“Un Estado que se basa en la violencia necesita
sostenerse por la violencia”.
G.W.F. Hegel
La cultura latina
clásica llamó proletarios a quienes cumplían, en lo esencial, la función social
de procrear. De hecho, en latín, “hijo” se dice prole. De modo que
proletario significa descendiente. Por eso mismo, los proletarios conformaron
la parte más básica -en sentido estricto, alcalina- de la sociedad romana, dado
que proveían el material primordial del cual se surtían de continuo tanto las
legiones como las cosas más sencillas y cotidianas, las labores subordinadas de
la vida, esas que toda ciudad requiere para poder mantenerse al día, en sus más
diferentes ámbitos. Ese material básico, esa materia prima, no era otra que
ellos mismos.
Roma necesitó procrear,
crear su propia prole, para consolidar su república y más tarde su
imperio. Fue, pues, la prole la mano de obra, el instrumento que, sin tan
siquiera sospecharlo, limpió el camino para que el senatus populusque
romanus (SPQR) marchara desde el campamento forajido a la construcción del
gran imperio. Porque conviene recordar el hecho de que, en sus orígenes, Roma
fue, como dice Hegel, un Estado formado por bandidos: “Todos los historiadores
concuerdan en que, desde muy pronto, unos pastores, mandados por jefes, habían
merodeado por las colinas de Roma; la primera colectividad romana se habría
constituido como un Estado de bandidos”. Así, y con el tiempo, los romanos
transitaron por los caminos que construyeron los descendientes: un camino que
conduce desde la condición criminal al imperio de las leyes, cabe decir, en
sentido inversamente proporcional al de ciertas relaciones sociales y políticas
de reciente data, en las cuales de continuo se conspira para demoler las bases
mismas de esa suerte de biblioteca universal de Alejandría que es la historia
de la humanidad.
A partir del siglo
XIX, la figura del proletario vuelve a hacerse visible. Renace con inusitada
fuerza, como resultado del continuo e incesante movimiento de producción y la
persistente sacudida de las nuevas relaciones sociales, que va colmando el
interés de la conciencia del tiempo. Así, mientras el tropel de la modernidad
le iba poniendo fecha de prescripción a todo lo que antes fuera estable y
seguro, la prole crecía sin parar, como crecen los síntomas de una
patología inocultable, ese “algo huele mal en Dinamarca” que signa las
pestilencias de la injusticia. Todo cambió desde ese momento. Las
tradiciones, opiniones y creencias que antes resultaban venerables, se fueron
desvaneciendo, y las que fueron surgiendo se marchitaron antes de poder echar
raíces. Lo eterno se hizo humo industrial. Lo sagrado se fue haciendo cada vez
más profano, creando un mundo a la imagen y semejanza del taller. Y, como el Hexemeister
goetheano, se desataron las fuerzas objetivas, independientes de la propia
voluntad de sus demiurgos. Fuerzas tan poderosas que ya no pudieron detener,
por más empeño que se pusiera en querer controlarlas. Las armas con las que la
modernidad venció al pasado se volvieron en su contra.
No obstante, y a
pesar de haber transformado todo el pasado en un auténtico cementerio, la
sociedad moderna, como en el Doktor Frankenstein de Shelley, tuvo la
imperiosa necesidad de invocar el fantasma de la antigua noción de descendencia
romana, creando las condiciones para el resurgimiento de la prole, es decir, de
aquel que sólo puede vivir para comer, guarecerse y reproducirse. Porque en la
misma medida en la cual se fueron desarrollando sus indetenibles capacidades
productivas, en esa misma medida tuvo la impostergable obligación de ir
aumentando una cadena sin fin de consumidores y, por tanto, de los genéricamente
capaces de producir, sin necesidad de poseer una determinada profesión o la
mayor especialización para hacerlo. Conforman esa clase de trabajadores que
sólo pueden vivir cuando encuentran trabajo y que sólo pueden encontrar trabajo
cuando es requerido el aumento de la ganancia empresarial. Son trabajadores a
destajo, de ocasión, que ayer estaban en la industria de la construción, hoy en
un dealer y mañana cortarán el cesped, cumplirán con la misión del delivery
o ingresarán a una cuadrilla de housekeeper, sin otra cosa que ofrecer
más que el sudor de la fuerza de su trabajo. Jekyll y Hyde: humano,
cuando cumple con sus funciones animales; animal, cuando cumple con sus
funciones humanas.
La cada vez mayor
simplificación de sus funciones -que ya estaba presente desde sus orígenes-,
hace del trabajo algo monótono, mecánico, hostil y repugnante. Y, como fiel
reflejo de la simplicidad de su hacer, los individuos se van haciendo cada vez
más simples, instrumentales y heterónomos, con lo cual no sólo aumenta su
pobreza material sino, esencialmente, su pobreza espiritual. Este es el perfil
del ciudadano promedio que se vio obligado a emigrar de una Venezuela
estrangulada por un régimen gansteril, una banda criminal que, en nombre de un
proletariado ficticio, extraído de la más burda imaginación bolchevique, se
sostiene sobre los hombros no del proletariado real -que tanto gusta evocar,
con fines estrictamente demagógicos-, sino del Lumpenproletariat, el
cual, según afirmaba el propio Marx, “representa la putrefacción pasiva
de los estratos más bajos de la sociedad, que por sus mismas condiciones de
vida está dispuesto a dejarse comprar y a ponerse al servicio de las intrigas
más reaccionarias”. El gansterato que mantiene secuestrada a Venezuela prefirió
convertir a cientos de miles de sus mejores profesionales y técnicos en
proletarios, fámulos en el exilio, antes de terminar de destruir lo que
va quedando de país. Su violencia de origen se sostiene sobre la violencia,
incluso sobre la violencia revestida de ficción electoral. Por eso prefirió
quemar los barcos del futuro y entregarla al crimen que se va apoderando de
todo y amenaza con expandirse más allá de sus fronteras.
José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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