Dice Vico en la Scienza
Nuova que una de las propiedades de la mente humana consiste en transformar la idea de lo lejano y
desconocido en cosas que le son conocidas y presentes, dotándolas de cualidades
superiores. O como observara Tácito, magnificándolas: “Omne ignotum pro
magnifico est” (todo lo desconocido se magnifica). La siempre dramática
relación con la muerte es una de esas ideas que, no sin razón, históricamente
ha sido transformada por la humanidad en una de sus cosas más sagradas,
superiores, magníficas. En todo caso, el mismo Vico explica porqué son tan
importantes los difuntos para el desarrollo de la historia del mundo civil, del
que surgen los “principios universales y eternos, sobre los cuales surgieron y
se conservaron todas las naciones”. En efecto, sin excepción, las naciones
-observa el filósofo italiano-, tanto “las bárbaras como las humanas”, por más
que hayan sido fundadas de manera diversa o por más lejanas que se encuentren
entre sí, han tomado estas tres costumbres humanas, a las que han elevado a la
condición de principios universales y eternos: “todas tienen alguna religión,
todas contraen matrimonios solemnes, todas sepultan a sus muertos”. Y fue por
cierto en virtud de estas tres cosas “que comenzó la humanidad en todas las
naciones, y por ello todas deben custodiarlas santamente para que el mundo no
se embrutesca y no vuelva a la selva de nuevo”.
Sepultar a los
muertos, más que cuestión de simple ritual o de mera formalidad litúrgica,
contiene un significado cultural mucho más hondo del que se pueda llegar a
sospechar. De hecho, la palabra sepultura deriva de humandus, que es,
nada menos, la raíz de humanitas o humanidad, porque en el acto de
sepultar a los muertos se concentra “el sentimiento común de todo el género
humano”. Incluso, las sepulturas configuran los límites existentes entre los
territorios, cabe decir, son el fundamento topográfico, la frontera, a partir
de la cual se trazan los orígenes tanto de las distintas familias y etnias,
como de las ciudades, pueblos y posteriores naciones. La muerte es, en
consecuencia, un límite, una determinación, la confirmación no tanto del más
allá como del más acá, no sólo espiritual sino también material: “al
estar durante mucho tiempo quietos y situar las sepulturas de sus antepasados
en un lugar determinado, resultó que fueron fundados y divididos los primeros
dominios de la tierra, cuyos señores fueron llamados «gigantes» (que suena
semejante en griego a «hijos de la tierra», o sea, descendientes de los
sepultados), y, en consecuencia, se consideraron nobles, al estimar con ideas
justas, en aquel primer estado de cosas, la nobleza por haber sido engendrados
humanamente bajo el temor de la divinidad”. Todo lo cual hizo posible el
surgimiento del llamado “derecho natural de gentes” y, con él, la organización
de la vida social y política.
Honrar el recuerdo
de los sepultados es honrar la propia tierra y, con ella, honrar los
principios, los valores, las costumbres, las enseñanzas, el esfuerzo y la
pericia, en fin, el patrimonio dejado por los mayores. Terra patria es
la tierra de los padres. Patres son los antepasados. Todo lo cual
significa que el acto de honrar de los padres se proyecta sobre la propia
honra, sobre el honrarse a sí mismos, en tanto herederos legítimos de la
conquista de una determinada gentil civilidad. Que la industria cultural haya
vendido la representación de la conmemoración del “día de muertos” como un gran
trick or treat de golosinas, calabazas sin alma y disfraces de un terror
fantoche, vaciado de contenido, es otro discurso, incluso, muy a pesar de la
genialidad de un escritor de la talla de Washington Irving, autor de La
leyenda de Sleepy Hollow. En la obra de Irving, ambientada en la pequeña
Holanda que alguna vez fue New York, Ichabood Crane, un profesor de escuela
primaria, supersticioso y ambicioso, se enamora de la bella Katrina van Tassel,
hija de un acaudalado granjero. Pero la joven también es pretendida por Abraham
van Brunt, mejor conocido como Brom Bones. Una fría y nublada noche de
Octubre, Crane asiste a la “fiesta de la cosecha”, en casa de los van Tassel. Y
ahí, después de disfrutar el festín, escucha los escalofriantes relatos de
aparecidos narrados por su rival van Brunt, especialmente el de un jinete que, en batalla, había recibido un balazo de
cañón en la cabeza y ahora su fantasma solía cabalgar por las noches, sable en
mano, para encontrar una que reemplazara la suya, por lo que solía degollar a
sus víctimas en la penumbra. Cuando se marchaba a casa, afectado por el peso de
su fracasada declaración de amor a Katrina y muerto de miedo por los relatos de
Brom Bones, el descabezado se le aparece en el camino cabalgando su
corcel. El pánico se apoderó de Crane, quien hizo todo lo posible para atravesar
a todo galope el lúgubre puente del cementerio. Pero fue alcanzado por el
macabro espanto. A la mañana siguiente, nadie más supo de Crane en el poblado.
Las buenas gentes, que salieron en su búsqueda, sólo encontraron su sombrero y
su caballo junto a una misteriosa calabaza, semejante a una cabeza destrozada.
No sin cierta
cautela y sutileza, la magistral leyenda de Irving sugiere que, detrás de la
intangible figura horrenda del aparecido, se ocultaban los tremulosos huesos de
van Brunt. ¿Quién se ocultaba tras el no menos horrendo asesinato de Oscar
Pérez, de Fernando Albán o de tantas otras víctimas de la ambición desmedida?,
¿Qué jinete sin cabeza pudo haber transformado en calabazas destrozadas las
vidas de quienes -a diferencia de Crane- se entregaron con pasión y valentía a
la lucha por preservar su tierra, su patria, la tierra de sus padres? Cuando la
crueldad se convierte en culto la piel del león debe ser elevada a las
estrellas. Los hijos de la tierra merecen más que una ceremonia o que una
demostración pública de admiración y respeto. Merecen, por el bien común y el
derecho de gentes, justicia. La lucha por la libertad es el recuerdo de un
recuerdo. Consiste en volver a hilar -re-cordar- la madeja del pasado
común desde el presente y, al mismo tiempo, recuperar desde el presente la
madeja común del pasado. Transformar lo lejano y desconocido en lo conocido y
actual. El día de honrar a los muertos es, en verdad, el día de honrar como
nunca la vida de los que luchan por recuperar la tierra profanada.
José
Rafael Herrera
@jrherreraucv
Publica un comentario: