A mi Victoria
La época más
hermosa del año, quizá la más humana de todas, ha comenzado. Y con ella,
además, el anuncio del fin de un año plagado de las peores calamidades, no sólo
para el mundo entero, sino especialmente para Venezuela, un país terriblemente
vapuleado, humillado, hecho pedazos. Un país que solía ser la luz radiante y
alegre de toda la América Latina y el Caribe. Puede que se diga que el mal,
dejado a su “paso de vencedores” como “legado” por parte del gansterato
narco-terrorista, haya sido descrito ya lo suficiente como para seguir
insistiendo en ello sin proponer soluciones. Una especie de “borrón y cuenta
nueva”, un “a lo hecho pecho” que sólo persigue, a la manera de Descartes o de Voltaire,
eliminar el recuerdo de lo que ha sido y concentrarse en lo que
“científicamente” -a saber, en el extravío entre las ramas de un árbol dentro
de un bosque tupido e inmenso- se debe y conviene hacer para poder superar las
infinitas cuitas a las cuales -con la única excepción de la cúpula gangrenosa-,
grosso modo, veinticinco millones dentro y diez millones fuera de
venezolanos han sido sometidos como nunca antes en su historia, ante la mirada
indiferente, y no pocas veces cómplice, de un mundo que se conforma con
declarar que está “sumamente preocupado” por la “lamentable” situación. Y con
eso le basta.
No obstante, y a
pesar de la buena disposición y de los -vanos- esfuerzos de un cientificismo sine
nobilitate, no existe posibilidad alguna de encontrar soluciones sin
recorrer, una y otra vez, el camino de la historicidad. Decía Aristóteles, al
comienzo de su Metafísica, que la filosofía tiene por objeto de estudio
el examen de las causas y de los orígenes, o como dice textualmente, “de los
primeros principios”. Sin los cuales resulta imposible comprender, y mucho
menos trazar, una estrategia coherente y efectiva que permita poder encontrar
la respuesta adecuada y definitiva, capaz de ponerle fin al escollo. Claro que
no basta con las cuitas y los lamentos. Pero las unas y los otros son el
síntoma de un malestar orgánico que tiene que ser denunciado, a objeto de
emprender el recorrido que conduce hasta la tumoración que lo produce y, una
vez ubicado, tomar las medidas de rigor para poder extirparlo, poniéndole fin
al mal.
La figura de
Ebenezer Scrooge es más que todo un recuerdo. Es el símbolo de la conciencia
desventurada o infeliz, escindida y desdoblada en dos mundos, que lo lleva
directamente al auto-sufrimiento. Es la imagen viva de las pasiones tristes
descritas por Spinoza en la Ethica. Imagen de la impotencia invertida,
trastocada en resentimiento, odio, envidia y agresión. Ebenezer es nombre de
origen judío (Eben-Ezer), que significa roca o piedra de salvación, tal
como el corazón de todo mean-man -de todo ruin-, según la descripción
que del personaje diera su creador, Charles Dickens, en su conocido Cuento
de Navidad. En él, la dureza de Shylock -El mercader de Venecia de
Shakespeare- renace para reclamar la posesión del derecho al no-derecho, de la
justificación de la injusticia, del lucro y del dolo como garantías de honradez
y honestidad. En fin, el alegato de la no-razón como razón “en última
instancia”. La solidaridad, la equidad, la búsqueda del Alle Menschen werden
Brüder que animan los derechos humanos, no son más que “Bah, humburg!”.
Convertir el propio corazón en una roca, una coraza de piedra para pretender
salvarse de su propia desventura. No por caso, su apellido es un sustantivo que
significa miserable o mezquino.
Es difícil pensar
que, en tiempos de Dickns, además de la llamada “crítica social”, se pudiesen
esperar interpretaciones “técnicas” o “científicas” capaces de dar cuenta de la
creciente irrupción histórica de los Scrooge de su tiempo, un tiempo signado
por el advenimiento del, por entonces, nuevo modo de producción capitalista y,
con él, de las nuevas relaciones sociales que iban modificando sensiblemente
las antiguas creencias y convicciones, bajo el auspicio de la fría sombra del
cálculo y del interés. Los fantasmas de Dickens son, justamente, eso: los
fantasmas de la experiencia de una conciencia que trasciende los límites de lo
meramente psicológico o religioso, en sentido positivo. Más bien, espectros que
exhortan a cumplir con el mandato de una sensible y humana modificación en el
tipo de relaciones sociales y políticas que, no obstante, terminaron por
convertirse en modelo “natural” y “universal”, hasta la fecha. Un modelo
condenado por el arte, la literatura y la filosofía del siglo XIX, no pocas
veces, en nombre del socialismo. Y sin embargo, desde la propia instauración de
los regímenes totalitarios que se fueron consolidando, precisamente, en nombre
del socialismo, el modelo “natural” y “universal” de los Scrooge, aunque
ocultado por sus respectivas camarillas, terminó por incrementarse, al punto de
ser la fuente principal de los mayores saqueos y la más grotesca explotación.
Un régimen
estructurado según las torsiones que Orwell -lector de Dickens- denunciara,
primero, en Rebelión en la granja y, poco después, en 1984, tenía
necesariamente que conducir a la gansterilidad, ese morbo que, oculto tras el
ropaje político y siempre en nombre de los más necesitados, ha ido expandiendo la corrupción del alma por
todas las más o las menos regiones transparentes del planeta. Quienes
hipócritamente hablan de “guerra económica” y “capitalismo salvaje” son los
peores enemigos de la paz y los más salvajes capitalistas. Los buenos deseos de
Dickens no fueron suficientes para enmendarle la plana a los Scrooge que hoy
manejan los hilos de un mundo pandémico, en el estricto significado del
término. Serán sin duda tristes las alegrías que se anuncian. Un “saludo a la
bandera”. Al despertar, después de esta Navidad, Scrooge exclamará votos de
profundo arrepentimiento. Será una muestra más de su gran esfuerzo de cambiar
para que nada cambie. No se trata de pesimismo. Todo lo contrario, se trata de
comprender que sólo será posible superar los tiempos difíciles mediante
la construcción de una sólida conciencia de la necesidad de enfrentar y vencer
el menesteroso presente, sin ilusiones desmedidas ni falsas esperanzas.
@jrherreraucv
Publica un comentario: