciendo. |
Pensar concretamente nada tiene que ver con lo sensorial e inmediato. Más bien, es la antítesis de la inmediatez. Nada tiene que ver con lo empírico, ni con el mero uso de los sentidos. Si los sentidos fuesen el sustento de lo concreto el mundo no estuviese en manos de los secuaces de Pavlov. El mundo del pensamiento abstracto, de las meras sensaciones y representaciones, es pre-civil, propio del reino animal. Lo concreto es lo que concrece, el devenir de lo que se construye con el pensamiento, no lo dado, ni lo inmediato, sino aquello que va con-creciendo, lo que crece-con la superación de la inmediatez -propia de los inmediatistas-, hasta descubrir detrás de las abstractas apariencias la auténtica realidad.
Por José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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