¿Hemos perdido el sentido común?
¿La llamada
“pérdida contemporánea del sentido común” es, en realidad, “lo raizal” del
presente? La respuesta afirmativa, implícitamente contenida en la pregunta
anterior, es lo que enfáticamente sostienen algunos destacados analistas
políticos y sociales, solventes y agudos intérpretes de la transmutación de la
objetividad en “liquidez”, atentos estudiosos de esta complicada crisis
orgánica del aquí y ahora. Orgánica, porque no es tan sólo una
crisis política o social. Es una crisis del Ethos en su conjunto, una
crisis existencial, religiosa, económica, estética, sanitaria, educativa y, por
supuesto, ideológica. Una crisis de la humana civilidad entera: la “crisis
perfecta” -como la ha llamado Nelson Chitty La Roche-, en la que se ha puesto
al descubierto la agria depauperación, la efectiva pobreza crítica, que padece
el Espíritu de nuestro tiempo.
Y sin embargo, el
énfasis de la sentencia emitida en el juicio interroga por el significado más
hondo, y por eso mismo menos convencional, del concepto de “sentido común”
empleado, porque de su consistencia dependerá toda posible argumentación que
recaiga sobre él. Qué sea, pues, el sentido común y en qué consista la
posibilidad de su pérdida o extravío en el presente, impone la determinante y
necesaria tarea de, en primera instancia, redefinirlo adecuadamente en sus
tratos sustanciales y, en última instancia, reconocerlo en la eventual
experiencia de su sorpresivo desvanecimiento. Y es que tal vez resulte ser que
el concepto general de sentido común, del cual se anuncia su pérdida, termine
siendo no su concepto general, sino, más bien, el punto de vista representativo
que el propio sentido común se ha hecho de sí mismo. En una expresión, el juicio
sobre la pérdida del sentido común pareciera suponer un autorepresentarse del
propio sentido común, un reflejo de su sí mismo.
Historia del sentido común.
René Descartes
decía, al inicio de su Discours de la méthode, de 1637, que “el sentido
común es la cosa mejor repartida del mundo”. No obstante, en estos tiempos de
decadencia y precariedad, brilla la audacia de los mediocres. El señor Reynaldo
Pareja -la más reciente versión del “modelo teórico” fundado por el eminente
charlatán de Paulo Coelho- ha titulado una de sus últimas publicaciones de
“autoayuda” en dirección contraria a lo que afirmara Descartes: “el sentido
común es el menos común de los sentidos”. Las revueltas y escaramuzas entre
dogmáticos y empiristas pareciera no tener fin en la historia del entendimiento
abstracto. Hoy se visten de estóicos y escépticos, en una historia de nunca
acabar, con el deliberado propósito de transmutar el pensamiento en mercancía
de quincalla. Claro que no da tanto como la coca, el oro, el coltán o la
gasolina, para no mencionar los bodegones, la trata de blancas o el secuestro.
Pero si los gansters que secuestraron a Venezuela supieran de la rentabilidad
del negocio, no dudarían ni por un instante en incorporar a la “cartera” de su busines
enterprise las pecaminosas publicaciones de los “maestros” de la
“autoayuda”.
En realidad, lejos
de ser el prototipo de la racionalidad y la rectitud, el sentido común es la
condición más inmediata, pobre e indeterminada -y, en consecuencia, abstracta-
tanto del percibir como del discernir. Considerado en perspectiva, es decir,
desde la conciencia que se piensa a sí misma, y por más que se ufane de sus
virtudes, el sentido común es, por su propia condición, pedestre. Es la quietud
que ha sido puesta y fijada, aunque no lo sepa, por la propia conciencia. El viejo
y noble sentido común es el concepto devenido representación, el reducto de
lava en estado de cristalización que va dejando, a su paso, el volcán del
pensamiento. De hecho es lo pensado, no lo pensante. Por eso se aferra a lo que
fue y lo proclama como su principio universal. Los suyos no son juicios sino
prejuicios. Y son por cierto los prejuicios y las presuposiciones lo que lo
sustentan. Que nadie dude, sin embargo, de su importancia en y para la
construcción de la verdad objetiva. Pero que nadie lo confunda y pretenda hacer
pasar por el fundamento mismo de la verdad, porque su única e íntima verdad es
su propia certeza. Cuando Descartes -léase bien, el gran Descartes, no la
sombra del antónimo de su grandeza- se refiere al sentido común como “la cosa
mejor repartida del mundo”, no está haciendo referencia al hecho de que los
llamados “cinco sentidos” le sean comunes a los humanos, como en alguna de sus
insufribles alocuciones afirmara, en una de sus mayores muestras de estulticia,
el difunto “comandante eterno”. Descartes se refiere al hecho de que la verdad
devenida certeza sea propia de todos, dado que está contenida en el lenguaje,
el modo de vida, las costumbres, tradiciones, opiniones, convenciones, etc., de
las más diversas formaciones sociales, las cuales suelen percibir la
objetividad del entorno de un modo, si no uniforme, más o menos similar. De
todo lo cual, por cierto, el yo, que piensa sus representaciones, debe ir
tomando distancia, si es que en verdad quiere conocerse a sí mismo y conquistar
la certidumbre de su propia certeza.
El presente no se
caracteriza por la “anormalidad” de su sentido común, como en días recientes
afirmara un respetable estudioso del quehacer político y del derecho. La
supuesta anormalidad es, más bien, el modo en el cual se ha ido poniendo de
manifiesto la normalidad del actual sentido común. Lo que cabe comprender es que
lo que pareciera ser anormal sólo lo es para quienes ya han dejado de ser
normales. No se perdió el sentido común: fue cambiando. Un nuevo ciclo del Espíritu del mundo, guiado por Penia, la diosa griega de la pobreza, ha
comenzado. El nuevo sentido común goza de muy buena salud, a pesar de las
nostalgias por otros tiempos. El desgarramiento lo signa. Sólo queda en pie la
paciencia del concepto, a los fines de comprender y superar.
José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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