Decía Walter
Benjamin que “no existe documento de la civilización que no sea al mismo tiempo
documento de la barbarie”. La impactante afirmación hecha por el filósofo
alemán dejó de suscitar perplejidad para comenzar a cobrar conciencia histórica
después de la Segunda Guerra mundial, especialmente después de Auschwitz,
Hiroshima, Nagasaki y Gulag, entre otras tantas muestras de barbárica
crueldad por parte de la llamada civilización. Constancia objetiva de cómo la
razón instrumental puede llegar fácilmente a convertirse en locura criminal, en
la más viva y auténtica expresión de la barbarie. También el camino que conduce
hacia el corazón de las tinieblas puede ser transitado invirtiendo los
flechados de la historia.
Las formas vaciadas
de contenido, propias de la racionalidad instrumentalizada, ocultan tras su
aparente neutralidad y sus presupuestos “universales” la misma violencia
inmanente a la barbarie. De hecho, ella misma es barbarie reflexivamente
sublimada y elevada a modo de vida, bajo cuyo dominio aún subsiste,
clandestinamente, el ser de la civilidad. Del antiguo Bar-Bar de los
griegos va quedando poco. Para ellos, un barbaroi designaba a todo aquel
que no hablaba griego. Pero el hecho de no saber hablar griego no lo convertía
en un extranjero (xénos). El bárbaro propiamente dicho designa a un
cierto tipo de población extranjera carente de organizaciones representativas,
regido por poderes autocráticos o por un mandato de linaje impuesto sobre los fámulos
(de donde proviene el término “familia”). Se trata de pueblos en los que no
existen leyes igualitarias ni libertad de expresión, es decir, de pueblos
carentes de ciudadanía. Y así lo asumieron los romanos de la República, antes
de la construcción del Imperio. De hecho, barbarus es un modo de nombrar
a todo aquel que desconoce por completo el significado (el contenido) de las
palabras justicia y libertad. Pero el movimiento espiral de la historia es
indetenible y las relaciones sociales van dejando marcadas sus huellas con el
paso del tiempo.
Al penetrar otros
territorios para “llevar la palabra” y ampliar las fronteras, el Imperio fue
asimilando progresivamente las formas, los usos y costumbres, de los
conquistados. Después de todo, el “llueve” o “no llueve” no funciona en la
historia viva, a menos que sea impuesto como “ley” y que sustituya la realidad,
que es, de hecho, una expresión “clara y distinta” de barbarie. Y fue entonces
que se comenzó a dar por sentado el “nosotros” y el “ellos”, hegémone visible
mediante el lenguaje, que ya desde entonces reflejaba la inversión especular
del sí mismo en el otro. “Nosotros”, los racionales, los justos, los educados.
“Ellos”, los irracionales, los crueles, los ignorantes. El veneno había surtido
efecto, y ahora, la “palabra” comportaba un nuevo significado, hasta hacerse barbarie
ritornata. El entendimiento abstracto iniciaba su dominio sobre el mundo,
guiado por las manos manchadas de tinta de la escolástica, la madre putativa de
la Ilustración.
La fiereza y
crueldad de la barbarie ya no es exclusividad de “los otros”. Quienes creen
poder formar profesionales universitarios eliminando la investigación
científica, la formación clásica y la autonomía, sustituyéndola por el “caletre
de memoria”, la “didáctica” y la “metodología”, es decir, por un conocimiento
sin conocimiento, un mero requisito formal para obtener un “título” de “tapa
amarilla”, con el fin de incorporar a los futuros “profesionales” y “técnicos”
a un mercado laboral ficticio o para engrosar aún más la miserable burocracia,
ni sabe qué es educar, ni tiene idea de lo que es una universidad, ni le
interesa. Después de todo, la barbarie ha terminado por convertirse en el
sentido común del presente, el más común de todos los sentidos, la auténtica
lepra de la llamada civilización contemporánea, la “barbarie leprosa”.
La demediación -el
partir o dividir en mitades, propio del entendimiento abstracto- es la
objetivación de la conciencia desgraciada del mundo contemporáneo, la más
palmaria expresión de la pobreza de Espíritu que gobierna sobre el ser social
de la época. La hegeliana Gebrohene mitte. El “otro”, el enemigo de la
civilización, el ente irracional y feróz, se ha internalizado: es el calvario
que la actual civilización lleva por dentro. ¿Qué puede quedar entonces del
viejo término de bar-bar en medio de este progreso regresivo, en
el que las fuerzas productivas de la sociedad se han transmutado en fuerzas
cada vez más destructivas? Pareciera que no sólo la barbarie se ha civilizado
sino que la civilización se ha barbarizado. Es el respetado -temido- gánster
vestido de regia seda en su mansión o en su camioneta blindada, y que de lunes
a viernes atiende sus “negocios” desde el palacio presidencial, el tribunal
supremo o el parlamento. Es el reconocimiento y la institucionalización del
terrorismo de Estado.
La barbarie ha
devenido hija de la civilización, en tanto que ésta última ha devenido razón
instrumental. La neutral enseñanza de cómo se enseña, sin que se sepa qué se está
enseñando, la utilización de presuntos 'mapas' o metodologías de la realidad
social y política, que luego la convierten en un dato sin importancia, a los
efectos del procesamiento de datos y la simbolización binaria, ni son neutras
ni, mucho menos, inocentes. El mejor modo de destruir una sociedad consiste en
aniquilar el ente generador del saber autónomo. Las universidades tienen que
ser desplazadas por instituciones en las cuales ni se ponga en duda lo
existente ni se encuentren soluciones para los grandes problemas que aquejan a
la sociedades. Ya no hay verdades por descubrir. Eso es un invento humanista.
Cosa del pasado. La barbarie vive. La lepra de la civilización sigue.
José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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