¿Cómo define platón a la justicia?
Decía Platón que
las sociedades justas son aquellas en las cuales cada ciudadano ejerce
conscientemente la función que le corresponde. Un ambicioso, lujurioso y glotón
conductor de Metrobus, por ejemplo, no es la persona más apta para ejercer las
delicadas funciones concomitantes a la presidencia de un determinado Estado. Ni
el narcotráfico puede ser considerado como una función propiamente dicha, en
tanto que aquí se considera por “función” el aporte, cabe decir, la
contribución en virtud de la cual cada individuo hace progresar al cuerpo
entero de la sociedad, lo cual, evidentemente, no es el caso del narcotráfico.
De tal modo que para que cada ciudadano ejerza adecuadamente la función que le
corresponde, resulta indispensable la construcción de un riguroso, sólido y
vigoroso sistema educativo, porque, como afirmaba Platón, la educación es la
base firme sobre la cual se puede construir la residencia, el hogar, de toda
auténtica república. Y mientras más profundos sean los fundamentos de la
educación de una determinada ciudadanía, mayor será su prosperidad, su libertad
y el ejercicio de la justicia.
La función
principal de quienes ejercen la responsabilidad de gobernar consiste, según
Platón, en la purificación del alma de los ciudadanos, lo cual redunda tanto en
su enriquecimiento espiritual como material. En efecto, para el filósofo
griego, purificar el alma de la ciudadanía quiere decir hacer que la población
se forme cada vez más, que sea instruida y educada convenientemente. O en otros
términos, que sea una auténtica ciudadanía, a fin de superar sus naturales
inclinaciones bestiales, decadentes y patéticas y, con ello, su consecuente
pobreza espiritual. Una efectiva política de Estado debe sostenerse sobre la
convicción de que sólo las metas a largo plazo, sostenidas en el tiempo y
ajenas a los concursos de popularidad -tan afines a la demagogia y al
populismo-, son propicias para el desarrollo integral de la sociedad en su
conjunto. No es con consignas vaciadas de contenido, gratas a los oídos de la
mediocridad, que se construyen los grandes proyectos políticos. Las democracias
afectadas por la corrupción y en estado de descomposición, son caldos de
cultivo propicios para el advenimiento de las tiranías. Éstas, a su vez,
ofrecen dar rápida y eficaz realización a las promesas incumplidas por
gobernantes que decidieron convertir su pomposa palabrería -siempre aderezada
de lugares comunes- en la única realidad existente. Pero una vez en el poder,
los tiranos comienzan a demostrar su incapacidad absoluta para gobernar. Y
cuando tienen inicio las primeras protestas por exigencia de justicia, no dudan
en utlizar las armas que ya habían utilizado contra los demagógos, pero esta
vez para apuntar a la población defraudada y, ahora, aterrorizada. Con el
tiempo, la tiranía deviene oligarquía. Se trata de un reducido grupo de
gansters, auténticos criminales que se enriquecen con los dineros provenientes
de la corrupción, el narco-tráfico y el más desalmado saqueo de los recursos de
la extinta Nación. Son los que mantienen secuestrado al Estado, y los que, día
tras día, abren con mayor profundidad la ya intolerable brecha de las
desigualdades sociales.
La organización del estado en Platón
Para Platón, la
demagogia, la tiranía y la oligarquía son sistemas de gobierno que, en la
medida en la cual desprecian el saber, se hacen cada vez más susceptibles a la
corrupción y terminan empobreciendo y desintegrando a la sociedad. Todo régimen
corrupto, por su propia condición, disocia, disgrega y promueve la injusticia.
Por eso mismo, y a medida que va socavando el Ethos, termina
siendo débil e incapáz de satisfacer las mínimas necesidades materiales y
espirituales de los ciudadanos. Cada individuo, según el filósofo ateniense,
está compuesto de cuerpo y alma. El alma, elemento inmaterial, es el aliento,
el respiro, el principio de la existencia de los seres humanos. Sin el alma el
cuerpo es, apenas, un amasijo de instintos, “la cárcel del alma”. Y mientras
que el cuerpo vincula con el mundo sensible, el alma vincula con el mundo
inteligible. Por eso mismo, el alma es enérgeia, la energía vital de la
corporeidad, la acción productiva propiamente dicha, la fuerza de trabajo
que definiera Marx.
Dice Platón que el
alma está formada por tres partes: una parte sensual, que conduce a los vicios
de la avaricia, la lujuria y la gula; una pasional, que conduce al vicio de la
ira; una racional, que conduce al vicio de la pereza y la soberbia. Pero estos
vicios del alma pueden ser reorientados mediante la educación. Es posible formarse
para la buena ciudadanía. Así, la parte sensual del alma puede ser elevada a
templanza, esa benigna cualidad que impone hacer las cosas con moderación. De
igual modo, la parte pasional puede ser educada y convertida en valor, es
decir, en arrojo o esfuerzo. Lo mismo que la parte racional puede llegar a
conquistar la sabiduría. Un alma que ha sido adecuadamente educada y logra
conquistar la templanza, el valor y la sabiduría es llamada por Platón un alma
justa. El imperio de las almas justas forma el espíritu de un pueblo sano,
próspero, culto y libre.
Hubo un tiempo en
Venezuela en el que las almas justas florecieron por doquier, y como nunca
antes en su historia. La formidable migración de profesores universitarios,
científicos, artístas y técnicos, llegados de una Europa depauperada y en
crisis orgánica, fue uno de los mayores aciertos de la dirigencia política de
un país pujante y hambriento de saber que, finalmente, pudo romper la larga y
pesada cadena de las dictaduras militares decimonónicas, y poder entrar así -a
pesar del retraso histórico- al siglo XX pleno de democracia viva, exenta de la
muerta baratija demagogica. Fue a partir de entonces que la educación,
comprendida como formación social y cultural, comenzó a dejar de ser un mero
requisito formal para obtener un título y transformarse en materia, oficio,
compromiso con el pujante país que, en breve lapso, llegó a ser. Se comprende,
entonces, la saña del gansterato contra la educación. Sabe bien que ella
contiene el alma justa que posa, ante su puerta, los pies de los que la van a
enterrar.
José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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