La expresión que
sirve de título a las presentes líneas, es obra de la genialidad del humorista
venezolano Emilio Lovera. Su personaje, “el malandro asustadizo” -para mantener
cierta reserva sobre la literalidad del adjetivo calificativo-, la sentenciaba
de continuo, no sin cierta solemnidad, propia de su background cultural,
haciendo estallar de risa a toda la extinta república. Pero algo siempre queda.
Y, por eso mismo, tal vez la expresión en cuestión resulte apropiada para
comprender de una buena vez las diferencias que se ocultan tras la
presuposición de que los que han sido instruidos son personas cabalmente
educadas. En realidad, se trata, por cierto, de una cuestión de “falta de ignorancia”,
como no sin maestría enseña -desde aquella emblemática denuncia del niño del
cuento de Andersen, arrojada contra el rey desnudo- la saludable y siempre
irreverente ironía que porta en su seno el buen humor, expropiado -también- por
la gansterilidad. Falta de ignorancia era, además, lo que reclamaba el buen
Sócrates -“sólo sé que no sé”-, para no dejarse cautivar por la ficticia
sensación de que los presuntos conocimientos instrumentales o metódicos -cuyo
“no hay pele” trata de acallar la atormentada voz de su barruntar- tienen la
última palabra.
El buen humor, no
el mediocre -dado que su propia condición es su condena-, es por antonomasia
dialéctico y contrasta tanto con la risotada del necio como con la seriedad
prepotente del burócrata o del funcionario tribunalicio, del solemne mediocre
acartonado, del tirano usurpador, del delincuente transmutado en canserbero o
en torturador, y hasta con el retorcido psiquiatra cínico. Los acomplejados y
los resentidos carecen de humor y nada pueden saber de dialéctica. El buen
humor es en sustancia dialéctico porque más que reproductivo es productivo, más
que recreativo es creativo. Saca de su zona de confort al convencional para
invitarlo a pensar. Es el Aschenbach -esa suerte de post-Feuerbach- de la Muerte
en Venecia, de Thomas Mann. En El nombre de la rosa, Humberto
Eco muestra en detalle la condición subversiva de la segunda parte de la Poética
de Aristóteles, dedicada al humor como catársis, o medio para la
liberación del alma. Preferible incinerarla en las llamas del infierno antes
que permitir, con su burla envolvente, el develamiento de la insensible rigidez
de un mundo autosometido a la servidumbre del dogma que caracteriza a la barbarie
ritornata. El humor, como la dialéctica, provoca la cólera de quienes
sostienen los hilos de la tiranía, porque es el azote de la conciencia
resignada: “en la inteligencia y comprensión positva de lo que es abriga
al mismo tiempo su negación, su muerte forzosa; porque enfoca todas las formas
actuales en pleno movimiento, sin omitir lo que tiene de perecedero y sin
dejarse intimidar por nada”.
La dialéctica
inmanente al humor descubre, con un guiño, la contracara del poder establecido.
Muestra la fragilidad de los inquebrantables, la ira y el espanto de los
rígidos, de los inflexibles, en el momento menos esperado. Y entonces, sus
sospechas logran transformarse en evidencias palpables. Suele sorprender de
rodillas al despiadado -cual Padrino frente a Fidel-, mostrando el rostro
genuflexo de su aparente aceramiento. Son, en suma, diversos los modos de poner
al descubierto la misma insustancialidad mediante la “falta de ignorancia”.
A la luz de esta
perspectiva, se comprende el porqué del empeño de la gansterilidad contra la
autonomía de las universidades. El arma más poderosa de las sociedades libres y
prósperas es la conquista y preservación de su condición autónoma. La ausencia
de educación estética, es decir, autonómica, es garantía de sometimiento, de
sumisión, de heteronomía. Todo despotismo que se respete tiene la necesidad de
garantizar la sustitución de la educación autónoma por la mera instrucción
técnica. Tiene que impedir a toda costa que se sea capaz de pensar en sentido
enfático. Incluso en aquellas profesiones que en otros tiempos llegaron a
mostrar lo mejor de sus virtudes, su cabal compromiso con el ethos, y
hoy han sido objeto del extravío de su concepto. Lo que una vez fue espíritu se
ha reducido a letra muerta.
Un profesional
promedio de estos tiempos, puede ser un extraordinario operario en su
disciplina o un técnico muy eficiente. Ha sido debidamente instruido, ha
aprendido la techné correspondiente. Además, ha acumulando experiencia.
Pero eso no significa que el diligente y esforzado especialista haya sido
educado. Él, por su parte, no se considera un ignorante. Supone no serlo. De
hecho, ha estudiado, no es un advenedizo ni un empírico. Está en sintonía con
la pragmática de su oficio y maneja sus parámetros. Es natural que no le interese -y más bien le
aburra- tener que vérselas con la literatura o la historia -“¡Dios, que
fastidio!”-, o asistir a un drama o a una exposición de arte vanguardista
-“¡disparate de garabatos!”-, y mucho menos tener que verse en la “obligación”
de “calarse” un concierto de un Mahler -¡como para morirse del aburrimiento!-.
Se inclina, más bien, por el reggaeton, “La bomba”, el 'Tik-tok', o por
empaparse de las últimas patrañas de “La hojilla”. Trata de encontrar el mejor
modo posible de relajarse, de “botar el golpe”. Este es el profesional promedio
del target político-social de hoy. Es el post-proletario, el “fámulo” de
Vico devenido “cliente”. El confortably numb del presente padece el
síndrome de burnout, y ha tocado “techo”. Carece de humor y, por
ello, de juicio. Sus criterios son convenciones que toma “prestadas” de los mass
media, sin apenas notarlo. Está convencido de que son tan suyas como
las propiedades medicinales del cannabis. No sabe de juicios sino de
prejuicios. Es el individuo modelo, apropiado, para todo régimen gansteril. Por
eso la autonomía espanta, porque enseña a juzgar, es decir, a pensar. Lo cual
es un peligro para todo cartel, un “lujo” que no se puede permitir. De ahí que
la exigencia socrática por la falta de ignorancia sea el revés de su
sobreabundancia. ¡Y cómo hace falta reconocerla, para poder aprender!
José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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