La moral
mercantilista tiende a reducirnos al valor de intercambio: tanto tienes, tanto
vales. En nuestra sociedad de clases, la escasez de posesiones se identifica
con una inferioridad cualitativa, como si el poseer dependiera exclusivamente
de la laboriosidad o la capacidad de la persona, y la riqueza no hubiese
generado sus propios mecanismos para perpetuarse y dificultar el acceso a ella
a los que parten con desventaja.
Junto a esa moral
de crudo capitalismo ha evolucionado otra, de tradición humanista, que, sin
cuestionar abiertamente sus dicterios, se esfuerza por enfatizar la prioridad
del ser sobre el tener, de la virtud sobre la mera posesión. Su inspiración es
judeocristiana, recordemos la sentencia del camello por el ojo de una aguja
(enigmática donde las haya, si no es fruto de una mala interpretación). Pero
tengamos presente que, en los hechos, el cristianismo no cuestiona las clases
sociales, se limita a hacer una llamada a la solidaridad. El amor al prójimo se
expresa a través de la ayuda y la limosna, es una actitud privada que se
desentiende de lo público (“Dejad al César lo que es del César”) y por tanto no
pretende cambiar la sociedad, sino solo atenuar sus injusticias. En esta
privatización de la ayuda se basa todo el movimiento de cooperación
internacional, las maratones de donativos, las donaciones de alimentos, las entidades
de caridad eclesiástica y hasta las ONG.
Desde que se
desistió del proyecto marxista, ya nada cuestiona el armazón del capitalismo
triunfante. Los partidos que se autodenominan de izquierda no pretenden cambiar
el sistema, sino —cuando son honestos— mordisquearle las migajas que se le
acerquen a los bordes. Los poderes públicos y las leyes están para engrasar el
buen funcionamiento de esa maquinaria monstruosa en que se ha convertido la
propiedad privada (cada vez más minoritaria y monopolista), procurando, como
mucho, que no arrase a las crecientes masas que se deja tiradas en
la cuneta. Al fin y al cabo, buena parte de estas son las que sostienen, con su
trabajo precario y su consumo, el florecimiento de aquella.
Y en eso estamos.
Las crisis cíclicas y la evidencia del deterioro ambiental han revelado de modo
patente que el propio capitalismo es frágil y limitado. Se trata, pues, de
persistir, cada cual como pueda. La utopía perece en el barrizal del individualismo.
El ser se diluye en un tener cada vez más inseguro, más precario, y por ello
más dramáticamente ansioso. Quizá por eso adquiere tintes casi mágicos: “Piense
y hágase rico”. “Formule sus deseos y el universo conspirará para satisfacerlos”.
Pero ni el conocimiento, ni el trabajo, ni la lucha son garantías de nada. Ya
no hay proyecto, ya no hay futuro, solo un presente que se sostiene con pinzas
y que no sabe por dónde puede desmoronarse el día menos pensado. Cada uno
aguanta resignadamente la respiración y pide a la Virgencita que le deje como
está. Vivimos en una prórroga, apoyándonos en neurolépticos y en fórmulas de
autoayuda, procurando distraernos ante la pantalla de las preguntas que nos atormentan
en las noches de insomnio: ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde?
Tal vez hasta que el tener nos falte y, desposeídos como nuestros abuelos, nos veamos obligados a reinventar el ser.
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